Textos más vistos de Robert E. Howard publicados por Edu Robsy no disponibles | pág. 12

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Santuario de Buitres

Robert E. Howard


Cuento


Un viento errante levantaba pequeños remolinos de polvo allí donde el camino a California se confundía, durante unos pocos cientos de yardas, con la calle principal de ciudad Capitán. Unos cuantos perros mestizos descansaban a la sombra de los edificios de frente porticado; los caballos atados a los bebederos pateaban y espantaban las moscas; un niño holgazaneaba en una de las maltrechas aceras de tablones… A excepción de estos signos de vida, ciudad Capitán podría haber sido un pueblo fantasma, abandonado al sol y al viento del desierto.

Un carruaje cubierto crujía lentamente desde el este a lo largo de la polvorienta carretera. Los caballos, flacos y viejos, se inclinaban hacia adelante con cada una de sus renqueantes zancadas. La muchacha en el pescante llevóse una mano a la frente para protegerse del sol y habló con el anciano sentado junto a ella.

—Padre, estamos entrando en un pueblo.

El interpelado asintió con la cabeza y dijo:

—Es Capitán. No perderemos mucho tiempo aquí. Es un mal lugar; he oído hablar de él desde que cruzamos el Pecos. No impera ninguna ley aquí. Es un refugio de fugitivos y renegados. Sin embargo, deberemos detenernos el tiempo suficiente para comprar tocino y café.

Su voz vieja y cascada animó a los esforzados jamelgos; el polvo incrustado tras el larguísimo camino se desprendía del bastidor de la carreta, conforme esta se internaba rechinando en ciudad Capitán.

Cociéndose bajo un frente de incandescentes ondas caloríficas emanado por un sol implacable se alzaba Capitán. Dormitando entre los llanos páramos al sur y los desnudos Guadalupes se hallaba aquel pueblucho: hogar de fugitivos de toda ralea; mas no su santuario final, no el último y definitivo refugio para los desesperados y los condenados.


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25 págs. / 45 minutos / 38 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Tigres del Mar

Robert E. Howard


Cuento


I

—¡Tigres del Mar! ¡Hombres con corazón de lobo y ojos de fuego y acero! ¡Criadores de cuervos cuya única dicha reside en matar y en ser matados! ¡Gigantes a los que la canción de muerte de una espada les parece más dulce que la canción de amor de una muchacha!

Los ojos cansados del Rey Gerinth estaban ensombrecidos.

—Esto no es nuevo para mí. Durante años estos hombres han atacado a mi gente como una jauría de lobos hambrientos.

—Leed los relatos de César —contestó su consejero Donal mientras levantaba una copa de vino y bebía largamente de ella—. ¿No hemos visto en tales crónicas cómo César enfrentó al lobo contra el lobo? De esa forma conquistó a nuestros antepasados, que en su día fueron lobos también.

—Y ahora parecen más bien corderos —murmuró el Rey, revelando una oculta amargura en su voz—. Durante los años de paz con Roma, nuestra gente olvidó las artes de la guerra. Ahora Roma ha caído y nosotros luchamos por nuestras propias vidas, cuando no podemos ni siquiera proteger las de nuestras mujeres.

Donal dejó la copa y se inclinó sobre la mesa de roble perfectamente tallada.

—¡Lobo contra lobo! —gritó—. Vos mismo dijisteis que no disponíamos de guerreros en las costas para buscar a vuestra hermana, la princesa Helena, aunque supierais dónde encontrarla. Por eso debéis recabar la ayuda de otros hombres, y estos hombres a los que me refiero son superiores en ferocidad y barbarie a los restantes Tigres del Mar, así como estos Tigres son a su vez superiores a nuestros blandos guerreros.

—Pero, ¿servirían a las órdenes de un britano para luchar contra los de su propia sangre? —objetó el Rey—. ¿Y cumplirían su palabra?


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50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 69 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Traición

Robert E. Howard


Cuento


Ace Jessel, un gigante de ébano y campeón del mundo de los pesos pesados, sintió el deseo de volver a ver su villa natal tras años de ausencia, y su mánager, John Taverel, aunque con cierta aprensión, organizo algo así como una gira triunfal para su boxeador.

Así fue como Ace volvió a la pequeña ciudad de la costa, situada muy por debajo de la línea Mason-Dixie donde, en su juventud, trabajó en los campos de algodón y, más tarde, en los muelles antes de empezar a ascender por la escalera de la gloria. Los indolentes pantanos con sus frescas orillas cubiertas de vegetación y sombreadas por los árboles, las marismas oscuras y misteriosas, las vastas extensiones de arenales desolados, con la arena incrustada de sal... aquel paisaje cautivaba el alma primitiva de Ace Jessel y le acogieron como en otros tiempos, intactos pese al paso de los años. Pero la gente sí había cambiado.

Nadie es profeta en su tierra, dice el refrán. Los habitantes de la ciudad natal de Ace Jessel, a causa de su orgullo sureño, ardiente y feroz, y de su conciencia de clase, miraron a Ace como si fuera un recién llegado, un negro que no había sabido permanecer en su sitio. Se resentían por sus victorias sobre boxeadores de raza blanca y tenían la impresión de que aquel hecho repercutiría sobre ellos de alguna manera.

Aquello hirió a Ace, le hirió cruelmente. Encontrarse con una bienvenida reservada y fría, o incluso con franca hostilidad, cuando él esperaba manifestaciones de amistad y comprensión, le afectó y mucho más la actitud condescendiente y afectada que adoptaron los que más temían la opinión pública por mucho que ansiaran intimar con el boxeador más prestigioso del mundo entero. Y Ace descubrió que había perdido cualquier contacto con sus antiguos amigos negros.


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21 págs. / 37 minutos / 41 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Zarpas Negras

Robert E. Howard


Cuento


1

Joel Brill cerró de sopetón el libro que había estado examinando y dio rienda suelta a su desencanto con un lenguaje más apropiado para la cubierta de un barco ballenero que para la biblioteca del exclusivo Corinthian Club. Buckley, que permanecía sentado en un recodo cercano, sonrió con calma. Buckley parecía más un profesor de universidad que un detective, y, si solía deambular con tanta frecuencia por la biblioteca del Corinthian, es posible que no se debiera tanto a su naturaleza erudita como a su deseo de interpretar ese papel.

—Debe de tratarse algo muy inusual lo que te ha sacado de tu madriguera a esta hora del día —señaló—. Es la primera vez que te veo aquí por la tarde. Yo creía que pasabas las tardes recluido en tus aposentos, estudiando mohosos volúmenes en interés de ese museo con el que estás conectado.

—Ordinariamente, así es.

Brill tenía tan poca pinta de científico como Buckley de detective. De complexión robusta, poseía los anchos hombros, la mandíbula y los puños de un boxeador; de cejas bajas, su enmarañado cabello negro contrastaba con sus fríos ojos azules.

—Llevas enfrascado en esos libros desde antes de las seis —afirmó Buckley.

—He estado intentando encontrar algo de información para los directores del museo —repuso Brill—. ¡Mira! —señaló con dedo acusador una pila de gruesos tomos—. Tengo aquí tantos libros que enfermarían hasta a un perro… y ni uno solo de ellos ha sido capaz de decirme la razón de cierto baile ceremonial practicado por cierta tribu de la costa occidental de África.

—La mayoría de los miembros de este lugar han viajado lo suyo —sugirió Buckley—. ¿Por qué no les preguntas?

—Eso pensaba hacer —Brill descolgó el auricular del teléfono.

—Tienes a John Galt… —empezó Buckley.


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21 págs. / 37 minutos / 47 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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