Textos más populares este mes de Robert E. Howard publicados el 12 de julio de 2018 | pág. 3

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autor: Robert E. Howard fecha: 12-07-2018


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Delenda Est

Robert E. Howard


Cuento


—¡No es un imperio, creedme! Es una vergüenza. ¿Imperio? ¡Bah! ¡Piratas, eso es lo único que somos!

El que hablaba era Hunegais, como de costumbre malhumorado y lúgubre, con sus negros mechones trenzados y lacios bigotes que delataban su sangre eslava. Suspiró con fuerza y el vino de Falerna rebosó por el borde de la copa de jade que sostenía, manchándole la túnica dorada con brocados de oro. Bebió con sonoros sorbos, como beben los caballos, y retomó con gesto melancólico su queja inicial.

—¿Qué hemos hecho en África? Destruimos a los grandes terratenientes y sacerdotes y nos erigimos en dueños y señores. ¿Quién trabaja la tierra? ¿Vándalos, tal vez? ¡En absoluto! Las mismas gentes que lo hicieron bajo el dominio de los romanos. Nosotros nos hemos limitado a reemplazar a los romanos. Recaudamos impuestos y cobramos arrendamientos, y estamos obligados a defender las tierras de los ataques bereberes. Nuestro punto débil se halla en nuestro reducido número. No podemos mezclarnos con la gente porque terminarían absorbiéndonos. No podemos convertirlos en aliados y al mismo tiempo súbditos; lo único que podemos hacer es mantener una especie de prestigio militar… Somos un grupúsculo de extraños aposentados en castillos, y de momento imponemos nuestro dominio sobre una amplia población que, cierto es, no nos odian más de lo que odiaban a los romanos, pero…

—Podríamos evitar parte de ese odio —interrumpió Ataúlfo. Era más joven que Hunegais, bien afeitado y apuesto, y sus modales eran menos primitivos. Era un suevo que había pasado su juventud cautivo del tribunal romano oriental—. Ellos son ortodoxos; si nos aviniéramos a renegar de Arian…


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Marca del Cabo

Robert E. Howard


Cuento


Y un segundo más tarde este enorme lunático me estaba sacudiendo como si fuera un perro sacudiendo a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», chillaba. Por todos los santos, es espeluznante oír a un loco en un lugar solitario y a medianoche pronunciar el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

(La Fábula del Estibador)
 

—Esta es la marca de piedras que buscas —dije, pasando la mano con cautela sobre una de las ásperas rocas que formaban el montículo de extraña simetría.

Un ávido interés hervía en los oscuros ojos de Ortali. Paseó la mirada por el paisaje hasta posarla de nuevo en la enorme construcción de grandes pedruscos erosionados por el clima.

—¡Qué lugar más extraño y desolado! —dijo—. ¿Quién hubiera pensado encontrar semejante sitio en este emplazamiento? A excepción del humo que se eleva allí, ¿quién podría ni tan siquiera soñar que tras el cabo hay una gran ciudad? Desde aquí no se divisa ni una mísera cabaña de pescadores.

—Las gentes evitan la marca —respondí—, tal y como llevan haciéndolo desde hace siglos.

—¿Por qué?

—Ya me preguntaste lo mismo antes —repliqué impaciente—. Sólo puedo decirte que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaron por conocimiento.

—¡Conocimiento! —rió con sorna—. ¡Supersticiones, más bien!

Lo miré seriamente sin disimular mi desprecio. Difícilmente se podrían encontrar dos hombres tan distintos entre sí. Él era delgado, sobrio, de indudable origen latino, con ojos oscuros y aire sofisticado. Yo soy corpulento, torpe y con pinta de oso, con fríos ojos azules y enmarañado pelo rojo. Eramos compatriotas simplemente por el hecho de haber nacido en la misma tierra; pero las patrias de nuestros antepasados estaban tan alejadas como el norte del sur.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Aparición en el Cuadrilátero

Robert E. Howard


Cuento


Los lectores de esta revista probablemente recordarán a Ace Jessel, el enorme boxeador negro al que representé hace unos años. Era un gigante de ébano, de casi dos metros de altura y un peso de ciento cinco kilos. Se movía con la suavidad de un leopardo gigante y sus flexibles músculos de acero palpitaban bajo su brillante piel. Un boxeador muy inteligente para ser un hombre tan grande, que descargaba el impacto devastador de un martillo pilón con cada uno de sus enormes puños.

Por aquel entonces estaba totalmente seguro de que no tenía igual en el cuadrilátero… excepto por un defecto fatal. Carecía de instinto asesino. Poseía mucho coraje, como dejó probado en más de una ocasión, pero se contentaba simplemente con boxear, sacando más puntos que sus oponentes y acumulando la ventaja suficiente para no perder.

En bastantes ocasiones el público le abucheaba, pero sus provocaciones sólo conseguían que su sonrisa bonachona se ensanchase. Sin embargo, sus peleas siempre aseguraban una buena caja. En las escasas ocasiones en las que se veía forzado a abandonar su papel defensivo, o cuando era igualado por un rival astuto al cual debía noquear para conseguir la victoria, los aficionados entonces podían disfrutar de un combate épico que conseguía ponerles los pelos de punta. E incluso en esas ocasiones se apartaba una y otra vez del rival abatido, dándole tiempo al derrotado para recuperarse y volver al ataque… mientras el público despotricaba y yo me tiraba de los pelos.

La única lealtad inquebrantable en la plácida vida de Ace era su fanático fervor por Tom Molyneaux, el primer campeón americano; un robusto luchador negro que según algunos entendidos había sido el púgil más grande de todos los tiempos.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Canaan Negro

Robert E. Howard


Cuento


1. Llamada de Canaan

«¡Problemas en el torrente del Tularoosa!». Este aviso pretendía que un frío gélido recorriese la espalda de cualquier hombre criado en aquella remota región del interior llamada Canaan, situada entre el río Tularoosa y Río Negro, y donde fuera que le llegara el mensaje, lo condujese a toda prisa de vuelta a aquella región pantanosa.

Era tan sólo un susurro en los labios marchitos de una vieja y renqueante bruja negra, que se esfumó entre la muchedumbre antes de que pudiera alcanzarla, pero me bastó. No era necesario esperar una confirmación ni indagar por qué misteriosos medios propios de los negros le había llegado la noticia. No hacía falta averiguar qué oscuras fuerzas actuaban para que aquellos ajados labios me hubieran revelado la noticia a mí, un hombre de Río Negro. Bastaba que el aviso fuese entregado y entendido.

¿Entendido? ¿Cómo no iba a entender cualquier hombre de Río Negro tal advertencia? Sólo podía significar una cosa: viejos odios supuraban de nuevo de las profundidades de la jungla cenagosa, oscuras sombras se deslizaban entre los cipreses, y la masacre acechaba desde la misteriosa aldea negra emplazada sobre la orilla recubierta del musgo nudoso del lúgubre Tularoosa.

Una hora más tarde, Nueva Orleans seguía alejándose más y más a mis espaldas con cada nueva vuelta de las ruedas cimbreantes. Todo hombre nacido en Canaan mantiene un vínculo invisible que irremediablemente le arrastra a su tierra natal cuando ésta se ve amenazada por la sombra tenebrosa que ha estado al acecho en sus selvas durante más de medio siglo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Muertos no Olvidan

Robert E. Howard


Cuento


Dodge City, Kansas,

3 de Noviembre, 1877

Sr. William L. Gordon,

Antioch, Texas.

Estimado Bill:

Te escribo porque tengo el presentimiento de que no duraré mucho tiempo más en este mundo. Esto probablemente te sorprenda, porque sabes que gozaba de buena salud cuando me marché con el ganado, y de momento no estoy enfermo, pero igualmente tengo el convencimiento de que pronto seré hombre muerto.

Antes de que te cuente por qué lo creo, te informaré del resto de lo que tengo que decir: llegamos a Dodge City sin problemas con las reses, que hacían un total de 3.400 cabezas, y el jefe de la expedición, John Elston, consiguió sacarle veinte dólares por cabeza al señor R.J. Blaine, pero Joe Richards, uno de los chicos, fue embestido por un novillo y murió cerca del Canadian. Su hermana, la señora Dick Westfall, vive cerca de Seguin y te rogaría que cabalgases a su hacienda y le contases lo ocurrido a su hermano. John Elston le enviará la silla de montar, la brida, la pistola y algo de dinero.

Ahora, Bill, intentaré relatarte por qué sé que acabaré pronto en el hoyo. Recordarás al viejo Joel, el que fue esclavo del coronel Henry, y que el pasado agosto, justo antes de que me fuera a Kansas con el ganado, lo encontraron a él y a su mujer muertos… era la pareja que vivía en aquel bosque de robles junto al riachuelo Zavalla. Ya sabes que la mujer se llamaba Jezebel y que la gente decía que era bruja. Era una mulata clara y bastante más joven que Joel. Adivinaba el futuro e incluso algunos blancos la temían. Yo nunca creí en esas historias.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Cosa con Pezuñas

Robert E. Howard


Cuento


Marjory lloraba la pérdida de Bozo, su rechoncho gato maltés, que no había regresado tras su habitual ronda nocturna. Se había desatado recientemente una peculiar epidemia de desapariciones de gatos en el vecindario, y Marjory estaba desconsolada. Nunca pude soportar ver a Marjory llorar, así que salí en busca de la mascota extraviada, aunque con pocas esperanzas de encontrarla. Con demasiada frecuencia algún humano pervertido sacia sus instintos sádicos envenenando animales apreciados por otros humanos, y estaba seguro de que Bozo y la veintena o más que habían desaparecido durante los últimos meses habían sido víctimas de un lunático de ese tipo.

Saliendo del jardín de la casa de los Ash, crucé varias parcelas libres cubiertas de hierba crecida y maleza y llegué a la última casa del otro lado de la calle, un edificio ruinoso construido sobre un terreno irregular y que había sido ocupado recientemente, aunque sin restaurarlo, por un tal Stark, un oriental solitario y retraído. Mirando la vieja casa destartalada alzándose entre grandes robles y retirada unos cien metros aproximadamente de la calle, se me ocurrió que el señor Stark podría quizás arrojar algo de luz a este misterio.

Entré por la desvencijada verja de hierro oxidado y recorrí el agrietado camino, apreciando el abandono general del lugar. Poco se sabía sobre su propietario y, aunque habíamos sido vecinos durante más de seis meses, no había tenido oportunidad de verlo de cerca. Se rumoreaba que vivía solo, incluso sin servidumbre, a pesar de estar lisiado. Un estudioso excéntrico de naturaleza taciturna y con suficiente dinero como para satisfacer sus caprichos, ésa era la opinión general.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Cabeza de Lobo

Robert E. Howard


Cuento


¿Miedo? Disculpen, Messieurs, pero ustedes desconocen el significado del miedo. No, me mantengo en lo que he dicho. Ustedes son soldados, aventureros. Han conocido cargas de regimientos de dragones, o el pánico en mares azotados por el viento. Pero miedo, el verdadero miedo de puro terror reptante y que pone los pelos de punta, ése lo desconocen. Yo sí he conocido ese miedo; pero hasta el día en que las legiones oscuras asciendan desde las puertas del infierno y el mundo arda en ruinas, ningún hombre volverá a enfrentarse a un miedo similar.

Escuchen, les contaré una historia, ya que ocurrió hace muchos años y a medio camino del otro lado del mundo; y ninguno de ustedes verá jamás al hombre del que les voy a hablar, o si lo ven, no lo reconocerán.

Retrocedan entonces conmigo unos cuantos años atrás en el tiempo, hasta el día en que yo, un caballero joven y temerario, bajé de la pequeña barcaza que me había acercado a tierra firme desde el barco fondeado en el puerto mar adentro, maldije el barrizal que cubría el rústico embarcadero, y recorrí la franja de tierra firme que llevaba hasta el castillo, en respuesta a la invitación de un viejo amigo, Dom Vincente da Lusto.

Dom Vincente era un hombre extraño, de carácter fuerte y amplitud de miras, un visionario adelantado a los conocimientos de su tiempo. En sus venas, quizás, corriese la sangre de aquellos antiguos fenicios que, como nos relatan los sacerdotes, dominaron los mares y construyeron ciudades en tierras lejanas en épocas inmemoriales. Su plan para enriquecerse era extraño y, sin embargo, tuvo éxito; a pocos hombres se les hubiera ocurrido, e incluso menos lo hubieran logrado. Y es que su hacienda se encontraba en la costa occidental de ese oscuro y místico continente, ese enigma para los exploradores… África.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Casa de Arabu

Robert E. Howard


Cuento


A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.

Leyenda babilónica de Ishtar

—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?

Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.

Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Hombre en Tierra

Robert E. Howard


Cuento


Cal Reynolds se pasó la mascada de tabaco al otro lado de la boca y miró con los ojos entrecerrados por el cañón azul opaco de su Winchester. Movía las mandíbulas metódicamente, cesando el movimiento para encontrar su punto de mira. Se quedó petrificado en una rígida inmovilidad; a continuación enroscó el dedo y apretó el gatillo. El impacto del disparo hizo que el eco retumbase por las colinas, y como un eco llegó un disparo en respuesta.

Reynolds se agachó, aplastando su largo cuerpo contra la tierra, maldiciendo en voz baja. Una esquirla gris saltó de una de las rocas cercanas a su cabeza y una bala rebotada pasó silbando y se perdió en el espacio. Tembló involuntariamente. El sonido era tan mortal como el siseo de una pitón escondida.

Se incorporó con cautela lo suficiente para poder echar una ojeada entre las rocas que tenía al frente. Separado de su refugio por una ancha franja recubierta de matorrales de mezquite y chumberas, se elevaba un amasijo de rocas y cantos rodados similar al que le cobijaba a él. Por detrás de esos cantos rodados flotaba una fina voluta de humo blanquecino. Los entrenados ojos de Reynolds, acostumbrados a distancias abrasadas por el sol, detectaron entre las rocas un pequeño círculo de acero azul que brillaba tenuemente. Aquel anillo era la boca de un rifle, pero Reynolds sabía perfectamente quién estaba apostado tras aquel cañón.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Aguas Inquietas

Robert E. Howard


Cuento


Recuerdo como si fuera ayer aquella terrible noche en el Silver Slipper, a finales del otoño de 1845. Fuera el viento rugía en un gélido vendaval que traía granizo en su regazo, hasta repiquetear éste contra las ventanas como los nudillos de un esqueleto. Sentados alrededor del fuego en la taberna, podíamos oír por encima del ruido del viento y el granizo el tronar de relámpagos blancos que azotaban frenéticamente la agreste costa de Nueva Inglaterra. Los barcos amarrados en el puerto tenían echada doble ancla, y los capitanes buscaban el calor y la compañía que les ofrecían las tabernas de los muelles.

Aquella noche había en el Silver Slipper cuatro hombres, y yo, el friegaplatos. Estaba Ezra Harper, el tabernero; John Gower, capitán del Sea-Woman; Jonas Hopkins, abogado procedente de Salem; y el capitán Starkey del Vulture. Estos cuatro hombres estaban sentados frente a una mesa de roble delante de un gran fuego que crepitaba en la chimenea, mientras yo correteaba por la taberna atendiendo a los clientes, llenando jarras y calentando licores especiados.

El capitán Starkey estaba sentado de espaldas al fuego y miraba a la ventana contra la que golpeaba y repiqueteaba el granizo. Ezra Harper estaba sentado a su derecha, al final de la mesa. El capitán Gower estaba en el otro extremo, y el abogado, Jonas Hopkins, estaba sentado justo enfrente de Starkey, dando la espalda a la ventana y mirando el fuego.

—¡Más brandy! —bramó Starkey, golpeando la mesa con su enorme y nudoso puño. Era un tosco gigante de mediana edad, con una barba espesa y negra y ojos que brillaban por debajo de gruesas cejas negras.

—Una noche fría para los que navegan por el mar —comentó Ezra Harper.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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