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autor: Ricardo Güiraldes fecha: 03-11-2020


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De un Cuento Conocido

Ricardo Güiraldes


Cuento


Panchito el tartamudo era en la estancia objeto de continuas bromas. Su padre, don Ambrosio Lara, viejo ya y casi inútil para el trabajo, arrastraba sus últimos años a lomos de un lobuno zarco, de huesos salidos y sobrepaso.

Hacían la recorrida juntos; pues eran, en caso de necesidad, más útiles los doce años del muchacho que la experiencia del viejo: fuera para un tiro de lazo, la operación de un enfermo o, cosa más frecuente en esa época, para la cueriada de algún encardao que, hinchado hasta la exageración, levantaba dos patas al cielo en un esfuerzo póstumo.

Natividad, la segunda mujer de don Ambrosio (que sabe Dios si lo era), manejaba estos dos semihombres sin que su mulata obesidad le impidiera estar alerta a todo.

—Ambrosio —gritaba riñendo al viejo— no has desatao la mula e la noria, y dejuro se estará redamando el agua.

—Güeno, güeno —contestaba el anciano meneando la cabeza con vaga sonrisa de bondad. —Ave María, ni que se hubiera distraído el cura en misa. —Y se alejaba lentamente; la lonja del rebenque barriendo el suelo, las piernas zambas, el tirador zarandeado por un movimiento de caderas que se comunicaba al enorme facón en balanceo desigual.

La silueta del viejo paisano desaparecía entre los paraísos, y en breve el muchacho, rastreando sus pasos, tomaba la misma ruta. Así se iban por muchas horas.

Doña Natividad pasaba el tiempo en soltar la majada, alimentar las gallinas, preparar la comida y dar patadas a los perros, siempre metidos en la cocina.

Se comía en silencio, y sólo las largas mateadas traían, tiempo a tiempo, sus conversaciones. Motivo eran los sucesos recientes del pueblo que algún charlatán contara a su manera. Casamientos, carreras, y, sobre todo, peleas traían sus extensos comentarios de parte de los viejos ante la presencia invariablemente muda del muchacho, huraño hasta con los padres.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Donna è Mobile

Ricardo Güiraldes


Cuento


Primera parte

Era domingo, y lindo día; despejado, por añadidura. Deseos de divertirse y buena carne en vista.


Con su flete,
muy paquete
y emprendao,
iba Armando
galopiando
pal poblao.
 

Por otra parte:


En el rancho
de ño Pancho
lo esperaba,
la puestera,
(más culera

que una taba).
 

¡Ah!, Moreno, negro y alegre a lo tordo.

Segunda parte

Buena gaucha la puestera, y conocida en el campo como servicial y capaz de sacar a un criollo de apuros. De esos apuros que saben tener sumido al cristiano macho (llámesele mal de amor o de ausencia). Y no era fea, no, pero suculenta, cuando sentada sobre los pequeños bancos de la cocina, sus nalgas rebalsaban invitadoras. «Moza con cuerpo de güey, muy blanda de corazón», diría Fierro. Lo cierto es que el moreno iba a pasto seguro, y no contaba con la caritativa costumbre de su china, servicial al criollo en mal de amor.

Cuando Armando llegó al rancho, interrumpió un nuevo idilio. El gaucho, mejor mozo por cierto que el negro, tuvo a los ruegos de la patrona que esconderse en la pieza vecina antes de probar del alfeñique; y misia Anunciación quedó chupándose los dedos, como muchacho que ha metido la mano en un tarro de dulce.

¡Negro pajuate!

Tercera parte

—Güenas tardes.

—Güenas.

No estaba el horno como pa pasteles, y Armando, poco elocuente, manoteó la guitarra, preludió un rasguido trabajoso, cantando por cifra con ojos en blanco y voz de rueda mal engrasada.


—Prenda, perdone y escuche.
Prenda, perdone y escuche,
que mis penas bi'a cantar,
pero usté mi'a de alentar,
pues traigo pesao el buche,
más retobao que un estuche
que no se quiere vaciar.
 

Doña Anunciación, más seria que el Ñacurutú, guiñaba los ojos, perplejos.


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Guele

Ricardo Güiraldes


Cuento


Una vida curiosa. Un milagro. El indio había de manar piedad, como agua las hiedras bíblicas al divino conjuro de Moisés.

La Pampa era entonces un vivo alarido de pelea. Caciques brutos, sedientos de malón, quebraban las variables fronteras. Tribus, razas y agrupaciones rayaban el desierto, en vagabundas peregrinaciones pro botín.

En esa época, que no es época fija, y por esos lugares vastos, una horda de doscientas lanzas, invicta y resbalosa al combate como anguila a la mano, corría hirsuta de libertad, sin más ley que su cacique, despótica personificación de la destreza y el coraje. Cuadrilla de ladrones, no respetaba señor en ocasión propicia, y sus supercaballos, más ligeros que bolas arrojadizas, eran para la fuga símiles a la nutria herida, que no deja en el agua rastro de sus piruetas evasivas.

Murió el cacique viejo. Su astucia, bravura y lanza no dejaban, empero, el hueco sensible de los grandes guerreros. Ahí estaba el hijo, promesa en cuerpo, pues, niño todavía, sobrepujaba al viejo temido en habilidades y fierezas de bestia pampeana.

Amthrarú (el carancho fantasma) era una constante angustia para quienes tuvieron que hacer con él. Aborrecido, llevando a hombros odios intensos, fue servido según el poder de sus riquezas y adulado por temor a la tenacidad de sus venganzas. Perfecto egoísta y menospreciador de otro poderío que el conquistado a sangre, vivía feliz en desprecio del dolor ajeno.

Así era y por herencia y por educación paterna. Amaba o mataba, según su humor del día.

El 24 de septiembre de no sé qué año viejo. El cacique, frescamente investido, convocó a sus capitanejos a un certamen. Quería practicar sus impulsos de tigre, y cuando los indios, en círculo, esperaban la palabra de algún viejo consejero o adivino, el mismo Amthrarú salió al medio.


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De Mala Bebida

Ricardo Güiraldes


Cuento


Santos era cochero en una estancia distante dos leguas de la nuestra.

Bajo y grueso, sus cincuenta y seis años de vida bondadosa y tranquila no acusaban más de cuarenta.

Contaba en su existencia con un episodio que tal vez marcara en ella la única página intensa, y le oí contar más de cien veces aquel momento trágico, que narraba a la menor insinuación, con siempre el mismo terror latente.

Servía entonces a don Venancio Gómez, individuo cruel y bruto, que repartía su tiempo entre orgías violentas en Buenos Aires y cortas visitas a su estancia, a donde sólo venía de tiempo en tiempo con objeto de apretar ciertas clavijas para mayor rendimiento.

Fue un día a buscarlo al pueblo.

El telegrama decía: “Llego mañana 11 a. m.” ¡Buena hora había elegido para el tiempo de calor que venía manteniéndose desde varios días!

Subió al coche, sin contestar los saludos obsequiosos de Santos, y comenzaron las preguntas acerca de la administración.

A cada cosa desaprobada por don Venancio seguía un rosario de injurias, que su interlocutor trataba de eludir alegando su impotencia de simple peón.

Decididamente, el señor debía estar tomao.

Siguieron el camino, que serpenteaba sumiso como un lazo tirado a descuido.

Tras la volanta, un compacto pelotón de polvo oscilaba.

El patrón dormitaba ahora al vaivén de los barquinazos. No irían por mitad de viaje cuando se incorporó en el interior del coche, ceceando pesadamente.

— Tengo ganas de matar un hombre.

— ¡Jesús! —aulló bufonamente Santos, tomando la cosa a broma. ¡Si no hay más que hacienda por el camino!

— De no encontrar otro —prosiguió don Venancio—, has de ser vos el pavo e la boda.

Lo cual diciendo, sacó del cinto un revólver que descansó sobre las rodillas.


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Al Rescoldo

Ricardo Güiraldes


Cuento


Hartas de silencio, morían las brasas aterciopelándose de ceniza. El candil tiraba su llama loca ennegreciendo el muro. Y la última llama del fogón lengüeteaba en torno a la pava sumida en morrongueo soñoliento.

Semejantes, mis noches se seguían, y me dejaba andar a esa pereza general, pensando o no pensando, mientras vagamente oía el silbido ronco de la pava, la sedosidad de algún bordoneo o el murmullo vago de voces pensativas que me arrullaban como un arrorró.

En la mesa, una eterna partida de tute dio su fin. Todos volvían, preparándose a tomar los últimos cimarrones del día y atardarse en una conversación lenta.

Silverio, un hombrón de diez y nueve años, acercó un banco al mío.

Familiarmente dejó caer su puño sobre mi muslo.

—¡Chupe y no se duerma!

Tomé el mate que otro me ofrecía, sin que lo hubiera visto, distraído.

Silverio reía con su risa franca. Una explosión de dientes blancos en el semblante virilmente tostado de aire.

Dirigió sus pullas a otro.

—Don Segundo, se le van a pegar los dedos, venga a contar un cuento... atraque un banco.

El enorme moreno se empacaba en un bordoneo demasiado difícil para sus manos callosas. Su pequeño sombrero, requintado, le hacía parecer más grande.

Dejó en un rincón el instrumento, plagado de golpes y uñazos, con sus cuerdas anudadas como miembros viejos.

—Arrímese —dijo uno, dándole lugar—, que aquí no hay duendes.

Hacía alusión a las supersticiones del viejo paisano. Supersticiones conocidas de todos y que completaban su silueta característica.

—De duendes —dijo— les voy a contar un cuento. Y recogió el chiripá, sobre las rodillas para que no rozara el suelo.

Un cuento es para alguien pretexto de hermosas frases estudio, para otros; para aquéllos, un medio de conciliar el sueño.


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Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Máscaras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Nos paseábamos hacía rato, secándonos del zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.

El sol ardía al través de la irritante ordinariez de los trajes de baño.

—Verdad —decía Carlos—, tendría razón el refrán si dijera: «el hábito hace al monje». ¡Qué pudor ni que ocho cuartos, aquí hay coquetería y una anca se luce como un collar en un baile! Pero ahí viene Alejandro y le vamos a hacer contar aventuras extraordinarias.

Saludos. Carlos hace alusiones al ambiente singularmente afrodisiaco del lugar; Alejandro sonríe de arriba y toca con los ojos indiscretos los retazos de formas mujeriles que se acusan en la negra adherencia de los trapos mojados.

Nos mira con pupilas crispadas de visiones libidinosas y arguye convencido:

—Se vive en un tarro de mostaza. El sueño es una incubación de energías, el aire matinal un «pick me up» y este espectáculo diario es tan extraordinario para la «taparrabería» de nuestra vida cotidiana, que uno anda vago de mil promesas incumplidas, como las pensionistas de convento privadas del mundo ansiado que les desfila en desafío bajo las narices.

Por suerte, hay una que otra rabona posible...

—Así que vos, a pesar de tu renombre donjuanesco... ¿se te acabaría la racha?

—¿Racha?... El mío es un oficio como cualquier otro. Lógico es que algo me resulte.

—Y ¿nada para contarnos?

—¡Algo siempre hay!

—¿De carnaval?... ¿La eterna mascarita?

—¡Sí, la eterna mascarita!...

Y eso es natural en un día anónimo.

—¿Nos contarás tu aventura?

—Si quieren; es bastante curiosa... Vamos a vestirnos y, tomando los copetines, charlaremos.


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Justo José

Ricardo Güiraldes


Cuento


La estancia quedó, obsequiosamente, entregada a la tropa. Eran patrones los jefes. El gauchaje, amontonado en el galpón de los peones, pululaba felinamente entre el soguerío de arreos y recados.

Los caballos se revolcaban en el corral, para borrar la mancha oscura que en sus lomos dejaran las sudaderas; los que no pudieron entrar atorraban en rosario por el monte, y los perros, intimados por aquella toma de posesión, se acercaban temblorosos y gachos, golpeándose los garrones en precipitados colazos.

La misma noche hubo comilona, vino y hembras, que cayeron quién sabe de dónde.

Temprano comenzó a voltearlos el sueño, la borrachera; y toda esa carne maciza se desvencijó sobre las matras, coloreadas de ponchaje. Una conversación rala perduraba en torno al fogón.

Dos mamaos seguían chupando, en fraternal comentario de puñaladas. Sobre las rodillas del hosco sargento, una china cebaba mate, con sumiso ofrecimiento de esclava en celo, mientras unos diez entrerrianos comentaban, en guaraní, las clavadas de dos taberos de lay.

Pero todo hubo de interrumpirse por la entrada brusca del jefe: el general Urquiza. La taba quedó en manos de uno de los jugadores; los borrachos lograron enderezarse, y el sargento, como sorprendido, o tal vez por no voltear la prenda, se levantó como a disgusto.

A la justa increpación del superior, agachó la cabeza refunfuñando.

Entonces Urquiza, pálido el arriador alzado, avanza. El sargento manotea la cintura y su puño arremanga la hoja recta.

Ambos están cerca: Urquiza sabe cómo castigar, pero el bruto tiene el hierro, y al arriador, pausado, dibuja su curva de descenso.

—¡Stá bien!; a apagar las brasas y a dormir.

El gauchaje se ejecuta, en silencio, con una interrogación increíble en sus cabezas de valientes. ¿Habrá tenido miedo el general?


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Ferroviaria

Ricardo Güiraldes


Cuento


—¡Ahí viene el Zaino! —anunció Alberto desde la puerta del pequeño salón de espera.

Recoger las valijas, salir al andén y ponernos buenamente a contemplar el punto negro, empenachado de humo, que venía hacia nosotros agrandándose, fue obra de un segundo.

Las despedidas se cruzaron.

—Hasta pronto, entonces: que se diviertan por allá, y no olvide, Alberto, le recomiendo mi compañera, por si le hace falta algo..., atiéndamela ¿no?

—Pierda cuidao. Por de pronto, la señora —dijo mi compañero dirigiéndose a la busta y hermosa alemana—, nos hará el honor de comer con nosotros.

—Con mucho gusto.

—Otra vez, entonces, ¡hasta la vuelta!

—Esoés, ¡adiós, adiós!

Y tras los últimos apretones de manos, nos colamos a nuestro coche, sacamos el polvo de los asientos a grandes latigazos de nuestros pañuelos, abrimos la ventanilla, acomodamos las valijas y nos sentamos con satisfacción de conquistadores.

No hubo más voces, ni movimiento en la estación campera, que pronto dejamos en su silencio.

Afuera, la llanura corría, a veces interceptada por algún árbol, demasiado cercano, que aturdía los ojos.

—Supongo —dije a Alberto— que me presentarás la rubia.

Y siguiendo a esta pregunta, hice otras, cuyas contestaciones me fueron satisfactorias.

—Bueno, vamos al comedor, que nos estará esperando.

Sola y halagada por muchos ojos, nuestra flamante amiga aguardaba sonriente. Los manteles se cargaron de vinagreras, platos, cubiertos, y, poco a poco, los viajeros llegaban con andar inseguro, buscando en torno las caras menos desagradables para hacerlas sus compañeras de comida.


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El Juicio de Dios

Ricardo Güiraldes


Cuento


(Cuadro de costumbres)

Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba divinamente.

Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.

De pronto, algo así como un crujido de botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.

Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su voluntad.

Quejidos subían de la tierra, y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.

Así se hizo.

Reunidos, habló Jehová.

—¡Oíd!... un rumor de descontento sube de la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al fin gozar de la nuestra.

¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los hombres, la nada en sus pechos!

¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!

Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vestimentas.


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Don Juan Manuel

Ricardo Güiraldes


Cuento


Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.

Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor con grandes preparativos de fiesta.

Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer. La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.

Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.

Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueba al viento sin que su fisonomía exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más presentes los movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía mareadora.

Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y desconocida.

—Buenos días.

—Buenos días.

Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente aperado de plata tintiniante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya lustroso de colorao sangre e toro.

El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.

Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.

—Yo he sido amigo e su padre. Compañero 'e política también.

Y prosiguió afable:

—¿Va a lo de Z...? Es mi camino, y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.

—Es un honor que usted me hace.

El peón venía a distancia, respetuosamente. Nicanor le ordenó se adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado interesados en sus diálogos para pensar en el camino.


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