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autor: Ricardo Güiraldes editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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El Pozo

Ricardo Güiraldes


Cuento


Sobre el brocal desdentado del viejo pozo, una cruz de palo roída por la carcoma miraba en el fondo su imagen simple. Toda una historia trágica.

Hacía mucho tiempo, cuando fue recién herida la tierra y pura el agua como sangre cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el borde de la piedra para descansar su cuerpo y refrescar la frente con el aliento que subía del tranquilo redondel. Allí le sorprendieron el cansancio, la noche y el sueno; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió golpeando blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.

Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban brutalmente después del choque. Había rodado llevando consigo algunos pelmazos de tierra pegajosa. Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro líquido hasta encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse, horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo emergida la cabeza, todo el esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración.

Con su mano libre tante el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida. Miró hacia arriba: el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.

Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba, hasta el fondo, caer su punto de luz. Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues; un frío le mordió del agua y gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca. Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por esa nueva y angustiosa fuerza, comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.


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1 pág. / 2 minutos / 235 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Nocturno

Ricardo Güiraldes


Cuento


La amenaza había quedado en Roberto como un presagio de desgracia.

—Sí, humílleme; pero algún día, si Dios quiere, nos hemos de encontrar cara a cara.

Bah, no era el primer caso… fanfarronadas de paisano.

Roberto era hombre de afrontar un peligro, y no hizo caso del consejo: “Mire, patroncito, que es mal bicho”.

Volvía del pueblo: dos leguas cortas.

La noche era obscura, agujereada de mil estrellas.

El caballo galopaba libremente, depositada la confianza del jinete en instinto seguro.

A treinta cuadras de las casas los cardos dejan un estrecho espacio; es el mes de noviembre y se alzan, rígidos, mirando al cielo con sus flores torturadas de espinas.

Algo se movió en el camino.

Abriose el cardal y un bulto ágil saltó hacia e1 caballo, que, desesperadamente, trató de esquivarse con estrépito de cardos pisoteados.

Se debatió queriendo desasirse de la mano que, hacia atrás, le empujaba venciendo sus garrones; pero perdió apoyo en una zanja, arrastrando en su caída al jinete, que quedó aprisionado: una pierna apretada por su peso.

Palabras de injuria vibraron en el tropel producido por la lucha.

Roberto tiró al bulto, que retrocedió con una imprecación.

Había tocado: tenía ahora que ganar tiempo, salir de la posición en que se hallaba.

El caballo, libre un momento, se levantó, proyectando su jinete a distancia. Este quiso recobrar el equilibrio, pero fue tarde.

El bulto, que no había hecho sino retroceder, volvía a la carga con mayor impulso.

Recibió el golpe en pleno vientre.

Se supo muerto; un gesto de dolor le dobló como gusano partido por la pala, largó el revólver, asiendo de ambas manos la que le hundiera el hierro hasta la guarda y la retuvo para evitar un segundo encontronazo, ya aterrorizado, la cabeza vaga, sintiendo la muerte en el vientre.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Politiquería

Ricardo Güiraldes


Cuento


Los situacionistas daban gran fiesta: carne con cuero, taba y beberaje a discreción, visto la proximidad de las elecciones. En cambio los opositores carecían de tal derecho, y con pretexto de evitar jugadas prohibidas por la ley, las autoridades obstaculizaban todo propósito de reunión.

En un boliche, a orillas del pueblo, juntáronse desde las once a. m. los apurados en retobar el buche. Los principales dijeron algunas palabras hostiles contra la canalla opositora; cantó un payador versos laudativos para el «cabeza del partido»; jugose a la taba para mal de muchos, y se bebió, a perder aliento, en los gruesos vasos turbios, salpicados de burbujas cuya efervescencia detuviérase en el enfriamiento del vidrio.

Con la luz diurna fuese la alegría ingenua. Ya habían cruzado, como tajeantes relámpagos de bravuconería, algunos conatos de riña entre la gente mala, pero todo hasta entonces fue sólo pasajera alarma.

¿Cómo podía seguir así la calma? Estaba Atanasio Sosa, cargado de dos muertes y muchos hechos de sangre; Camilo Cano, mal pegador temido por la crueldad, visible en sus pupilas sin mirada; Encarnación Romero, estrepitoso de provocaciones, y sobre todo, Reginaldo Britos, el bravo negro Britos, siempre dispuesto a pelear, inútil de bebida pero involteable, resistente a las puñaladas como una bolsa al calador.

¿El negro Britos?… Ni preguntarse qué sortilegio podía mantenerlo en pie, malgrado el centenar de mortales cicatrices que hacían de su pellejo un entrevero de surcos claros e irregulares. Contra él se ensayaban los novicios, contando con la inseguridad de sus arremetidas, pesadas de ebriedad tambaleante, que le convertían en blanco seguro.

¡Pobre negro Britos! Ya estaba ebrio, y no salvaría de alguna funesta reyerta.


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2 págs. / 4 minutos / 136 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Capitán Funes

Ricardo Güiraldes


Cuento


—Como seguridad de pulso —interrumpió Gonzalo—, no conozco nada que equivalga al hecho del capitán Funes.

—Y ¿cómo es? —preguntamos en coro.

—Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.

Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el viaje. Se truqueaba por poca plata, y las bromas eran pesadísimas.

Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.

Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos, luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctima de nuestras invenciones.

El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.

Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:

—¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar como angelito.

Nos presentó esa misma noche, en el bar, y todos comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración, contando mentiras para oír otras.

—¿Así que usted, capitán —le decía Pastor—, ha peleado mucho?

—Bastante —movía los hombros como coqueteando.

—Ha de saber lo que son balas —guiñándonos los ojos—; ¿hasta por el olor las conocerá?

—¡Por el olor, no; pero por el chiflido, pueda!

—Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?

—Pero muy grande, mi amigo, muy grande: las de remington silban gordete; así: chchch... —nos mordíamos los labios—; mientras que las de carabina son más altitas, así: ssssss...

—Pero vea —decía Pastor con gravedad—: así que las de remington hacen... ¿cómo?

—Chchchch...

—¡Curioso! ¿Y las de carabina?


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 70 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Sexto

Ricardo Güiraldes


Cuento


Eran inocentes porque eran chicos, y los chicos representan entre nosotros la pureza de las primeras edades.

Vivían, cerco por medio, en dos hermosas quintas llenas de árboles amigos y misteriosos. Corrían, jugaban, y sus risas eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines.

Cuando sus brazos se unían o rodaban sobre el césped, solían acercarse sus rostros y se besaban sin saber por qué, mientras una extraña emoción, mejor que todos los juegos, les impulsaba a buscarse los labios.

Otras veces, influenciados tal vez por el día o por un sueño de la última noche, estaban serios. Sentábanse entonces sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían leído, mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.

Eran cuentos como todos los cuentos infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había príncipes y princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta el episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor sin contrariedades.

Ella oía con los ojos asombrados e ingenuos de no saber; sus cejitas, ávidas de misterios amorosos, ascendían en elipses interrogantes, y, en los finales tiernos, sus pupilas se hacían trémulas de promesas ignotas.

Y no eran sus ojos los únicos elocuentes. Su boca se abría al soplo de su respiración atenta, sus rulos parecían escuchar inmóviles contra la carita inclinada y abstraída. Y sus hombros caían blandamente en la inercia del abandono.

Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de todos los altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento se estrechaban cerca, muy cerca, en busca de felicidad y como conjurando las malas intervenciones.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Deuda Mutua

Ricardo Güiraldes


Cuento


Don Regino Palacios y su mujer habían adoptado a los dos muchachos como cumpliendo una obligación impuesta por el destino. Al fin y al cabo no tenían hijos y podrían criar esa yunta de cachorros, pues abundaba carne y hubiesen considerado un crimen abandonarlos en manos de aquel padre borracho y pendenciero.

—Déjelos, no más, y Dios lo ayude —contestaron simplemente.

Sobre la vida tranquila del rancho pasaron los años. Los muchachos crecieron, y don Regino quedó viudo sin acostumbrarse a la soledad.

Los cuartos estaban más arreglados que nunca; el dinero sobraba casi para la manutención, y sólo faltaba una presencia femenina entre los tres hombres.

El viejo volvió a casarse. En la intimidad estrecha de aquella vida pronto se normalizó la primera extrañeza de un recomienzo de cosas, y la presente reemplazó a la muerta con miras e ideas símiles.

Juan, el mayor, era un hombre de carácter decidido, aunque callado en las conversaciones fogoneras. Marcos, más bullanguero y alegre; cariñoso con sus bienhechores.

Y un día fue el asombro de una tragedia repentina. Juan se había ido con la mujer del viejo.

Don Regino tembló de ira ante la baja traición y pronunció palabras duras delante del hermano, que, vergonzoso, trataba de amenguarla con pruebas de cariño y gratitud.

Entonces comenzó el extraño vínculo que había de unir a los dos hombres en común desgracia. Se adivinaron, y no se separaban para ningún quehacer; principalmente cuando se trataba de arreos a los corrales; andanzas penosas para el viejo. Marcos siempre hallaba modo de acompañarle, aunque no le hubiesen tratado para el viaje.

Juan hizo vida vagabunda y se conchabó por temporadas donde quisieran tomarlo, mientras la mujer se encanallaba en el pueblo.

Fatalmente, se encontraron en los corrales. El prurito de no retroceder ante el momento decisivo los llevó al desenlace sangriento.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Justo José

Ricardo Güiraldes


Cuento


La estancia quedó, obsequiosamente, entregada a la tropa. Eran patrones los jefes. El gauchaje, amontonado en el galpón de los peones, pululaba felinamente entre el soguerío de arreos y recados.

Los caballos se revolcaban en el corral, para borrar la mancha oscura que en sus lomos dejaran las sudaderas; los que no pudieron entrar atorraban en rosario por el monte, y los perros, intimados por aquella toma de posesión, se acercaban temblorosos y gachos, golpeándose los garrones en precipitados colazos.

La misma noche hubo comilona, vino y hembras, que cayeron quién sabe de dónde.

Temprano comenzó a voltearlos el sueño, la borrachera; y toda esa carne maciza se desvencijó sobre las matras, coloreadas de ponchaje. Una conversación rala perduraba en torno al fogón.

Dos mamaos seguían chupando, en fraternal comentario de puñaladas. Sobre las rodillas del hosco sargento, una china cebaba mate, con sumiso ofrecimiento de esclava en celo, mientras unos diez entrerrianos comentaban, en guaraní, las clavadas de dos taberos de lay.

Pero todo hubo de interrumpirse por la entrada brusca del jefe: el general Urquiza. La taba quedó en manos de uno de los jugadores; los borrachos lograron enderezarse, y el sargento, como sorprendido, o tal vez por no voltear la prenda, se levantó como a disgusto.

A la justa increpación del superior, agachó la cabeza refunfuñando.

Entonces Urquiza, pálido el arriador alzado, avanza. El sargento manotea la cintura y su puño arremanga la hoja recta.

Ambos están cerca: Urquiza sabe cómo castigar, pero el bruto tiene el hierro, y al arriador, pausado, dibuja su curva de descenso.

—¡Stá bien!; a apagar las brasas y a dormir.

El gauchaje se ejecuta, en silencio, con una interrogación increíble en sus cabezas de valientes. ¿Habrá tenido miedo el general?


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1 pág. / 2 minutos / 59 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Trenzador

Ricardo Güiraldes


Cuento


Núñez trenzó, como hizo música Bach, pintura Goya, versos el Dante.

Su organización de genio le encauzó en senda fija y vivió con la única preocupación de su arte.

Sufrió la eterna tragedia del grande. Engendró y parió en el dolor según la orden divina. Dejó a sus discípulos, con el ejemplo, mil modos de realizarse, y se fue, atesorando un secreto que sus más instruídos profetas no han sabido aclarar.

Fueron para el comienzo los botones tiocos del viejo Nicasio, que escupía los tientos hasta hacerlos escurridizos. Luego otras, las enseñanzas de saber más complejo.

Núñez miraba, sin una pregunta, asimilando con facilidad voraz los diferentes modos, mientras la Babel del innovador trepaba sobre sí misma, independientemente de lo enseñable.

Una vez adquirida la técnica necesaria, quiso hacer materia de su sueño. Para eso se encerró en los momentos ociosos y en el secreto del cuarto, mientras los otros sesteaban, comenzó un trabajo complicado de trenzas y botones que vencía con simplicidad.

Era un bozal a su manera, dificultoso en su diafanidad de ñandutí. A los motivos habituales de decoración, uniría inspiraciones personales de árboles y animales varios.

Iba despacio, debido al tiempo que requería la preparación de los tientos, finos como cerda, a la escasez de los ratos libres, a las pullas de los compañeros, que trataba de eludir como espuela enconosa, llevadera a malos desenlaces.

¿Qué haría Núñez, tan a menudo encerrado en su cuarto?

Esa curiosidad del peonaje llegó al patrón, que quiso saber.

Entró de sorpresa, encontrando a Núñez tan absorbido en un entrevero de lonjas, que pudo retirarse sin ser sentido.

Al concluir la siesta, mandole llamar, encargándole, irónicamente, compusiera unas riendas en las cuales tenía que echar cuatro botones, sobre el modelo inimitable de un trenzador muerto.


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2 págs. / 4 minutos / 296 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Diálogos y Palabras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Una cocina de peones: fogón de campana, paredes negreadas de humo, piso de ladrillos, unos cuantos bancos, leña en un rincón.

Dando la espalda al fogón matea un viejo con la pava entre los pies chuecos que se desconfían como jugando a las escondidas.

Entra un muchacho lampiño, con paso seguro y el hilo de un estilo silbándole en los labios.

Pablo Sosa.— Güen día, Don Nemesio.

Don Nemesio.— Hm.

Pablo.— ¿Stá caliente el agua?

Don Nemesio.— M… hm…

Pablo.— ¡Stá güeno!

El muchacho llena un mate en la yerbera, le echa agua cuidadosamente a lo largo de la bombilla, y va hacia la puerta, por donde escupe para afuera los buches de su primer cebadura.

Pablo (Desde la puerta.).— ¿Sabe que está lindo el día pa ensillar y juirse al pueblo? Ganitas me están dando de pedirle la baja al patrón. Mirá qué día de fiesta p'al pobre, arrancar biznaga' e' el monte en día Domingo ¿No será pecar contra de Dios?

Don Nemesio.— ¿M… hm?

Pablo.— ¿No ve la zanja, don? ¡Cuidao no se comprometa con tanta charla!

«Quejarse no es güen cristiano y pa nada sirve. A la suerte amarga yo le juego risa, y en teniendo un güen compañero pa repartir soledades, soy capaz de creerme de baile. ¿Ne así? ¡Vea! Cuando era boyero e muchacho, solía pasarme de vicio entre los maizales, sin necesidá de dir pa las casas. ¡Tenía un cuzquito de zalamero! Con él me floreaba a gusto, porque no sabiendo más que mover la cola, no había caso de que me dijera como mamá: —«Andá buscate un pedazo e galleta, ansina te enllenas bien la boca y asujetas el bolaceo»; ni tampoco de que me sacara como tata, zapateando de apurao, pa cuerpiarle al lonjazo.

«El hombre, amigo, cuando eh' alegre y bien pensao, no tiene por qué hacerse cimarrón y andarle juyendo ala gente. ¿No le parece, don?»

Don Nemesio.— M… hm…


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Antítesis

Ricardo Güiraldes


Cuento


La estancia vieja

Todas las estancias del partido, contagiadas de civilización, perdían su antiguo carácter de praderas incultas.

Las vastas extensiones, que hasta entonces permanecieran indivisas, eran rayadas por alambrados, geométricamente extendidos sobre la llanura.

No era ya el desierto, cuyo verde unido corría hasta el horizonte. Breves distancias cambiaban su aspecto, y no parecía sino una sucesión de parches adheridos.

La tierra sufría el insulto de verse dominada, explotada, y, renunciando a una lucha degradante, abdicaba su gran alma de cosa infinita.

Pies extranjeros13 la hollaban14 sin respeto e instrumentos de tortura rasgaban su verdor en largas heridas negras.

Semillas ignotas sorbían vida en su savia fecunda, y manos ávidas robaban a sus entrañas la sangre para convertirla en lucro.

Un sólo retazo escapaba a aquel cambio. Era la estancia de don Rufino, que, como un hijo ante el ultraje de su madre, presenciaba esa invasión, la muerte en el pecho.

Con irónica sonrisa, en que había una lágrima, decía, sacudiendo su barba «cana como pantalón de gringo», y sus ojos, tristes, se nublaban, uniendo los diferentes colores.

Su estancia no había cambiado. Un sólo potrero servía de pastoreo a vacas, yeguas y ovejas. Y el personal, todo criollo, se abrazaba al último pedazo de pampa como a una bandera.

Allí se podía olvidar y hasta hacerse la ilusión de que, pasados los límites, todo seguía como diez años antes. Diez años que habían traído un cambio brusco que causaba la sorpresa de una traición.

Don Rufino era el verdadero patrón, como el concepto viejo lo entiende. Criado en el campo, apto a todo trabajo, con una rusticidad de alma llena de cariño, era respetado por sus camas y querido por su bondad.


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6 págs. / 12 minutos / 171 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

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