Textos más vistos de Robert E. Howard publicados el 12 de julio de 2018 | pág. 2

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autor: Robert E. Howard fecha: 12-07-2018


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La Casa de Arabu

Robert E. Howard


Cuento


A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.

Leyenda babilónica de Ishtar

—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?

Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.

Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna del Zambebwei

Robert E. Howard


Cuento


1. El horror entre los pinos

El silencio en los pinares se extendía como una capa de melancolía sobre el alma de Bristol McGrath. Las negras sombras parecían estáticas, inmóviles, como el peso de las supersticiones que flotaban en esta remota y despoblada zona rural. La mente de McGrath era un torbellino de vagos terrores ancestrales; había nacido en los pinares, y en dieciséis años vagando por el mundo no había logrado librarse de sus sombras. Los aterradores cuentos que le estremecían de niño volvían a susurrarle en la conciencia; cuentos de oscuras figuras que acechaban en los claros a medianoche…

McGrath maldijo estos recuerdos infantiles y aceleró el paso. El sendero en penumbra serpenteaba tortuosamente entre densas paredes de árboles gigantescos. No era de extrañar que no hubiera podido contratar ningún transporte en el lejano pueblo del río para que lo trajera a la hacienda de Ballville. La carretera era intransitable para cualquier vehículo, surcada por raíces y vegetación crecida. A unos metros delante de él se veía una curva pronunciada.

McGrath paró en seco, totalmente petrificado. El silencio finalmente se había roto, tan desgarradoramente que un gélido cosquilleo le recorrió el dorso de las manos. Y es que el sonido era el gemido inequívoco de un ser humano agonizando. Durante unos segundos McGrath permaneció quieto, y después se deslizó hasta el comienzo de la curva con el mismo paso sigiloso de una pantera al acecho.

Un revólver de cañón corto había aparecido como por arte de magia en su mano derecha. La izquierda se tensó involuntariamente en el bolsillo, arrugando el trozo de papel que sostenía, y que era el responsable de su presencia en aquel lúgubre bosque. Ese papel era una desesperada y misteriosa llamada de auxilio; estaba firmado por el peor enemigo de McGrath, y contenía el nombre de una mujer muerta hacía mucho tiempo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Marca del Cabo

Robert E. Howard


Cuento


Y un segundo más tarde este enorme lunático me estaba sacudiendo como si fuera un perro sacudiendo a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», chillaba. Por todos los santos, es espeluznante oír a un loco en un lugar solitario y a medianoche pronunciar el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

(La Fábula del Estibador)
 

—Esta es la marca de piedras que buscas —dije, pasando la mano con cautela sobre una de las ásperas rocas que formaban el montículo de extraña simetría.

Un ávido interés hervía en los oscuros ojos de Ortali. Paseó la mirada por el paisaje hasta posarla de nuevo en la enorme construcción de grandes pedruscos erosionados por el clima.

—¡Qué lugar más extraño y desolado! —dijo—. ¿Quién hubiera pensado encontrar semejante sitio en este emplazamiento? A excepción del humo que se eleva allí, ¿quién podría ni tan siquiera soñar que tras el cabo hay una gran ciudad? Desde aquí no se divisa ni una mísera cabaña de pescadores.

—Las gentes evitan la marca —respondí—, tal y como llevan haciéndolo desde hace siglos.

—¿Por qué?

—Ya me preguntaste lo mismo antes —repliqué impaciente—. Sólo puedo decirte que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaron por conocimiento.

—¡Conocimiento! —rió con sorna—. ¡Supersticiones, más bien!

Lo miré seriamente sin disimular mi desprecio. Difícilmente se podrían encontrar dos hombres tan distintos entre sí. Él era delgado, sobrio, de indudable origen latino, con ojos oscuros y aire sofisticado. Yo soy corpulento, torpe y con pinta de oso, con fríos ojos azules y enmarañado pelo rojo. Eramos compatriotas simplemente por el hecho de haber nacido en la misma tierra; pero las patrias de nuestros antepasados estaban tan alejadas como el norte del sur.


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26 págs. / 47 minutos / 45 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Las Cobras Amarillas

Robert E. Howard


Cuento


Cuando el Python atracó en el puerto de Busán yo estaba dispuesto a pasar una plácida estancia en tierra porque, por lo que sabía, no había ninguna sala de boxeo en Corea. No obstante, yo acababa de encontrar un bar muy adecuado —yo y mi bull-dog blanco, Spike, estábamos saboreando una cerveza tostada— cuando Bill O'Obrien apareció y me dijo con voz excitada.

—¡Grandes noticias, Dennis! ¿Conoces a Dutchy Grober, de Nagasaki? Bien, actualmente es propietario de un bar aquí mismo y, para poder reunir dinero para pagar todas sus deudas, está organizando combates de boxeo. Te he concertado un combate contra un inglés coriáceo, del Ashanti. ¡Demos un paseo en rickshaw para celebrarlo!

—¡Sal de mi vista! —gruñí irritado. Yo tenía otros planes... aspiraba a un poco de calma, de tranquilidad—. Vete tú solo de fiesta, si es lo que quieres... pero llévate a Spike. A él le encanta montar en rickshaw.

Bill y Spike se marcharon, y yo me puse en busca de algún lugar donde poder echar un sueñecito, porque ya sabía que me esperaba un duro combate aquella misma noche. Mientras pasaba ante la puerta abierta de la trastienda del local, me fijé en un hombre sentado a una mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Me pareció reconocerle; entré en la sala para mirarle más de cerca. No me había equivocado, le conocía de antiguo... era Jack Randall, un ingeniero de minas. Le di una buena palmada en la espalda y aullé:

—¡Salud, Jack!

—¡Oh, eres tú, Dorgan! —dijo, suspirando aliviado—. Me has dado un susto de muerte. Debí quedarme dormido en la silla... No duermo mucho últimamente. Siéntate, te pediré algo de beber.

—Dime, Jack —le pregunté mientras sorbíamos alcohol—, pareces agotado. ¿Problemas?


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14 págs. / 26 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Hijos del Odio

Robert E. Howard


Cuento


1

—Este lugar es muy solitario al anochecer —comentó Butch Gorman, liando con indolencia un cigarrillo—. Tenemos la única oficina ocupada de todo un edificio, de otro modo vacío; no hay luces en los pasillos; una sola bombilla en la escalera. Digamos que un tipo fuera tras nosotros; podría esconderse allí abajo, en el pasillo de la planta baja, justo debajo de la escalera, y cosernos a tiros mientras subimos o bajamos. Ni le veríamos.

El comentario de Gorman era típico en él, y no denotaba cobardía, sino los instintos de un hombre que había pasado la mayor parte de su vida envuelto en peligrosas persecuciones.

Butch Gorman era pelirrojo y robusto como un toro, un producto de las tierras inhóspitas y salvajes de la tierra; demasiado duro y fibroso para ser un hombre civilizado.

Su compañero, Brent Kirby, contrastaba con él… de estatura ligeramente por encima de la media, era delgado aunque compacto de complexión; de cabello negro y rasgos finamente cincelados, poseía tal premura a la hora de hablar y actuar que reflejaba una intensa energía nerviosa.

—Unos pocos clientes más como el coronel John A. Pembroke —dijo Kirby—, y a lo mejor podremos movernos a unas oficinas más lujosas.

—Ya debería de estar aquí, ¿no? —inquirió Gorman. Kirby consultó su reloj.

—Debería venir en cualquier momento. Me dijo que se pasaría a las diez en punto, y ya es la hora. ¿Sabes algo acerca de él?

—Le conozco de vista, eso es todo. Habrás visto su mansión… está rodeada de una finca enorme, y se encuentra más allá de los límites de la ciudad. Por lo que he oído, solo lleva allí viviendo unos tres o cuatro años. Ignoro de dónde vino… de algún lugar de Oriente. Es un millonario retirado, según creo. ¿Qué quería?


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Moradores Bajo la Tumba

Robert E. Howard


Cuento


Me desperté de repente y me incorporé en la cama, preguntándome somnoliento quién podría estar aporreando la puerta con tanta violencia; amenazaba con romper las jambas. Se oyó un grito, afilado intolerablemente por un terror demencial.

—¡Conrad! ¡Conrad! —gritaba alguien al otro lado de la puerta—. ¡Por amor de Dios! ¡Déjame entrar! ¡Lo he visto!… ¡Lo he visto!

—Suena a la voz de Job Kiles —dijo Conrad levantando su robusto cuerpo del diván en el que había estado durmiendo tras cederme su cama—. ¡No tires la puerta abajo! —gritó cogiendo las zapatillas—. Ya voy.

—¡Date prisa! —berreó el visitante invisible—. ¡Acabo de mirar al mismísimo infierno a los ojos!

Conrad encendió la luz y abrió la puerta de par en par; y medio cayéndose, medio tambaleándose, entró una figura con los ojos desorbitados, que reconocí como el hombre agrio y tacaño que vivía en la pequeña hacienda vecina a la de Conrad. Ahora se observaba un espeluznante cambio en el anciano, normalmente tan circunspecto y comedido. Con el ralo cabello erizado y gotas de sudor sobre su piel cenicienta, su cuerpo se convulsionaba con violentos espasmos.

—En el nombre de Dios, ¿qué ocurre, Kiles? —exclamó Conrad, mirándole fijamente—. ¡Parece que hubieras visto un fantasma!

—¡Un fantasma! —la aguda voz de Kiles se rompió y se tornó en un estertor de risa histérica—. ¡He visto un demonio del infierno! Créeme, lo he visto… ¡esta noche! ¡Hace tan sólo unos minutos! ¡Miró por la ventana y se rió de mí! ¡Oh, Dios mío… su risa!

—¿La risa de quién? —gruñó Conrad impaciente.

—¡De mi hermano Jonas! —gritó el viejo Kiles.


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26 págs. / 46 minutos / 79 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Un Caballero de la Tabla Redonda

Robert E. Howard


Cuento


Aquella noche, en el Peaceful Haven Fight Club, cuando el árbitro levantó la mano de Kid Harrigan, y la mía de paso, al acabar el combate, declarando que había sido un enfrentamiento nulo, lo mismo habría podido golpearme la cabeza con la barra de un cabrestante. Tenía la sensación de haber ganado a los puntos, y de largo. En el décimo asalto, maltraté y paseé por el ring a un Kid totalmente groggy, y yo no soy hombre que se deje arrebatar una victoria con impunidad. Sin embargo, si lo hubiera pensado un momento, no le habría dado un mamporro al árbitro. Pero soy un hombre impulsivo. El árbitro efectuó un corto vuelo y aterrizó en las rodillas de los espectadores de la primera fila y, reconozco que fue algo impulsivo, le hice seguir a Harrigan el mismo camino. A todo esto le siguió un período bastante confuso en el que yo, cubos, patas de sillas, espectadores furiosos, policías y mi bulldog Spike estuvimos tan entrelazados que soltarnos fue como resolver un rompecabezas chino. Cuando finalmente pude salir de la comisaría, mi corazón estaba sumido en la amargura y el desánimo.


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22 págs. / 38 minutos / 37 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Aguas Inquietas

Robert E. Howard


Cuento


Recuerdo como si fuera ayer aquella terrible noche en el Silver Slipper, a finales del otoño de 1845. Fuera el viento rugía en un gélido vendaval que traía granizo en su regazo, hasta repiquetear éste contra las ventanas como los nudillos de un esqueleto. Sentados alrededor del fuego en la taberna, podíamos oír por encima del ruido del viento y el granizo el tronar de relámpagos blancos que azotaban frenéticamente la agreste costa de Nueva Inglaterra. Los barcos amarrados en el puerto tenían echada doble ancla, y los capitanes buscaban el calor y la compañía que les ofrecían las tabernas de los muelles.

Aquella noche había en el Silver Slipper cuatro hombres, y yo, el friegaplatos. Estaba Ezra Harper, el tabernero; John Gower, capitán del Sea-Woman; Jonas Hopkins, abogado procedente de Salem; y el capitán Starkey del Vulture. Estos cuatro hombres estaban sentados frente a una mesa de roble delante de un gran fuego que crepitaba en la chimenea, mientras yo correteaba por la taberna atendiendo a los clientes, llenando jarras y calentando licores especiados.

El capitán Starkey estaba sentado de espaldas al fuego y miraba a la ventana contra la que golpeaba y repiqueteaba el granizo. Ezra Harper estaba sentado a su derecha, al final de la mesa. El capitán Gower estaba en el otro extremo, y el abogado, Jonas Hopkins, estaba sentado justo enfrente de Starkey, dando la espalda a la ventana y mirando el fuego.

—¡Más brandy! —bramó Starkey, golpeando la mesa con su enorme y nudoso puño. Era un tosco gigante de mediana edad, con una barba espesa y negra y ojos que brillaban por debajo de gruesas cejas negras.

—Una noche fría para los que navegan por el mar —comentó Ezra Harper.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Fantasma del Anillo

Robert E. Howard


Cuento


Al entrar en el estudio de John Kirowan me encontraba demasiado absorto en mis pensamientos para darme cuenta de la demacrada apariencia de su visitante, un alto y atractivo joven que yo conocía bien.

—Hola, Kirowan —saludé—. Hola Gordon. No te veía desde hace bastante tiempo… ¿cómo está Evelyn? —y antes de que contestase, en el calor del entusiasmo que me había llevado hasta allí, exclamé—: Mirad esto, amigos; os mostraré algo que os dejará boquiabiertos. Me lo vendió aquel ladrón, Ahmed Mektub, y le pagué un precio alto por ello, pero vale la pena. ¡Mirad!

De debajo de mi abrigo saqué la daga afgana con incrustaciones de piedras preciosas en el mango que me tenía fascinado como coleccionista de armas raras.

Kirowan, que conocía mi pasión, mostró tan sólo un interés educado, pero la reacción de Gordon fue espeluznante.

Pegó un brinco a la vez que lanzaba un grito ahogado, derribando la silla con gran estruendo al impactar contra el suelo. Con los puños apretados y el rostro lívido se volvió hacia mí, gritando:

—¡Atrás! Aléjate de mí o…

Me quedé petrificado.

—¡Qué diablos…! —comencé a decir estupefacto, cuando Gordon, tras otro asombroso cambio de actitud, se derrumbó sobre una silla y hundió la cabeza entre las manos. Vi cómo le temblaban los voluminosos hombros. Le miré desconsolado y luego miré a Kirowan, que estaba igualmente enmudecido—. ¿Está borracho? —pregunté.

Kirowan negó con la cabeza y, tras llenar una copa de brandy, se la ofreció al joven. Gordon le devolvió la mirada con ojos hundidos, tomó la copa y se la bebió de un trago, como si estuviera medio famélico. Luego se irguió y nos miró avergonzado.

—Siento haber perdido los estribos, O’Donnel —dijo—. Fue la impresión cuando sacaste ese cuchillo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Gorila del Destino

Robert E. Howard


Cuento


Al entrar en mi vestuario, unos instantes antes del combate que me enfrentaría con «One-Round» Egan, lo primero que vi fue un trozo de papel colocado encima de la mesa con ayuda de un cuchillo. Pensando que sería alguien que me quería gastar una broma, tomé el papel y lo leí. No tenía gracia. La nota decía sencillamente: «Túmbate en el primer round; si no lo haces, tu nombre se verá revolcado por el barro». No había firma, pero reconocí el estilo. Desde hacía algún tiempo, una banda de camorristas de poca monta se encargaba del puerto, reuniendo dinero día a día siguiendo métodos muy poco ortodoxos. Se creían muy listos, pero yo les tenía filados. Eran serpientes, más que lobos; sin embargo, estaban dispuestos a todo para conseguir algunos sucios dólares.

Mis cuidadores todavía no habían llegado; estaba solo. Rompí la nota y arrojé los trozos a un rincón, junto con los comentarios apropiados. Aunque mis ayudantes no llegaban, no dije ni pío. Cuando subí al ring, estaba loco de rabia y, cuando recorrí con la vista la primera fila de asientos, me fijé en un grupo que, por la idea que tenía en mente, era el responsable de la nota que encontré en el vestuario. Aquel grupo estaba formado por Waspy Shaw, Bully Klisson, Ned Brock y Tony Spagalli... apostantes menores y auténticos canallas. Me sonrieron como si estuvieran al corriente de algún secreto, y comprendí que no me había equivocado. Refrené mis ansias apasionadas y legítimas de deslizarme entre las cuerdas y saltar del ring para abrirles la cabeza.

Al oír la campana, en lugar de observar a Egan, mi adversario, no dejé de vigilar a Shaw con el rabillo del ojo: un individuo cuya cara parecía la hoja de un cuchillo, con la mirada fría y un traje llamativo.


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18 págs. / 32 minutos / 43 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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