Textos más vistos de Robert E. Howard etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 7

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autor: Robert E. Howard etiqueta: Cuento textos no disponibles


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El Jardín del Miedo

Robert E. Howard


Cuento


Antaño fui Hunwulf, el Vagabundo. No puedo explicar cómo conozco ese hecho por ningún medio oculto o esotérico, y tampoco lo intentaré. Un hombre recuerda su vida pasada; yo recuerdo mis vidas pasadas. Igual que un individuo normal recuerda las formas que adoptó en la infancia, la mocedad o la edad adulta, yo también recuerdo las formas que ha adoptado James Allison en eras olvidadas. Por qué me pertenece este recuerdo es algo que no puedo explicar, igual que no puedo explicar otra miríada de fenómenos de la naturaleza que diariamente se desarrollan ante mí y ante cualquier otro ser humano. Pero mientras yazgo esperando que la muerte me libere de mi larga enfermedad, veo con visión clara y segura el grandioso panorama de las vidas que ocupan el sendero detrás de mí. Veo los hombres que he sido, y veo las bestias que he sido.


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19 págs. / 34 minutos / 108 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Momento Supremo

Robert E. Howard


Cuento


—¡El futuro de la humanidad depende de ello!

El que acababa de pronunciar estas palabras era un hombre de rostro enérgico y autoritario. En él, todo expresaba poder.

De hecho, solo había un hombre en aquella sala que no diera la impresión de riqueza y poder. Cinco hombres, cada uno sentado en una silla, se enfrentaban a él.

Exteriormente, era el más insignificante de todos. Bajo y deforme, tenía las piernas torcidas y era jorobado. Unos ojos enfermos miraban de reojo por debajo de una frente muy abombada.

—¿Por qué han venido a buscarme? —preguntó con voz aflautada, sonora, en la que un extraño desafío se mezclaba con la humildad.

Los otros le miraron con desprecio, casi con desagrado.

—Sabe muy bien —replicó el hombre que habló en primer lugar, levantándose y recorriendo la habitación— que es el único hombre en todo el mundo que tiene lo que queremos. Lo que debemos tener a cualquier precio. Como ya sabe, una nueva especie de hongo ha aparecido en Ecuador. No hay, al parecer, nada que pueda detener su crecimiento. Esos hongos se desarrollan y cubren los campos, las granjas, las casas. Todo cuanto tocan, lo destruyen. Antes de su llegada, tierras fértiles y una rica vegetación; tras su paso, un desierto desnudo y árido. Esos hongos se extienden a una velocidad sorprendente y pueden recorrer millas en una sola jornada. Nada puede impedir su avance. Se alimentan de carne lo mismo que de vegetación. Bosques y ciudades desaparecen del mismo modo ante ellos. Los océanos no pueden detenerles, pues se extienden sobre su superficie, como sargazos inmensos e inconcebibles, obstruyéndolos, destruyendo los peces y atrapando los barcos, devorándolos. Como si fuera un inmenso pulpo, esa forma desconocida de hongo extiende sus tentáculos a través del mundo para dominarlo y cubrirlo por completo. Pero, sin ninguna duda, usted ya sabe todo eso.


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5 págs. / 9 minutos / 46 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Mono de Jade

Robert E. Howard


Cuento


Había llegado a Hong Kong apenas hacía hora y media cuando alguien me golpeó en la cabeza con una botella. No fue algo que me sorprendiera especialmente... los puertos asiáticos están llenos de tipos que buscan a Dennis Dorgan, marinero de segunda clase, a causa del uso poco considerado que les he dado a mis puños... Sin embargo, aquello me irritó.

Iba caminando por un callejón sombrío, ocupándome de mis propios asuntos, cuando alguien dijo «¡Psst!» y, cuando me volví y dije «¿Qué?»... ¡bang! cayó sobre mi cráneo la susodicha botella. Aquello me exasperó tanto que le largué un porrazo a mi invisible agresor y luego nos enzarzamos y luchamos en la oscuridad durante un buen rato, y el modo en que gruñía y resollaba cuando hundí en su blando cuerpo mis puños de acero, fue música celestial para mis oídos. Finalmente, sin soltarnos el uno del otro, salimos titubeando de la calleja para seguir abanicándonos bajo un farol de luz tenue donde me libré de él y le lancé un gancho con la derecha, y la única razón por la que mi puño no le noqueó fue porque contuve el golpe en el último instante. Y la razón por la que contuve mi golpe fue porque en mi agresor reconocí no a un enemigo, sino a un compañero de a bordo... una mancha para la reputación del Python. Jim Rogers, para ser más precisos.

Me incliné sobre él para ver si seguía con vida... porque bloquear con la mandíbula uno de mis ganchos de derecha, aunque lo frenase en el último segundo, no era un asunto para desdeñar... pasado un momento, parpadeó y abrió los ojos, y declaró, completamente groggy:

—¡Esa última ola debe haberse llevado todo lo que había sobre el puente!

—No estamos a bordo del Python, merluzo —repliqué irritado—. Levántate y explícame por qué te has ido a meter con un hombre de tu misma tripulación, cuando tienes a tu disposición toda una ciudad llena de chinos.


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16 págs. / 29 minutos / 83 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Pueblo Oscuro

Robert E. Howard


Cuento


Pues ésta es la noche en que sacamos las espadas.
Y la torre pintada de las hordas paganas.
Se inclina ante nuestros martillos,
nuestros fuegos y nuestras cuerdas.
Se inclina un poco y cae.

Chesterton
 

Un viento cortante agitaba la nieve al caer. El oleaje rugía a lo largo de la costa áspera, y más allá las grandes olas de plomo gemían sin cesar. A través del gris amanecer que se deslizaba sobre la costa de Connacht, un pescador llegó caminando penosamente, un hombre tan áspero como la tierra que le había engendrado. Llevaba los pies envueltos en burdo cuero curado; un único atavío de piel de ciervo apenas protegía su cuerpo. No llevaba más ropas. Mientras recorría imperturbable la costa, prestando tan poca atención al frío atroz como si realmente fuera la bestia peluda que parecía a primera vista, se detuvo. Otro hombre surgió del velo de nieve y bruma marina. Turlogh Dubh estaba delante de él.


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34 págs. / 1 hora / 52 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Rubí Mandarín

Robert E. Howard


Cuento


Nunca olvidaré la noche en la que luché contra Butch Corrigan en el Peaceful Haven, la sala de boxeo de los muelles de Hong Kong. Butch parecía más un gorila que un ser humano, y se comportaba como tal. Fue una noche dura para un marino, incluso para Dennis Dorgan, el campeón del Python. En el tercer asalto me lanzó tal directo a la mandíbula que caí de cara, hundiendo la nariz totalmente en la lona; intentaba desclavarla cuando me salvó la campana. En el cuarto asalto, me echó la cabeza hacia atrás, tan lejos que pude contarme las pecas de la espalda. En el quinto, me tiró por encima de las cuerdas y uno de sus compañeros me rompió una botella en el cráneo mientras intentaba volver al ring. Fue lo del botellazo lo que me puso de mal humor; Butch estaba muy cerca de mí y hundí en su vientre peludo el puño izquierdo hasta el codo para, acto seguido, golpear como si lo hiciera con un mazo su oreja derecha mientras el pobre hombre intentaba incorporarse. Ya estaba medio noqueado a fuerza de machacarle su mandíbula de acero y aquel último golpe, que prácticamente arrancó desde mi talón derecho, le desmoralizó tanto que se fue al suelo y se olvidó de levantarse. Sus acólitos debieron llevársele, con los pies por delante, y arrojarlo a un abrevadero de caballos para que volviera a la vida.


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17 págs. / 29 minutos / 31 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Señor de Samarcanda

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

El rugido de la batalla había expirado; el sol colgaba sobre las colinas del oeste como una bola de oro carmesí. A través del hollado campo de batalla ningún escuadrón resonaba, ningún grito de guerra reverberaba. Solo los alaridos de los heridos y los quejidos de los moribundos se alzaban hasta los círculos de buitres cuyas negras alas se acercaban más y más hasta que rozaban sus pálidas cabezas en su vuelo.

En su enorme semental, sobre la ladera de una colina repleta de matorrales, Ak Boga el tártaro oteaba atentamente, como ya lo había hecho desde abajo, cuando las huestes acorazadas de los francos, con su bosque de lanzas y pendones flameantes, había avanzado sobre la planicie de Nicópolis para enfrentarse con las siniestras hordas de Bayazid.

Ak Boga, observando la formación de batalla, había chascado sus dientes con sorpresa cuando vio que los relucientes escuadrones de caballeros montados se estiraron en un frente compacto como si fueran la infantería. Estaba la flor y nata de Europa: caballeros de Austria, Alemania, Francia e Italia; pero Ak Boga había sacudido su cabeza con desaprobación.

Había visto a los caballeros cargar con un atronador rugido que agitó incluso los cielos, les había visto embestir a la avanzada de Bayazid como una ráfaga fulminante y barrer la larga pendiente bajo el fuego de los arqueros turcos de la cima. Les había visto cosechar a los arqueros como maíz maduro, y lanzar todo su poder contra los spahis que se les acerca ban, la caballería ligera turca. Y había visto a los spahis doblarse, romperse y esparcirse como espuma en una tormenta; los jinetes provistos de armaduras ligeras arrojaron a un lado sus lanzas y espolearon fuera de la refriega como perros locos. Pero Ak Boga había mirado atrás, donde, algo más lejos, los robustos piqueros húngaros se apostaban, buscando mantener cierta distancia de la avanzada de los caballeros.


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47 págs. / 1 hora, 22 minutos / 43 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Tacón de Plata

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

Steve Harrison enterró las manos en lo más profundo de los bolsillos de su abrigo, y maldijo la profesión que le obligaba a vagar por calles desiertas a aquellas horas intempestivas. Una tenue neblina se alzaba del río, el cual, desde aquel lugar, no resultaba visible. River Street parecía del todo desierta, con la excepción de la solitaria figura de un hombre que paseaba a media manzana por delante de él. Durante tres bloques, Harrison no había visto a ninguna otra persona, excepto a aquel paseante que caminaba delante, con el cuello del abrigo subido para protegerle de la intemperie, y las manos metidas en los bolsillos.

Harrison consultó su reloj bajo la luz que caía sobre su hombro, proyectada por una farola.

—Las doce en punto, casi al segundo —musitó para sí—. Si ese aviso era una treta…

—¡Socorro! ¡Socorro! Ahhh… —se trataba de un grito de terror y agonía que provenía de algún lugar de la calle, y que se interrumpió con un espantoso gorgoteo.

Antes de que el sonido se apagara, Harrison corrió calle arriba, moviéndose con una velocidad sorprendente para alguien de su tamaño. El hombre que había delante de él, en la acera, se había sobresaltado al escuchar el grito, y ahora, tras un instante de aparente indecisión, siguió al detective calle arriba.

El grito había venido de detrás de una alta valla de madera que, según sabía Harrison, cerraba la entrada de un largo callejón en desuso. Sin perder tiempo en escalar la valla, empleó su robusto hombro como si fuera un ariete contra las tablas podridas, que se rompieron por el impacto. Pasó a través de ellas, sin frenar casi su embestida animal.


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51 págs. / 1 hora, 29 minutos / 28 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Valle Perdido de Iskander

Robert E. Howard


Cuento


I. El valle perdido de Iskander

Fue el chasquido furtivo del acero al rozar una piedra lo que despertó a Gordon. Bajo la débil luz de las estrellas, una forma sombría se alzó por encima de él y algo brilló en su mano levantada. Gordon reaccionó en el acto, como un resorte de acero que se libera. Su mano izquierda se alzó y detuvo el puño que descendía —apretando un curvo machete— y, simultáneamente, se levantó y cerró salvajemente la mano derecha alrededor de un cuello velludo.

Un gorgoteo ronco se estranguló en aquella garganta. Gordon, resistiendo las terribles coces de su adversario, pasó una pierna alrededor de la rodilla de la su asaltante, la levantó y le derribó al suelo. No se produjo el menor ruido, salvo algunos carraspeos y los golpes sordos que provocaron los dos cuerpos al caer estrechamente soldados. Como siempre, Gordon luchaba ferozmente y en silencio. Ningún sonido salió de los labios crispados del hombre que tenía inmovilizado bajo su cuerpo. Su mano derecha era retorcida por la presa de Gordon y la izquierda tiraba en vano de la muñeca cuyos dedos de hierro se hundían cada vez más profundamente en la garganta que apretaban. Aquella muñeca parecía una grapa de hilos metálicos cuidadosamente trenzados para los dedos que se iban debilitando al tiempo que intentaban aflojar su presa. Gordon mantuvo su posición de un modo feroz, pasando toda la fuerza de sus poderosos hombros y brazos, cuyos músculos sobresalían como sogas, a los dedos que apretaban. Sabía que era su vida o la del hombre que se había deslizado hacia él en la oscuridad para apuñalarle. En aquella región inexplorada de las montañas afganas, todos los combates eran a muerte. Los dedos que le laceraban fueron cada vez más débiles. Un temblor convulso recorrió el cuerpo arqueado bajo el del americano. Luego, se aflojó del todo y permaneció inmóvil.


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33 págs. / 57 minutos / 74 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

En Alta Sociedad

Robert E. Howard


Cuento


Soy impopular en la Sala de Boxeo de los Muelles de Frisco desde la noche en que el presentador subió al ring y anunció: —¡Señoras y señores! La dirección lamenta anunciarles que el combate que debía enfrentar a Dorgan el Marino contra Jim Ash no podrá celebrarse. Dorgan acaba a tumbar a Ash en los vestuarios, y están reanimando a este último con ayuda de un pulmonor.

—¡Vale, pues que Dorgan se enfrente a otro! —bramó la multitud.

—No es posible —dijo el presentador—. Alguien le ha echado un frasco de tabasco en los ojos.

Esta es la historia a grandes rasgos, salvo que no era salsa tabasco. Yo estaba tumbado en una mesa, en mi vestuario, mientras mi segundo me daba unas friegas, cuando entró un tipo de aspecto erudito, gafas oscuras y una enorme barba blanca.

—Soy el doctor Stauf —declaró—. La comisión me ha encargado que le examine para ver si está usted en condiciones de boxear.

—De acuerdo, pero dese prisa —le indicó mi ayudante, Joe Kerney—. Dennis debe subir al ring en menos de cinco minutos.

El doctor Stauf dio unos golpecitos en mi poderoso torso, me examinó los dientes y efectuó un examen completo.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Ajá! —añadió—. Tus ojos tienen un problema. ¡Pero lo arreglaré!

Sacó de su maletín un frasco y un cuentagotas y, acto seguido, levantándome los párpados, dejó caer en mis ojos unas cuantas gotas de producto.

—Si esto no hace de usted otro hombre —dijo—, es que no me llamo Barí... digo, Stauf.

—¡Eh, qué está pasando? —pregunté, sentándome y sacudiendo la cabeza—. Tengo la impresión de que se me están dilatando los ojos, o algo parecido.

—Un producto muy saludable —dijo Stauf—. A fuerza de moverse por callejones oscuros, ha conseguido usted estropearse la vista. Pero este producto se la devolverá y... ¡yow!


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20 págs. / 35 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas del Mar del Norte

Robert E. Howard


Cuento


I

—¡Salud!

Las vigas manchadas de hollín se estremecieron con aquel profundo bramido. Copas de asta brindaban y las empuñaduras de las espadas golpeaban la mesa de roble. Había dagas clavadas en los numerosos trozos de carne y, bajo los pies de los comensales, perros lobo peludos y demacrados se peleaban por los restos.

A la cabecera de la mesa se sentaba Rognor el Rojo, azote de los Mares Estrechos. El ciclópeo vikingo se mesó pensativamente la barba bermeja, mientras paseaba sus grandes y arrogantes ojos por la sala, abarcando la escena que le era familiar: cientos de guerreros festejaban, servidos por mujeres de cabello amarillo y mirada atrevida y por esclavos temblorosos; tesoros de las tierras del Sur circulaban profusa y descuidadamente: raros tapices y brocados, balas de seda y especias, mesas y bancos de fina caoba, curiosas armas engastadas y delicadas obras de arte competían con trofeos de caza, cuernos y cabezas de animales del bosque. Así proclamaban los vikingos su dominio sobre hombres y bestias.

Las naciones del Norte estaban ebrias de victoria y conquista. Roma había caído; francos, godos, vándalos y sajones habían saqueado las más bellas posesiones del mundo. Y ahora estas razas defendían a duras penas sus trofeos, frente a los pueblos aún más salvajes y feroces que se arrojaban sobre ellas desde las nieblas azuladas del Norte. Los francos, ya asentados en la Galia y con signos visibles de latinización, se encontraban con las grandes y estilizadas galeras de los noruegos guerreando en sus ríos; los godos, más al Sur, sentían el peso de la reciente furia de sus allegados; y los sajones, empujando a los britanos al oeste, se veían asediados por un enemigo aún más fiero desde la retaguardia.

Al este, al oeste y al sur, hasta los confines del mundo, llegaban los grandes barcos vikingos coronados por cabezas de dragón.


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32 págs. / 56 minutos / 54 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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