Rosaura
Ricardo Güiraldes
Novela corta
Para mi hermana
LOLITA
en 1914
I
Lobos es un pueblo tranquilo, en medio de la pampa.
Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 159 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
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Para mi hermana
LOLITA
en 1914
Lobos es un pueblo tranquilo, en medio de la pampa.
Dominio público
27 págs. / 47 minutos / 159 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
Hartas de silencio, morían las brasas aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en morrongueo soñoliento.
Semejantes, mis noches se seguían, y me dejaba andar a esa pereza general, pensando o no pensando, mientras vagamente oía el silbido ronco de la pava, la sedosidad de algún bordoneo o el murmullo vago de voces pensativas que me arrullaban como un arrorró.
En la mesa, una eterna partida de tute dio su fin. Todos volvían, preparándose a tomar los últimos cimarrones del día y atardarse en una conversación lenta.
Silverio, un hombrón de diez y nueve años, acercó un banco al mío.
Familiarmente dejó caer su puño sobre mi muslo.
—¡Chupe y no se duerma!
Tomé el mate que otro me ofrecía, sin que lo hubiera visto, distraído.
Silverio reía con su risa franca. Una explosión de dientes blancos en el semblante virilmente tostado de aire.
Dirigió sus pullas a otro.
—Don Segundo, se le van a pegar los dedos, venga a contar un cuento... atraque un banco.
El enorme moreno se empacaba en un bordoneo demasiado difícil para sus manos callosas. Su pequeño sombrero, requintado, le hacía parecer más grande.
Dejó en un rincón el instrumento, plagado de golpes y uñazos, con sus cuerdas anudadas como miembros viejos.
—Arrímese —dijo uno, dándole lugar—, que aquí no hay duendes.
Hacía alusión a las supersticiones del viejo paisano. Supersticiones conocidas de todos y que completaban su silueta característica.
—De duendes —dijo— les voy a contar un cuento. Y recogió el chiripá, sobre las rodillas para que no rozara el suelo.
Un cuento es para alguien pretexto de hermosas frases estudio, para otros; para aquéllos, un medio de conciliar el sueño.
Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 143 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
—Como seguridad de pulso —interrumpió Gonzalo—, no conozco nada que equivalga al hecho del capitán Funes.
—Y ¿cómo es? —preguntamos en coro.
—Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.
Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje. Se truqueaba por poca plata, y las bromas eran pesadísimas.
Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.
Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctima de nuestras invenciones.
El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.
Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:
—¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.
Nos presentó esa misma noche, en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para oír otras.
—¿Así que usted, capitán —le decía Pastor—, ha peleado mucho?
—Bastante —movía los hombros como coqueteando.
—Ha de saber lo que son balas —guiñándonos los ojos—; ¿hasta por el olor las conocerá?
—¡Por el olor, no; pero por el chiflido, pueda!
—Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?
—Pero muy grande, mi amigo, muy grande: las de remington silban gordete; así: chchch... —nos mordíamos los labios—; mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss...
—Pero vea —decía Pastor con gravedad—: así que las de remington hacen... ¿cómo?
—Chchchch...
—¡Curioso! ¿Y las de carabina?
Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 69 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Panchito el tartamudo era en la estancia objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de huesos salidos y sobrepaso.
Hacían la recorrida juntos; pues eran, en caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más frecuente en esa época, para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.
Natividad, la segunda mujer de don Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.
—Ambrosio —gritaba riñendo al viejo— no has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.
—Güeno, güeno —contestaba el anciano meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. —Ave María, ni que se hubiera distraído el cura en misa. —Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.
La silueta del viejo paisano desaparecía entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la misma ruta. Así se iban por muchas horas.
Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los perros, siempre metidos en la cocina.
Se comía en silencio, y sólo las largas mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos, carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con los padres.
Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 58 visitas.
Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Traspuestas las penurias del viaje, cayó al campamento una noche de invierno agudo.
Era un inconsciente de veinte años, proyecto tal vez de caudillo; impetuoso, sin temores e insolente, ante toda autoridad. De esos hombres nacían a diario en aquella época, encargados luego de eliminarse entre ellos, limpiando el campo a la ambición del más fuerte.
Apersonado al jefe, mostró la carta de presentación. Cambiaron cordiales recuerdos de amistad familiar y Quiroga recibió a su nuevo ayudante con hospitalidad de verdadero gaucho.
Concluida la cena, al ir y venir del asistente cebador, el mocito recordó cosas de su vivir ciudadano. Atropellos y bufonadas sangrientas, que aplaudía con meneos de cabeza el patilludo Tigre.
Contó también cómo se llenaba de plata merced a su habilidad para trampear en el monte.
El Tigre pareció de pronto hostil:
—¡Jugará con sonsos!
Insolente, el mocito respondía:
—No siempre, general..., y pa probarle, le jugaría una partidita a trampa limpia.
Quiroga accedió.
Los naipes obedecían dóciles, y el Tigre perdía sin pillar falta. En su gloria, el joven, besaba de vez en cuando el gollete de un porrón medianero, y no olvidaba chiste, entre los lucidos fraseos de barajar.
Inesperadamente, Quiroga se puso en pie.
—Bueno amigo, me ha ganao todo.
Recién el mozo miró hacia el montón, escamoso, de pesos fuertes, que plateaba delante suyo.
El general se retiraba.
Entonces, un horrible terror desvencijó la audacia del ganador. Las leyendas brutales ensoberbecieron la estampa, hirsuta, del melenudo.
—¡General, le doy desquite!
—Vaya, amigo, vaya, que podría perder lo ganado y algo encima...
—No le hace, general; es justo que también usted talle.
—¿Se empeña?
—¿Cómo ha de ser?
Las mandíbulas le castañeteaban de miedo.
Dominio público
35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 332 visitas.
Publicado el 28 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
Núñez trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.
Su organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.
Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue, atesorando un secreto que sus más instruídos profetas no han sabido aclarar.
Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego otras, las enseñanzas de saber más complejo.
Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.
Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto, mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.
Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración, uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.
Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las pullas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.
¿Qué haría Núñez, tan a menudo encerrado en su cuarto?
Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.
Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.
Al concluir la siesta, mandole llamar, encargándole, irónicamente, compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones, sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.
Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 296 visitas.
Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
Una cocina de peones: fogón de campana, paredes negreadas de humo, piso de ladrillos, unos cuantos bancos, leña en un rincón.
Dando la espalda al fogón matea un viejo con la pava entre los pies chuecos que se desconfían como jugando a las escondidas.
Entra un muchacho lampiño, con paso seguro y el hilo de un estilo silbándole en los labios.
Pablo Sosa.— Güen día, Don Nemesio.
Don Nemesio.— Hm.
Pablo.— ¿Stá caliente el agua?
Don Nemesio.— M… hm…
Pablo.— ¡Stá güeno!
El muchacho llena un mate en la yerbera, le echa agua cuidadosamente a lo largo de la bombilla, y va hacia la puerta, por donde escupe para afuera los buches de su primer cebadura.
Pablo (Desde la puerta.).— ¿Sabe que está lindo el día pa ensillar y juirse al pueblo? Ganitas me están dando de pedirle la baja al patrón. Mirá qué día de fiesta p'al pobre, arrancar biznaga' e' el monte en día Domingo ¿No será pecar contra de Dios?
Don Nemesio.— ¿M… hm?
Pablo.— ¿No ve la zanja, don? ¡Cuidao no se comprometa con tanta charla!
«Quejarse no es güen cristiano y pa nada sirve. A la suerte amarga yo le juego risa, y en teniendo un güen compañero pa repartir soledades, soy capaz de creerme de baile. ¿Ne así? ¡Vea! Cuando era boyero e muchacho, solía pasarme de vicio entre los maizales, sin necesidá de dir pa las casas. ¡Tenía un cuzquito de zalamero! Con él me floreaba a gusto, porque no sabiendo más que mover la cola, no había caso de que me dijera como mamá: —«Andá buscate un pedazo e galleta, ansina te enllenas bien la boca y asujetas el bolaceo»; ni tampoco de que me sacara como tata, zapateando de apurao, pa cuerpiarle al lonjazo.
«El hombre, amigo, cuando eh' alegre y bien pensao, no tiene por qué hacerse cimarrón y andarle juyendo ala gente. ¿No le parece, don?»
Don Nemesio.— M… hm…
1 pág. / 2 minutos / 264 visitas.
Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
Es un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.
Él, un asno paquetito.
Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.
La casa en que vivía,
arte de repostería.
El padre, un tipo grosero
que habla en idioma campero.
Y entre estos personajes se desliza un triste, triste episodio de amor.
La vio, un día, reclinada en su balcón; asomando entre flores su estúpida cabecita rubia llena de cosas bonitas, triviales y apetitosas, como una vidriera de confitería.
¡Oh, el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente, a fuerza de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como un corderito de alfeñique!
En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita humedecedora.
Una lengüita de granadina.
La vio y la amó (así sucede), y le escribió una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones suaves y desengaño que mataría el corazón.
Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.
Elegante, sí, por cierto, elegante entre todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.
Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.
Se dejó amar.
Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 224 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.
La amenaza había quedado en Roberto como un presagio de desgracia.
—Sí, humílleme; pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.
Bah, no era el primer caso… fanfarronadas de paisano.
Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: “Mire, patroncito, que es mal bicho”.
Volvía del pueblo: dos leguas cortas.
La noche era obscura, agujereada de mil estrellas.
El caballo galopaba libremente, depositada la confianza del jinete en instinto seguro.
A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.
Algo se movió en el camino.
Abriose el cardal y un bulto ágil saltó hacia e1 caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.
Se debatió queriendo desasirse de la mano que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones; pero perdió apoyo en una zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado: una pierna apretada por su peso.
Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.
Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.
Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.
El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.
El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.
Recibió el golpe en pleno vientre.
Se supo muerto; un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver, asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo, ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.
Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 188 visitas.
Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
Todas las estancias del partido, contagiadas de civilización, perdían su antiguo carácter de praderas incultas.
Las vastas extensiones, que hasta entonces permanecieran indivisas, eran rayadas por alambrados, geométricamente extendidos sobre la llanura.
No era ya el desierto, cuyo verde unido corría hasta el horizonte. Breves distancias cambiaban su aspecto, y no parecía sino una sucesión de parches adheridos.
La tierra sufría el insulto de verse dominada, explotada, y, renunciando a una lucha degradante, abdicaba su gran alma de cosa infinita.
Pies extranjeros13 la hollaban14 sin respeto e instrumentos de tortura rasgaban su verdor en largas heridas negras.
Semillas ignotas sorbían vida en su savia fecunda, y manos ávidas robaban a sus entrañas la sangre para convertirla en lucro.
Un sólo retazo escapaba a aquel cambio. Era la estancia de don Rufino, que, como un hijo ante el ultraje de su madre, presenciaba esa invasión, la muerte en el pecho.
Con irónica sonrisa, en que había una lágrima, decía, sacudiendo su barba «cana como pantalón de gringo», y sus ojos, tristes, se nublaban, uniendo los diferentes colores.
Su estancia no había cambiado. Un sólo potrero servía de pastoreo a vacas, yeguas y ovejas. Y el personal, todo criollo, se abrazaba al último pedazo de pampa como a una bandera.
Allí se podía olvidar y hasta hacerse la ilusión de que, pasados los límites, todo seguía como diez años antes. Diez años que habían traído un cambio brusco que causaba la sorpresa de una traición.
Don Rufino era el verdadero patrón, como el concepto viejo lo entiende. Criado en el campo, apto a todo trabajo, con una rusticidad de alma llena de cariño, era respetado por sus camas y querido por su bondad.
Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 167 visitas.
Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.