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La Sombra del Buitre

Robert E. Howard


Novela corta


Capítulo 1

—¿Han sido esos perros convenientemente vestidos y cebados?

—Sí, Protector de los Creyentes.

—Pues que los traigan y que se arrastren ante la presencia.

Y fue de aquel modo como los embajadores, pálidos tras los muchos meses de prisión, fueron conducidos ante el trono de Solimán el Magnífico, sultán de Turquía, y el monarca más poderoso en un tiempo de monarcas poderosos. Bajo el gran domo púrpura de la sala real brillaba el trono ante el que temblaba el mundo entero… revestido de oro y con perlas incrustadas. La fortuna en gemas de un emperador adornaba el palio de seda del que colgaba una red de perlas brillantes rematada con un festón de esmeraldas. Aquellas joyas formaban como un halo de gloria por encima de la cabeza de Solimán. Sin embargo, el esplendor del trono palidecía ante la presencia de la centelleante silueta que en él se sentaba, ataviada de pedrerías y con un turbante cuajado de diamantes y rematado con una pluma de garza. Sus nueve visires se encontraban cerca del trono, en actitud humilde. Los soldados de la guardia imperial se alineaban ante el estrado… Solaks con armadura, plumas negras, blancas y escarlatas ondeando por encima de los dorados cascos.


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56 págs. / 1 hora, 39 minutos / 224 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Señor de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


I

La carnicería resultó tan inesperada como una cobra invisible. En un segundo, Steve Harrison caminaba con desenfado por el callejón a oscuras… y, al siguiente, luchaba desesperado por su vida contra una furia rugiente y babeante, que había caído sobre él con garras y colmillos. Aquella cosa era, obviamente, un hombre, aunque, durante los primeros y vertiginosos segundos de la contienda, Harrison incluso llegó a dudar de ello. El estilo de lucha del atacante resultaba apabullantemente cruel y bestial, hasta para Harrison, que estaba acostumbrado a los trucos sucios que se empleaban en los bajos fondos.

El detective sintió cómo las fauces de su asaltante se hundían en su carne y lanzó un alarido de dolor. Pero, además, empuñaba un cuchillo, que desgarró su abrigo y su camisa, haciendo brotar la sangre, y sólo la ciega casualidad, que le hizo cerrar los dedos alrededor de una muñeca nervuda, mantuvo la afilada punta alejada de sus órganos vitales. Estaba tan oscuro como la puerta trasera del Erebus. Harrison percibía a su asaltante tan solo como una mancha negra en la oscuridad que le envolvía. Los músculos que aferraban sus dedos eran tirantes y acerados como cuerdas de piano, y había una terrorífica robustez en el cuerpo que se enfrentaba al suyo, que llenó de pánico a Harrison. Rara vez el gran detective había encontrado a un hombre que se le pudiera igualar en fuerza; pero este ciudadano de la oscuridad no solo era tan fuerte como él, sino que era mucho más ágil… más veloz y más salvaje de lo que jamás podría ser un hombre civilizado.


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44 págs. / 1 hora, 17 minutos / 352 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Fuego de Asurbanipal

Robert E. Howard


Cuento


Yar Ali entornó los ojos lentamente mirando al extremo del cañón azulado de su Lee-Enfield, invocó devotamente a Alá y envió una bala a través del cerebro de un veloz jinete.

—¡Allaho akbar!

El enorme afgano gritó con júbilo, agitando su arma sobre la cabeza.

—¡Dios es grande! ¡Por Alá, sahib, he enviado a otro de esos perros al Infierno!

Su acompañante echó un vistazo cautelosamente sobre el borde de la trinchera de arena que habían excavado con sus propias manos. Era un americano fibroso, de nombre Steve Clarney.

—Buen trabajo, viejo potro —dijo esta persona—. Quedan cuatro. Mira, se están retirando.

En efecto, los jinetes de túnicas blancas se alejaban, agrupándose más allá del alcance de un disparo de rifle, como si celebraran un consejo. Eran siete cuando se habían lanzado sobre los dos camaradas, pero el fuego de los rifles de la trinchera había tenido consecuencias mortíferas.

—¡Mira, sahib, abandonan la refriega!

Yar Ali se irguió valientemente y lanzó provocaciones a los jinetes que se marchaban, uno de los cuales se volvió y envió una bala que levantó la arena un metro por delante de la zanja.

—Disparan como los hijos de una perra —dijo Yar Ali con complacida autoestima—. Por Alá, ¿has visto a ese bandido caerse de la silla cuando mi plomo alcanzó su destino? Arriba, sahib, ¡vamos a perseguirlos y acabar con ellos!

Sin prestar atención a la descabellada propuesta —pues sabía que era uno de los gestos que la naturaleza afgana exige continuamente— Steve se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y, mirando en dirección a los jinetes, convertidos ahora en manchas blancas en el remoto desierto, dijo con tono pensativo:

—Esos tipos cabalgan como si tuvieran algún objetivo definido en mente, no como corren los hombres que huyen de la derrota.


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30 págs. / 53 minutos / 195 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

No Me Cavéis una Tumba

Robert E. Howard


Cuento


El estruendo de mi anticuado aldabón, reverberando tétricamente por toda la casa, me despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Miré por la ventana. Bajo la última luz de la luna, el rostro blanquecino de mi amigo John Conrad me miraba.

—¿Puedo subir, Kirowan? —su voz era temblorosa y tensa.

—¡Por supuesto!

Salté de la cama y me puse un batín mientras le oía entrar por la puerta principal y subir las escaleras.

Un momento después lo tenía delante de mí, y bajo la luz que había encendido vi que sus manos temblaban y noté la palidez antinatural de su cara.

—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo bruscamente.

—¿Sí? No tenía idea de que estuviera enfermo.

—Ha sido un ataque repentino y virulento de naturaleza singular, una especie de acceso en cierto modo parecido a la epilepsia. Los últimos años había sufrido este tipo de crisis, ¿sabes?

Asentí. Algo sabía del viejo ermitaño que había vivido en la gran casa oscura en lo alto de la colina; de hecho, había sido testigo de uno de sus extraños ataques, y me horrorizaron las convulsiones, los aullidos y los gimoteos del desdichado, que se retorcía sobre el suelo como una serpiente herida, mascullando terribles maldiciones y negras blasfemias hasta que su voz se quebró en un chillido sin palabras que regó sus labios de espuma. Al ver esto, comprendí por qué la gente de épocas antiguas consideraba a semejantes víctimas como hombres poseídos por demonios.


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16 págs. / 29 minutos / 137 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Hombres de las Sombras

Robert E. Howard


Cuento


Del sombrío amanecer rojizo de la Creación,
de las nieblas del Tiempo sin tiempo,
llegamos nosotros, la primera gran nación,
la primera en iniciar el ascenso.

Salvajes, sin maestros, ignorantes,
buscando a tientas a través de la noche primitiva,
y con todo aferrando débilmente el resplandor,
el atisbo de la Luz venidera.

Viajando por tierras vírgenes,
navegando en mares desconocidos;
encerrados en el laberinto de los misterios del mundo,
echando nuestros mojones de piedra.

Asiendo vagamente la gloria,
mirando más allá de nuestro entendimiento;
mudamente la historia de las eras
erigiéndose en llanuras y pantanos.

Ved cómo arde imperecedero el Fuego Perdido.
Hechos estamos del moho de los eones.
Las naciones han hollado nuestros hombros,
pisoteándonos en el polvo.

Somos la primera de las razas,
uniendo lo Viejo y lo Nuevo...
Mirad, donde los espacios del mar nebuloso
se mezclan con el azul del océano.

Así nos hemos mezclado con las eras,
y el viento del mundo remueve nuestras cenizas.
Nos hemos desvanecido de las páginas del Tiempo.
¿Nuestro recuerdo? Viento en los abetos.

Stonehenge, de gloria largamente perdida,
sombría y solitaria en la noche,
murmura la historia vieja de eras,
de cómo alumbramos la primera de las Luces.

Hablad, vientos nocturnos, de la creación del hombre,
susurrad sobre barrancos y pantanos,
la historia de la primera gran nación,
los últimos hombres de la Edad de Piedra.

La espada se enfrentó a la espada, chocando y resbalando.

—A-a-ailla! A-a-ailla! —subió un creciente clamor que surgía de cien gargantas salvajes.


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26 págs. / 46 minutos / 129 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Jardín del Miedo

Robert E. Howard


Cuento


Antaño fui Hunwulf, el Vagabundo. No puedo explicar cómo conozco ese hecho por ningún medio oculto o esotérico, y tampoco lo intentaré. Un hombre recuerda su vida pasada; yo recuerdo mis vidas pasadas. Igual que un individuo normal recuerda las formas que adoptó en la infancia, la mocedad o la edad adulta, yo también recuerdo las formas que ha adoptado James Allison en eras olvidadas. Por qué me pertenece este recuerdo es algo que no puedo explicar, igual que no puedo explicar otra miríada de fenómenos de la naturaleza que diariamente se desarrollan ante mí y ante cualquier otro ser humano. Pero mientras yazgo esperando que la muerte me libere de mi larga enfermedad, veo con visión clara y segura el grandioso panorama de las vidas que ocupan el sendero detrás de mí. Veo los hombres que he sido, y veo las bestias que he sido.


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19 págs. / 34 minutos / 113 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Dagon Manor

Robert E. Howard


Cuento


Cuando yazca moribundo en mi lecho postrero, recordaré mi primera visión de Dagon Manor, la mansión maldita. Un frío cielo gris se cernía sobre ella, en medio de su emplazamiento, en la apartada extensión de los pantanos. Más allá de su solitaria oscuridad, se vislumbraba la sombría masa carmesí del sol, ocultándose tras las montañas.

Las marismas, de un color apagado y melancólico, nos rodeaban por doquier, y las malas hierbas se agitaban bajo el frío viento. Hasta donde podíamos ver, no había ningún otro signo de vida humana en los alrededores… tan solo aquella casa sombría, sin iluminar, que se alzaba enhiesta frente a la fría soledad.

El hermano de mi amigo Conrad se estremeció involuntariamente.

—¡Menudo lugar más desolado! ¿Por qué diablos elegiría este hombre un lugar tan insano para vivir?

Me encogí de hombros.

—A estas alturas ya deberías conocer mejor a Taverel, Conrad. Siempre ha sido un alma morosa, taciturna; siempre ha tenido algo de recluso, algo de misántropo y algo de místico. Este lugar tan triste y solitario es justo lo que más le complace, teniendo en cuenta que la herencia de su tío le ha facilitado el poder llevar a cabo sus mayores excentricidades. ¡Mira!

Una luz acababa de encenderse en la silenciosa casa.

—Vayamos dentro.


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25 págs. / 45 minutos / 81 visitas.

Publicado el 4 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Sombra de la Bestia

Robert E. Howard


Cuento


¡Cuando brillen las estrellas malignas
O la luz de la luna ilumine el Oriente,
Que el Dios del Cielo nos guarde de
La Sombra de la Bestia!
 

La locura empezó con el estallido de una pistola. Un hombre cayó con una bala en el pecho, y el hombre que había hecho el disparo se volvió para huir, gruñendo una breve amenaza a la muchacha de cara pálida que permanecía en pie, paralizada por el horror; después se escurrió entre los árboles al borde del campamento, semejante a un simio con sus anchas espaldas y sus andares encorvados.

En menos de una hora, hombres de rostro serio estaban peinando los bosques de pinos con armas en la mano, y a lo largo de toda la noche continuó la horripilante cacería, mientras la víctima del fugitivo luchaba por su vida.

—Ahora está tranquilo; dicen que vivirá —dijo Joan al salir de la habitación donde yacía su hermano pequeño. Después se desplomó sobre una silla y dejó paso a un estallido de lágrimas.

Me senté junto a ella y la consolé como se consuela a una niña. La amaba, y ella había dado pruebas de que correspondía a mi afecto. Era mi amor por ella lo que me había arrastrado desde mi rancho de Texas hasta los campamentos de madera a la sombra de los bosques de pinos, donde su hermano vigilaba los intereses de su empresa. Yo había llegado a mi destino apenas una hora antes del tiroteo.

—Dame los detalles de lo que ha pasado —dije—. No he conseguido escuchar un relato coherente.


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14 págs. / 25 minutos / 72 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre en Tierra

Robert E. Howard


Cuento


Cal Reynolds se pasó la mascada de tabaco al otro lado de la boca y miró con los ojos entrecerrados por el cañón azul opaco de su Winchester. Movía las mandíbulas metódicamente, cesando el movimiento para encontrar su punto de mira. Se quedó petrificado en una rígida inmovilidad; a continuación enroscó el dedo y apretó el gatillo. El impacto del disparo hizo que el eco retumbase por las colinas, y como un eco llegó un disparo en respuesta.

Reynolds se agachó, aplastando su largo cuerpo contra la tierra, maldiciendo en voz baja. Una esquirla gris saltó de una de las rocas cercanas a su cabeza y una bala rebotada pasó silbando y se perdió en el espacio. Tembló involuntariamente. El sonido era tan mortal como el siseo de una pitón escondida.

Se incorporó con cautela lo suficiente para poder echar una ojeada entre las rocas que tenía al frente. Separado de su refugio por una ancha franja recubierta de matorrales de mezquite y chumberas, se elevaba un amasijo de rocas y cantos rodados similar al que le cobijaba a él. Por detrás de esos cantos rodados flotaba una fina voluta de humo blanquecino. Los entrenados ojos de Reynolds, acostumbrados a distancias abrasadas por el sol, detectaron entre las rocas un pequeño círculo de acero azul que brillaba tenuemente. Aquel anillo era la boca de un rifle, pero Reynolds sabía perfectamente quién estaba apostado tras aquel cañón.


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7 págs. / 13 minutos / 59 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Marino Boxeador

Robert E. Howard


Cuento


Bien, mientras el árbitro nos daba las recomendaciones para el combate —y como de costumbre nadie le escuchaba—, examiné a mi adversario. Era un poco más bajo que yo y unos cinco kilos más ligero, pero con un animal como él aquello no significaba gran cosa. Era un tipo duro de pelar como había visto pocos... uno de esos rubios de pelambrera espesa y muy mal aspecto. Por regla general, son los boxeadores de pelo negro, como yo, los más reconocidos por su robustez, pero cuando uno se encuentra con un rubio que sabe encajar todos los golpes, es un adversario temible. Otra cosa: algunos tipos saben golpear pero no saben boxear; otros saben boxear, pero no saben golpear. Kid Allison tenía un famoso juego de piernas y una pegada homicida. ¡Sostengo que es escandaloso que haya boxeadores así!

Me dedicó una malsana sonrisa cuando nos vimos las caras. Mientras el árbitro nos soltaba el rollo, observé que Allison estiraba las corvas y levantaba los puños, pero no le presté mayor atención... ¿quién iba a hacerlo? Luego, ¡bam!, sin la menor advertencia aquella inmunda rata de cloaca me lanzó un directo al plexo solar. Maldita sea, ¿se dan cuenta? Yo estaba allí sin esperarlo, con los puños bajos y los músculos del vientre relajados. Mil tormentas, caí a la lona como si me hubieran golpeado con un martillo de forja, me retorcí y me contorsioné como una serpiente aplastada.

La tripulación del Sea Girl lanzó sanguinarios aullidos y la multitud empezó a gritar con estupor, pero Kid Allison le preguntó al árbitro con imperturbable sangre fría:

—Un golpe al cuerpo como ése no es irregular, ¿verdad?

El árbitro murmuró algo, bastante desconcertado, incluso confundido. En aquel momento Bill O'Brien recuperó el entendimiento y bramó:

—¡Golpe bajo! ¡Golpe bajo! ¡Es trampa!


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8 págs. / 14 minutos / 36 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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