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autor: Ricardo Palma etiqueta: Cuento


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El Fraile y la Monja del Callao

Ricardo Palma


Cuento


Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la historia y la literatura cometí cuando muchacho.

Contaba dieciocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír, entre los aplausos de un público bonachón, los destemplados gritos: ¡el autor! ¡el autor! A esa edad todo el monte antojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas, mal zurcidas, y una docena de articulejos, peor hilvanados, había puesto una pica en Flandes u otra en Jerez. Maldito si ni por el forro consultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejos pergaminos son criadero de polilla. Casi, casi me habría atrevido a dar quince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yo entonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar de bellota, ponen al Quijote por las patas de los caballos, llamándolo libro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? Porque sí. Este porque sí será una razón de pie de banco, una razón de incuestionable y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todos los hombres a falta de razón.

Como la ignorancia es atrevida, echéme a escribir para el teatro: y así Dios me perdone si cada uno de mis engendros dramáticos no fué puñalada de pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo, hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que, por esos tiempos, no era yo el único malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura. Consuela ver que no es todo el sayal alforjas.


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 354 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Conversión de un Libertino

Ricardo Palma


Cuento


Un faldellín he de hacerme
de bayeta de temblor,
con un letrero que diga:
¡misericordia, Señor!

(Copla popular en 1746).

En el convento de la Merced existe un cuadro representando un hombre a caballo (que no es San Pedro Nolasco, sino un criollo del Perú), dentro de la iglesia y rodeado de la comunidad. Como esto no pudo pintarse a humo de pajas, sino para conmemorar algún suceso, dime a averiguarlo, y he aquí la tradición que sobre el particular me ha referido un religioso.

I

Don Juan de Andueza era todo lo que hay que ser de tarambana y mozo tigre. Para esto de chamuscar casadas y encender doncellas no tenía coteja.

Gran devoto de San Rorro, patrón de holgazanes y borrachos, vivía, como dicen los franceses, au jour le jour, y tanto se le daba de lo de arriba como de lo de abajo. Mientras encontrara sobre la tierra mozas, vino, naipes, pendencias y francachelas, no había que esperar reforma en su conducta.

Para gallo sin traba, todo terreno es cancha.

El 28 de octubre de 1746 hallábase en una taberna del Callao, reunido con otros como él y media docena de hembras de la cuerda, gente toda de no inspirar codicia ni al demonio. El copeo era en regla, y al son de una guitarra con romadizo, una de las mozuelas bailaba con su respectivo galán una desenfrenada sajuriana o cueca, como hoy decimos, haciendo contorsiones de cintura, que envidiaría una culebra, para levantar del suelo, con la boca y sin auxilio de las manos, un cacharro de aguardiente. A la vez, y llevando el compás con palmadas, cantaban los circunstantes:

Levántamelo, María;
levántamelo, José;
si tú no me lo levantas
yo me lo levantaré.
¡Qué se quema el sango!
¡No se quemará,
pues vendrán las olas
y lo apagarán!


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Dominio público
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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Lucas el Sacrílego

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del vigésimonono virrey del perú

I

El que hubiera pasado por la plazuela de San Agustín a la hora de las once de la noche del 22 de octubre de 1743, habría visto un bulto sobre la cornisa de la fachada del templo, esforzándose a penetrar en él por una estrecha claraboya. Grandes pruebas de agilidad y equilibrio tuvo sin duda que realizar el escalador hasta encaramarse sobre la cornisa, y el cristiano que lo hubiese contemplado habría tenido que santiguarse tomándolo por el enemigo malo o por duende cuando menos. Y no se olvide que, por aquellos, tiempos, era de pública voz y fama que, en ciertas noches, la plazuela de San Agustín era invadida por una procesión de ánimas del purgatorio con cirio en mano. Yo ni quito ni pongo; pero sospecho que con la república y el gas les hemos metido el resuello a las ánimas benditas, que se están muy mohinas y quietas en el sitio donde a su Divina Majestad plugo ponerlas.

El atrio de la iglesia no tenía por entonces la magnífica verja de hierro que hoy la adorna, y la policía nocturna de la ciudad estaba en abandono tal, que era asaz difícil encontrar una ronda. Los buenos habitantes de Lima se encerraban en casita a las diez de la noche, después de apagar el farol de la puerta, y la población quedaba sumergida en plena tiniebla, con gran contentamiento de gatos y lechuzas, de los devotos de la hacienda ajena y de la gente dada a amorosas empresas.

El avisado lector, que no puede creer en duendes ni en demonios coronados, y que, como es de moda en estos tiempos de civilización, acaso no cree ni en Dios, habrá sospechado que es un ladrón el que se introduce por la claraboya de la iglesia. Piensa mal y acertarás.

En efecto. Nuestro hombre con auxilio de una cuerda se descolgó al templo, y con paso resuelto se dirigió al altar mayor.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 241 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Aceituna, Una

Ricardo Palma


Cuento


Acabo de referir que uno de los tres primeros olivos que se plantaron en el Perú fué reivindicado por un prójimo chileno, sobre el cual recayó por el hurto nada menos que excomunión mayor, recurso terrorífico merced al cual, años más tarde, restituyó la robada estaca, que a orillas del Mapocho u otro río fuera fundadora de un olivar famoso.

Cuando yo oía decir aceituna, una, pensaba que la frase no envolvía malicia o significación, sino que era hija del diccionario de la rima o de algún quídam que anduvo a caza de ecos y consonancias. Pero ahí verán ustedes que la erré de medio a medio, y que si aquella frase como esta otra: aceituna, oro es una, la segunda plata y la tercera mata, son frases que tienen historia y razón de ser.

Siempre se ha dicho por el hombre que cae generalmente en gracia o que es simpático: Este tiene la suerte de las aceitunas, frase de conceptuosa profundidad, pues las aceitunas tienen la virtud de no gustar ni disgustar a medias, sino por entero. Llegar a las aceitunas era también otra locución con que nuestros abuelos expresaban que había uno presentádose a los postres en un convite, o presenciado sólo el final de una fiesta. Aceituna zapatera llamaban a la oleosa que había perdido color y buen sabor y que, por falta de jugo, empieza a encogerse. Así decían por la mujer hermosa a quien los años o los achaques empiezan a desmejorar:—Estás, hija, hecha una aceituna zapatera—. Probablemente los cofrades de San Crispín no podían consumir sino aceitunas de desecho.


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 129 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¡A Nadar, Peces!

Ricardo Palma


Cuento


Posible es que algunos de mis lectores hayan olvidado que el área en que hoy está situada la estación del ferrocarril de Lima al Callao constituyó en días no remotos la iglesia, convento y hospital de las padres juandedianos.

En los tiempos del virrey Avilés, es decir, a principios del siglo, existía en el susodicho convento de San Juan de Dios un lego ya entrado en años, conocido entre el pueblo con el apodo de el padre Carapulcra, mote que le vino por los estragos que en su rostro hiciera la viruela.

Gozaba el padre Carapulcra de la reputación de hombre de agudísimo ingenio, y a él se atribuyen muchos refranes populares y dichos picantes.

Aunque los hermanos hospitalarios tenían hecho voto de pobreza, nuestro lego no era tan calvo que no tuviera enterrados, en un rincón de su celda, cinco mil pesos en onzas de oro.

Era tertulio del convento un mozalbete, de aquellos que usaban arito de oro en la oreja izquierda y lucían pañuelito de seda filipina en el bolsillo de la chaqueta, que hablaban ceceando, y que eran los dompreciso en las jaranas de mediopelo, que chupaban más que esponja y que rasgueaban de lo lindo, haciendo decir maravillas a las cuerdas de la guitarra.

Sus barruntos tuvo éste de que el hermano lego no era tan pobre de solemnidad como las reglas de su instituto lo exigían; y diose tal maña, que el padre Carapulcra llegó a confesarle en confianza que, realmente, tenía algunos maravedíes en lugar seguro.

—Pues ya son míos —dijo para sí el niño Cututeo, que tal era el nombre de guerra con que el mocito había sido solemnemente bautizado entre la gente dechispa, arranque y traquido.

Estas últimas líneas están pidiendo a gritos una explicación. Démosla a vuela pluma.


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3 págs. / 6 minutos / 1.255 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Rey del Monte

Ricardo Palma


Cuento


que, entre otras cosas, trata de cómo la reina de los terranovas perdió honra, cetro y vida

I

Con el cristianismo, que es fraternidad, nos vino desde la civilizada Europa, y como una negación de la doctrina religiosa, la trata de esclavos. Los crueles expedientes de que se valían los traficantes en carne humana para completar en las costas de África el cargamento de sus buques, y la manera bárbara como después eran tratados los infelices negros, no son asuntos para artículos del carácter ligero de mis Tradiciones.

El esclavo que trabajaba en el campo vivía perennemente amagado del látigo y el grillete, y el que lograba la buena suerte de residir en la ciudad tenía también, como otra espada de Damocles, suspendida sobre su cabeza la amenaza de que, al primer renuncio, se abrirían para él las puertas de hierro de un amasijo.

Muchos amos cometían la atrocidad de carimbar o poner marca sobre la piel de los negros, como se práctica actualmente con el ganado vacuno o caballar, hasta que vino de España real cédula prohibiendo la carimba.

En el siglo anterior empezó a ser menos ruda la existencia de los esclavos. Los africanos, que por aquel tiempo se vendían en el Perú a precio más o menos igual al que hoy se paga por la contrata de un colono asiático, merecieron de sus amos la gracia de que, después de cristianados, pudieran, según sus respectivas nacionalidades o tribus, asociarse en cofradías. Aun creemos que vino de España una real cédula sobre el particular.

Andando los años, y con sus ahorrillos y gajes, llegaban muchos esclavos a pagar su carta de libertad; y entonces se consagraban al ejercicio de alguna industria, no siendo pocos los que lograron adquirir una decente fortuna. Precisamente la calle que se llama de Otárola debió su nombre a un acaudalado chala o mozambique, del cual, pues viene a cuento, he de referir una ocurrencia.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 300 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Lechero del Convento

Ricardo Palma


Cuento


Allá, por los años de 1840, era yanacón o arrendatario de unos potreros en la chacra de Inquisidor, vecina a Lima, un andaluz muy burdo, reliquia de los capitulados con Rodil, el cual andaluz mantenía sus obligaciones de familia con el producto de la leche de una docena de vacas, que le proporcionaban renta diaria de tres a cuatro duros.

Todas las mañanas, caballero en guapísimo mulo, dejaba cántaros de leche en el convento de San Francisco, en el Seminario y en el monasterio de Santa Clara, instituciones con las que tenía ajustado formal contrato.

Habiendo una mañana amanecido con fiebre alta, el buen andaluz llamó a su hijo mayor, mozalbete de quince años cumplidos, tan groserote como el padre que lo engendrara, y encomendóle que fuera a la ciudad a hacer la entrega de cántaras, de a ocho azumbres, de leche morisca o sin bautizar.

Llegado a la portería de Santa Clara, donde con la hermana portera estaban de tertulia matinal la sacristana, la confesonariera, la refitolera y un par de monjitas más, informó a aquella de que, por enfermedad de su padre, venía él a llenar el compromiso.

La portera, que de suyo era parlanchina, le preguntó:

— ¿Y tienen ustedes muchas vacas?

— Algunas, madrecita.

— Por supuesto que estarán muy gordas...

— Hay de todo, madrecita; las vacas que joden están muy gordas, pero las que no joden están más flacas que usted, y eso que tenemos un toro que es un grandísimo jodedor.

— ¡Jesús! ¡Jesús! —gritaron, escandalizadas, las inocentes monjitas. Toma los ocho reales de la leche y no vuelvas a venir, sucio, cochino, ¡desvergonzado!, ¡sirverguenza!

De regreso a la chacra, dio, el muy zamarro, cuenta a su padre de la manera como había desempeñado su comisión, refiriéndole, también, lo ocurrido con la portera.


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Dominio público
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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Beber una Copa de Oro

Ricardo Palma


Cuento


El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza de distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.

El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.

En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dió el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:

—Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.

El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:

—¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!

El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los calices de oro destinados para el santo sacrificio.

El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¡A la Cárcel Todo Cristo!

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del virrey inglés

I

Por los años de 1752 recorría las calles de Lima un buhonero o mercachifle, hombre de mediana talla, grueso, de manos y facciones toscas, pelo rubio, color casi alabastrino y que representaba muy poco más de veinte años. Era irlandés, hijo de pobres labradores y, según su biógrafo Lavalle, pasó los primeros años de su vida conduciendo haces de leña para la cocina del castillo da Dungán, residencia de la condesa de Bective, hasta que un su tío, padre jesuíta de un convento de Cádiz, lo llamó a su lado, lo educó medianamente, y viéndolo decidido por el comercio más que por el santo hábito, lo envió a América con una pacotilla.

Ño Ambrosio el inglés, como llamaban las limeñas al mercachifle, convencido de que el comercio de cintas, agujas, blondas, dedales y otras chucherías no le produciría nunca para hacer caldo gordo, resolvió pasar a Chile, donde consiguió por la influencia de un médico irlandés muy relacionado en Santiago, que con el carácter de ingeniero delineador lo empleasen en la construcción de albergues o casitas para abrigo de los correos que, al través de la cordillera, conducían la correspondencia entre Chile y Buenos Aires.

Ocupábase en llenar concienzudamente su compromiso, cuando acaeció una formidable invasión de los araucanos, y para rechazarla organizó el capitán general, entre otras fuerzas, una compañía de voluntarios extranjeros, cuyo mando se acordó a nuestro flamante ingeniero. La campaña le dió honra y provecho; y sucesivamente el rey le confirió los grados de capitán de dragones, teniente coronel, coronel y brigadier; y en 1785, al ascenderlo a mariscal de campo, lo invistió con el carácter de presidente de la Audiencia, gobernador y capitán general del reino de Chile.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Oficiosidad No Agradecida

Ricardo Palma


Cuento


Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza tenía sus ribetes de mozón, que en Lima había un clérigo extremadamente avaro, que usaba sotana, manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía años pedían a grito herido inmediato reemplazo. En arca de avariento, el diablo está de asiento, como reza el refrán.

Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido con decencia, llamole un día y le dijo:

—Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me prestase una barrita de plata.

El clérigo, que aspiraba a canonjía, contestó sin vacilar:

—Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite, está a su disposición.

—Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi mayordomo, irá por ella esta tarde.

Despidiose el avaro contentísimo por haber prestado un servicio al señor Loayza, y viendo en el porvenir, por vía de réditos, la canonjía magistral cuando menos.

Ocho días después volvía Ribera a casa del padre Godoy, llevando un envoltorio bajo el brazo, y le dijo:

—De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.

El envoltorio contenía una sotana de chamalote de seda, un manteo de paño de Segovia, un par de zapatos con hebilla dorada, un alzacuello de crin y un sombrero de piel de vicuña.

El padre Godoy brincó de gusto, vistiose las flamantes prendas, y encaminose al palacio arzobispal a dar las gracias a quien con tanta liberalidad lo aviaba, pues presumía que aquello era un agasajo o angulema del prelado agradecido al préstamo.

Nada tiene que agradecerme, padre Godoy —le dijo el arzobispo—. Véase con mi mayordomo para que le devuelva lo que haya sobrado de la barrita; pues como usted no cuidaba de su traje, sin duda porque no tenía tiempo para pensar en esa frivolidad, yo me he encargado de comprárselo con su propio dinero. Vaya con Dios y con mi bendición.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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