Textos más vistos de Robert E. Howard publicados por Edu Robsy | pág. 6

Mostrando 51 a 60 de 114 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Robert E. Howard editor: Edu Robsy


45678

El Rubí Mandarín

Robert E. Howard


Cuento


Nunca olvidaré la noche en la que luché contra Butch Corrigan en el Peaceful Haven, la sala de boxeo de los muelles de Hong Kong. Butch parecía más un gorila que un ser humano, y se comportaba como tal. Fue una noche dura para un marino, incluso para Dennis Dorgan, el campeón del Python. En el tercer asalto me lanzó tal directo a la mandíbula que caí de cara, hundiendo la nariz totalmente en la lona; intentaba desclavarla cuando me salvó la campana. En el cuarto asalto, me echó la cabeza hacia atrás, tan lejos que pude contarme las pecas de la espalda. En el quinto, me tiró por encima de las cuerdas y uno de sus compañeros me rompió una botella en el cráneo mientras intentaba volver al ring. Fue lo del botellazo lo que me puso de mal humor; Butch estaba muy cerca de mí y hundí en su vientre peludo el puño izquierdo hasta el codo para, acto seguido, golpear como si lo hiciera con un mazo su oreja derecha mientras el pobre hombre intentaba incorporarse. Ya estaba medio noqueado a fuerza de machacarle su mandíbula de acero y aquel último golpe, que prácticamente arrancó desde mi talón derecho, le desmoralizó tanto que se fue al suelo y se olvidó de levantarse. Sus acólitos debieron llevársele, con los pies por delante, y arrojarlo a un abrevadero de caballos para que volviera a la vida.


Información texto

Protegido por copyright
17 págs. / 29 minutos / 32 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Sauce Llorón

Robert E. Howard


Cuento


—Quítate esos guantes para niñas y ponte los de siete onzas —le ordené—. ¡Soy el famoso Mono Costigan, mánager siete no campeones! Quiero ver lo que tienes en las tripas... si es que tienes algo.

Se sacó sus guantes ligeros —guantes para pegarle a un punching-ball— y se puso los reglamentarios de boxeo, mostrando en la tarea muy poco entusiasmo. Sin embargo, tuve la impresión de ver un destello de interés en sus ojos tristes.

Avanzamos uno hacia el otro y adoptó una posición que ya estaba pasada de moda cuando John L. Sullivan lloriqueaba en la cuna. Le hice una finta al cuerpo y me irritó largándome un torpe zurdazo que me rebotó en el mentón. Le lancé un golpe corto a la nariz y una expresión lúgubre apareció en su rostro y le empezaron a correr las lágrimas por las mejillas.

¡Aquello me pilló completamente desprevenido! Bajé los puños y...

—Tendría que haberte avisado —me dijo Joe Harper, masajeándome la nuca—. ¡Ese merluzo es una verdadera fuente! En cuanto cruza los guantes, se pone a llorar.

—Bueno, de acuerdo —dije aturdido—. ¿Y qué fue aquel temblor de tierra?

—Bajaste la guardia cuando empezó a llorar —me explicó Joe pacientemente— y te pegó con un directo en el mentón y otros dos del mismo calibre mientras caías.

Me levanté algo envarado y contemplé al «llorón», cuyo aspecto era más melancólico que nunca.

—Es más fuerte que yo —declaró—. Siempre lloro cuando boxeo, particularmente si alguien me pega en la nariz. El hecho mismo de golpear a uno de mis semejantes —y todavía más si el golpeado soy yo— me pone triste y melancólico.

—Entonces, ¿por qué boxeas? —quise saber, atónito.

—Me gusta —replicó sin más.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 73 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Tacón de Plata

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

Steve Harrison enterró las manos en lo más profundo de los bolsillos de su abrigo, y maldijo la profesión que le obligaba a vagar por calles desiertas a aquellas horas intempestivas. Una tenue neblina se alzaba del río, el cual, desde aquel lugar, no resultaba visible. River Street parecía del todo desierta, con la excepción de la solitaria figura de un hombre que paseaba a media manzana por delante de él. Durante tres bloques, Harrison no había visto a ninguna otra persona, excepto a aquel paseante que caminaba delante, con el cuello del abrigo subido para protegerle de la intemperie, y las manos metidas en los bolsillos.

Harrison consultó su reloj bajo la luz que caía sobre su hombro, proyectada por una farola.

—Las doce en punto, casi al segundo —musitó para sí—. Si ese aviso era una treta…

—¡Socorro! ¡Socorro! Ahhh… —se trataba de un grito de terror y agonía que provenía de algún lugar de la calle, y que se interrumpió con un espantoso gorgoteo.

Antes de que el sonido se apagara, Harrison corrió calle arriba, moviéndose con una velocidad sorprendente para alguien de su tamaño. El hombre que había delante de él, en la acera, se había sobresaltado al escuchar el grito, y ahora, tras un instante de aparente indecisión, siguió al detective calle arriba.

El grito había venido de detrás de una alta valla de madera que, según sabía Harrison, cerraba la entrada de un largo callejón en desuso. Sin perder tiempo en escalar la valla, empleó su robusto hombro como si fuera un ariete contra las tablas podridas, que se rompieron por el impacto. Pasó a través de ellas, sin frenar casi su embestida animal.


Información texto

Protegido por copyright
51 págs. / 1 hora, 29 minutos / 29 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Túmulo en el Promontorio

Robert E. Howard


Cuento



Y al instante siguiente aquel gran loco pelirrojo me sacudía como un perro a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», gritaba. Por todos los santos que es horrible oír gritar a un loco en un lugar solitario a medianoche, aullando el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

La historia del pescador de altura
 

Este es el túmulo que busca —dije, posando precavidamente mi mano sobre una de las ásperas piedras que componían el montículo extrañamente simétrico.

Un ávido interés ardía en los oscuros ojos de Ortali. Su mirada barrió el paisaje y volvió para descansar en la gran pila de enormes peñascos desgastados por la intemperie.

—¡Qué lugar más extraño, salvaje y desolado! —dijo—. ¿Quién habría pensando en hallar un sitio así excepto en esta comarca? ¡Salvo por el humo que se alza a lo lejos, apenas osaría uno soñar que una gran ciudad se encuentra más allá de ese promontorio! Aquí a duras penas si se divisa la choza de un pescador.

—La gente rehúye el túmulo como lo ha hecho durante siglos —repliqué.

—¿Por qué?

—Ya me lo ha preguntado antes —contesté con impaciencia—. Sólo puedo responder que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaban por sabiduría.

—¡Sabiduría! —rió despectivamente—. ¡Superstición!

Le contemplé sombríamente con un odio sin disimular. Dos hombres a duras penas podrían haber sido de dos tipos más opuestos. Él era delgado, seguro de sí mismo, inequívocamente latino con sus ojos oscuros y su aspecto sofisticado. Yo soy pesado, torpe y de aspecto ursino, con fríos ojos azules y revuelta cabellera rojiza. Éramos paisanos porque habíamos nacido en la misma tierra, pero los hogares de nuestros antepasados estaban tan alejados como el sur del norte.


Información texto

Protegido por copyright
25 págs. / 44 minutos / 111 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Valle del Gusano

Robert E. Howard


Cuento


Os hablaré de Niord y el Gusano. Habéis oído la historia bajo muchas formas distintas antes. En ellas, el héroe se llamaba Tyr, o Perseo, o Sigfrido, o Beowulf, o San Jorge. Pero fue Niord quien se encontró con la abominable cosa demoníaca que salió arrastrándose repugnantemente del infierno, y de cuyo encuentro surgió el ciclo de relatos heroicos que ha ido girando por todas las eras hasta que la misma esencia de la verdad se ha perdido y ha pasado al limbo de las leyendas olvidadas. Sé de lo que hablo, pues yo fui Niord.

Mientras yazgo esperando la muerte, que se arrastra lentamente sobre mí como una babosa ciega, mis sueños se llenan con visiones deslumbrantes y con la pompa de la gloria. No es con la vida gris y afligida por las enfermedades de James Allison con lo que sueño, sino con todas las figuras resplandecientes de espléndida nobleza que le han precedido, y con las que le sucederán; pues he atisbado débilmente, no sólo las figuras que han dejado su rastro antes, sino también las figuras que vendrán después, como un hombre en un largo desfile atisba, en la lejanía, la hilera de figuras que le preceden doblando una remota colina, recortándose como una sombra contra el cielo. Yo soy uno de ellos y todo el despliegue de figuras, formas y máscaras que han sido, que son, y que serán las manifestaciones visibles de ese espíritu elusivo, intangible, pero vitalmente existente, está ahora desfilando ante el fugaz y temporal nombre de James Allison.


Información texto

Protegido por copyright
28 págs. / 50 minutos / 79 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas del Mar del Norte

Robert E. Howard


Cuento


I

—¡Salud!

Las vigas manchadas de hollín se estremecieron con aquel profundo bramido. Copas de asta brindaban y las empuñaduras de las espadas golpeaban la mesa de roble. Había dagas clavadas en los numerosos trozos de carne y, bajo los pies de los comensales, perros lobo peludos y demacrados se peleaban por los restos.

A la cabecera de la mesa se sentaba Rognor el Rojo, azote de los Mares Estrechos. El ciclópeo vikingo se mesó pensativamente la barba bermeja, mientras paseaba sus grandes y arrogantes ojos por la sala, abarcando la escena que le era familiar: cientos de guerreros festejaban, servidos por mujeres de cabello amarillo y mirada atrevida y por esclavos temblorosos; tesoros de las tierras del Sur circulaban profusa y descuidadamente: raros tapices y brocados, balas de seda y especias, mesas y bancos de fina caoba, curiosas armas engastadas y delicadas obras de arte competían con trofeos de caza, cuernos y cabezas de animales del bosque. Así proclamaban los vikingos su dominio sobre hombres y bestias.

Las naciones del Norte estaban ebrias de victoria y conquista. Roma había caído; francos, godos, vándalos y sajones habían saqueado las más bellas posesiones del mundo. Y ahora estas razas defendían a duras penas sus trofeos, frente a los pueblos aún más salvajes y feroces que se arrojaban sobre ellas desde las nieblas azuladas del Norte. Los francos, ya asentados en la Galia y con signos visibles de latinización, se encontraban con las grandes y estilizadas galeras de los noruegos guerreando en sus ríos; los godos, más al Sur, sentían el peso de la reciente furia de sus allegados; y los sajones, empujando a los britanos al oeste, se veían asediados por un enemigo aún más fiero desde la retaguardia.

Al este, al oeste y al sur, hasta los confines del mundo, llegaban los grandes barcos vikingos coronados por cabezas de dragón.


Información texto

Protegido por copyright
32 págs. / 56 minutos / 56 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas por Francia

Robert E. Howard


Cuento


1. Donde tengo un asunto con dos hombres enmascarados

—¿Qué haces con una espada, chico? ¡Ah, por San Denis, es una mujer! ¡Una mujer con espada y casco!

El alto rufián, de negras patillas, se detuvo, con la mano en la empuñadura de la espada, y me miró con la boca abierta, estupefacto.

Sostuve su mirada sin inconveniente. Una mujer, sí, y en un lugar apartado, un claro en un bosque poblado por las sombras, lejos de cualquier reducto humano. Pero yo no llevaba la cota de malla, las calzas y las botas españolas para realzar mi silueta…, y el casco que me envolvía los rojos cabellos y la espada que colgaba junto a mi cintura no eran, ni mucho menos, simples adornos.

Estudié al rufián que el azar me había hecho encontrar en el corazón del bosque. Era bastante alto, con la cara marcada por las cicatrices, con mal aspecto; su casco estaba guarnecido con oro y bajo su capa brillaba una armadura y unas espalderas. La capa era una prenda notable, de terciopelo de Chipre, hábilmente bordada con hilo de oro. Aparentemente, su propietario había dormido bajo un árbol majestuoso, muy cerca de nosotros. Un caballo esperaba a su lado, atado a una rama, con una rica silla de cuero rojo e incrustaciones doradas. Al ver al hombre, suspiré, pues había caminado desde el alba y mis pies, con las pesadas botas que calzaba, me hacían sufrir cruelmente.

—¡Una mujer! —repitió el rufián lleno de sorpresa—. ¡Y vestida como un hombre! Quítate esa capa desgarrada, muchacha, ¡tengo una que va mejor a tus formas! ¡Por Dios, eres una fregona alta y delgada, y muy bella! ¡Vamos, quítate la capa!

—¡Basta, perro! —le amonesté con rudeza—. No soy una dulce prostituta destinada a distraerte.

—Entonces, ¿quién eres?

—Agnès de La Fère —le contesté—. Si no fueras extranjero, me conocerías.

Sacudió la cabeza.


Información texto

Protegido por copyright
29 págs. / 50 minutos / 42 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas Rojas de la Negra Cathay

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1


Las trompetas se apagan en el paso estruendoso,
Y las lanzas se perlan de niebla gris;
Tras brillar se extinguen estandartes gloriosos
En el polvo de los años y su devenir.
Son heraldos de un orgullo que el silencio acalla
Y el espectro de un Imperio que murió
Mas un canto aún persiste en las antiguas montañas
Como el aroma de una marchita flor.
¡Cabalga pues con nosotros, por caminos sin hollar
Hasta el alba de unos días que ya no hay,
En que blandimos nuestro acero por un pendón singular…!

Por la Flor de la Negra Cathay
 

La canción de las espadas era un clamor sepulcral en la cabeza de Godric de Villehard. Sangre y sudor velaban sus ojos y en un instante de ceguera sintió una afilada punta penetrar entre una juntura de su cota y aguijonear profundamente entre sus costillas. Golpeando a ciegas, sintió el áspero impacto que significaba que su espada había hecho blanco y le concedía un instante de gracia, se echó hacia atrás el visor y se secó la rojez de sus ojos. Solo pudo echar un simple vistazo: en esa mirada tuvo una fugaz vislumbre de las enormes y oscuras montañas salvajes; de un grupo de guerreros protegidos con cotas de mallas, rodeados por una aullante horda de lobos humanos; y en el centro de ese grupo, una delgada forma vestida de seda, permaneciendo en pie entre un caballo caído y su derribado jinete. Entonces las lobunas figuras surgieron por todas partes, arrasando como enloquecidos.

—¡Por Cristo y la Cruz!


Información texto

Protegido por copyright
37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 34 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Haciendo de Santa Claus

Robert E. Howard


Cuento


Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Así que, cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro, obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo. Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son— a dispersarse lloriqueando.

Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.

Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré resignado. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:

—Amigo mío, parece que le gustan los niños.

Pensando que era alguien que se burlaba de mí por haberle dado la última moneda a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la vuelta, encogí el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.

—Sí, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.

—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que había hablado y que, por fin, podía examinar detenidamente.

Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un traje negro y lustroso cuya chaqueta tenía largos faldones; su cabeza estaba rematada con un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro serio y daba la impresión de no haber sonreído en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.


Información texto

Protegido por copyright
21 págs. / 38 minutos / 39 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Halcones de Ultramar

Robert E. Howard


Cuentos


1. Vuelve un hombre


Blanco y quedo serpentea el camino,
marcado con huesos de hombres yacientes.
¡Tanta apostura y poder han caído
para enlosar la calzada hasta Oriente!
La gloria de un millar de guerras libradas,
Los corazones de un millón de amantes formaron,
El polvo de la ruta a tierras lejanas.

Vansittart
 

—¡Alto! —el barbado centinela balanceó su lanza, gruñendo como un mastín rabioso. Más le valla a uno ser prudente en la ruta que conduce a Antioquía. Las estrellas relucían rojas a través de la densa noche y su fulgor no era suficiente para que el guardia distinguiera con nitidez qué clase de hombre se erguía ante él con un porte tan gigantesco.

Un guantelete de hierro se cerró bruscamente sobre la cota de mallas del hombro del soldado, paralizando todo su brazo. Bajo aquel yelmo, el centinela vislumbró el destello de unos ojos azules y feroces que parecían arder incluso en la oscuridad.

—¡Que los santos nos asistan! —exclamó aterrado—. ¡Cormac FitzGeoffrey! ¡Atrás! ¡Vuelve al averno como un buen caballero! O te juro que…

—¡A mí no me jures! —gruñó el caballero—. ¿Qué es toda esa cháchara?

—¿No eres pues un espíritu incorpóreo? —boqueó el soldado—, ¿Acaso no te mataron los corsarios moros durante tu travesía de vuelta a casa?

—¡Por todos los dioses malditos! —gruñó FitzGeoffrey—. ¿Acaso esta mano te parece de humo? —y hundió sus dedos enguantados de hierro en el brazo del soldado, sonriendo como un lobo cuando este lanzo un quejido—, ¡Basta de estupideces! Dime quién hay en esa taberna.

—Tan solo mi señor, Sir Rupert de Vaile, señor de Rúen.

—Me vale —gruñó el otro—. Es uno de los pocos hombres que puedo contar entre mis amigos, ya sea en Oriente como en cualquier otro lugar.


Información texto

Protegido por copyright
39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 55 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2018 por Edu Robsy.

45678