Textos más vistos de Robert E. Howard | pág. 4

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autor: Robert E. Howard


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El Valle del Gusano

Robert E. Howard


Cuento


Os hablaré de Niord y el Gusano. Habéis oído la historia bajo muchas formas distintas antes. En ellas, el héroe se llamaba Tyr, o Perseo, o Sigfrido, o Beowulf, o San Jorge. Pero fue Niord quien se encontró con la abominable cosa demoníaca que salió arrastrándose repugnantemente del infierno, y de cuyo encuentro surgió el ciclo de relatos heroicos que ha ido girando por todas las eras hasta que la misma esencia de la verdad se ha perdido y ha pasado al limbo de las leyendas olvidadas. Sé de lo que hablo, pues yo fui Niord.

Mientras yazgo esperando la muerte, que se arrastra lentamente sobre mí como una babosa ciega, mis sueños se llenan con visiones deslumbrantes y con la pompa de la gloria. No es con la vida gris y afligida por las enfermedades de James Allison con lo que sueño, sino con todas las figuras resplandecientes de espléndida nobleza que le han precedido, y con las que le sucederán; pues he atisbado débilmente, no sólo las figuras que han dejado su rastro antes, sino también las figuras que vendrán después, como un hombre en un largo desfile atisba, en la lejanía, la hilera de figuras que le preceden doblando una remota colina, recortándose como una sombra contra el cielo. Yo soy uno de ellos y todo el despliegue de figuras, formas y máscaras que han sido, que son, y que serán las manifestaciones visibles de ese espíritu elusivo, intangible, pero vitalmente existente, está ahora desfilando ante el fugaz y temporal nombre de James Allison.


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28 págs. / 50 minutos / 72 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Haciendo de Santa Claus

Robert E. Howard


Cuento


Nada me pone de tan mal humor como ver a un bruto maltratando a un niño. Así que, cuando vi a un gigantesco chino golpeando a un niño flacucho y lloroso a la entrada de un callejón, no presté la menor atención a la regla que dice que en Peiping los blancos deben ocuparse de sus propios asuntos y de nada más. De un mamporro, obligué a aquel bruto a soltar al muchacho y luego le pateé el trasero vigorosamente para enseñarle buenas costumbres. Tuvo el morro de amenazarme con un cuchillo. Aquello me irritó, y le acaricié el mentón con un gancho de izquierda que le hizo caer cuan largo era en el arroyo, cosa que obligó a los curiosos —todos los chinos lo son— a dispersarse lloriqueando.

Los ignoré, como hago siempre que se trata de chinos, salvo si debo noquearlos, y ayudé al chico a levantarse, le limpié la sangre que le manchaba el rostro y le di mi última moneda de diez centavos. Cerró la mano descarnada sobre la moneda y echó a correr a toda velocidad.

Busqué con la vista el bar más cercano, me palmeé los bolsillos y suspiré resignado. Me disponía a seguir mi camino cuando escuché que una voz declaraba:

—Amigo mío, parece que le gustan los niños.

Pensando que era alguien que se burlaba de mí por haberle dado la última moneda a aquel mocoso chino, y como siempre soy muy susceptible con esas cosas, me di la vuelta, encogí el labio superior y llevé hacia atrás el puño derecho.

—Sí, ¿y qué? —pregunté con voz sanguinaria.

—Algo muy digno de elogio, señor —dijo el tipo que había hablado y que, por fin, podía examinar detenidamente.

Era un hombre alto, de una delgadez extrema y un rostro anguloso. Llevaba un traje negro y lustroso cuya chaqueta tenía largos faldones; su cabeza estaba rematada con un sombrero de ala ancha. Tenía un rostro serio y daba la impresión de no haber sonreído en toda su vida; sin embargo, le encontré simpático.


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21 págs. / 38 minutos / 38 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Hombres de las Sombras

Robert E. Howard


Cuento


Del sombrío amanecer rojizo de la Creación,
de las nieblas del Tiempo sin tiempo,
llegamos nosotros, la primera gran nación,
la primera en iniciar el ascenso.

Salvajes, sin maestros, ignorantes,
buscando a tientas a través de la noche primitiva,
y con todo aferrando débilmente el resplandor,
el atisbo de la Luz venidera.

Viajando por tierras vírgenes,
navegando en mares desconocidos;
encerrados en el laberinto de los misterios del mundo,
echando nuestros mojones de piedra.

Asiendo vagamente la gloria,
mirando más allá de nuestro entendimiento;
mudamente la historia de las eras
erigiéndose en llanuras y pantanos.

Ved cómo arde imperecedero el Fuego Perdido.
Hechos estamos del moho de los eones.
Las naciones han hollado nuestros hombros,
pisoteándonos en el polvo.

Somos la primera de las razas,
uniendo lo Viejo y lo Nuevo...
Mirad, donde los espacios del mar nebuloso
se mezclan con el azul del océano.

Así nos hemos mezclado con las eras,
y el viento del mundo remueve nuestras cenizas.
Nos hemos desvanecido de las páginas del Tiempo.
¿Nuestro recuerdo? Viento en los abetos.

Stonehenge, de gloria largamente perdida,
sombría y solitaria en la noche,
murmura la historia vieja de eras,
de cómo alumbramos la primera de las Luces.

Hablad, vientos nocturnos, de la creación del hombre,
susurrad sobre barrancos y pantanos,
la historia de la primera gran nación,
los últimos hombres de la Edad de Piedra.

La espada se enfrentó a la espada, chocando y resbalando.

—A-a-ailla! A-a-ailla! —subió un creciente clamor que surgía de cien gargantas salvajes.


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26 págs. / 46 minutos / 127 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Huracán Negro

Robert E. Howard


Cuento


1. «¡Me llevo a esta mujer!»

Emmett Glanton pisó a fondo los frenos de su viejo Ford modelo T y el vehículo se detuvo chirriando a menos de un metro de la aparición que se había materializado en mitad de la noche negra e impenetrable.

—¿Qué demonios pretendes saltando de ese modo frente a mi coche? —aulló iracundo, reconociendo a la figura que posaba de forma grotesca ante el resplandor de los faros dél auto. Se trataba de Joshua, el leñador de pocas luces que trabajaba para el viejo John Bruckman; pero Joshua se hallaba en un estado en el que Glanton no le había visto jamás. Bajo la blanca luminosidad de las luces, el rostro ancho y brutal de aquel tipo parecía convulsionado; mostraba espuma en los labios, y sus ojos estaban rojos, como los de un lobo rabioso. Agitaba los brazos y graznaba de forma incoherente.

Impresionado, Glanton abrió la puerta y se apeó del vehículo. De pie, era varios centímetros más alto que Joshua, pero su figura fibrosa y ancha de hombros no resultaba impresionante si se comparaba con la masa encorvada y simiesca del tarado.

Había algo amenazante en la actitud de Joshua. La expresión vacua y apática que solía lucir por lo general, había desaparecido por completo. Enseñaba los dientes y gruñía como una bestia salvaje, y se dirigió hacia Glanton.

—¡No te acerques a mí, condenado! —avisó Glanton—. Además, ¿qué demonios te pasa?

—¡Te diriges allí! —boqueó el tarado, gesticulando vagamente en dirección sur—. El viejo John te llamó por teléfono. ¡Le oí!

—Sí. Me llamó —repuso Glanton—. Me pidió que viniera lo más rápido que me fuera posible. No me dijo por qué. ¿Y qué? ¿Quieres que te lleve allí de vuelta?


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31 págs. / 55 minutos / 33 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Jugando a Ser Periodista

Robert E. Howard


Cuento


Cuando entré en la trastienda del bar Ocean Wave, Bill O'Brien, Mushy Hansen, Jim Rogers y Sven Larson levantaron la nariz de sus respectivas cervezas y se echaron a reír ruidosamente. Bill O'Brien exclamó:

—¡Si es el gran hombre de negocios!

—No hay más que ver el panamá y el bastón —dijo Jim Rogers, ahogándose de la risa—. ¡Y el collar de ricachón de Spike!

Mushy suspiró melancólicamente.

—Vivir para ver, ¡Dennis Dorgan pavonéandose como si fuera un vulgar pisaverde!

—¡Escuchadme todos, ratas de muelle! —dije, dominado por una legítima cólera—. Si he hecho un enorme esfuerzo para vestirme como un caballero, no es cosa que os tenga que permitir esos insultos. El camarero me ha dicho que os encontraría aquí. ¿Qué queréis?

—Si consigues sacar algo de tiempo de tus importantes transacciones —declaró Bill con un tono cáustico—, «Hard-cash» Clemants, aquí presente, tiene una proposición que hacerte.

El susodicho individuo estaba allí sentado, fumándose un enorme puro, barrigón y más coriáceo que nunca.

—No os canséis —dije—. He colgado los guantes. He peleado con gorilas con orejas de coliflor desde el día en que fui lo bastante alto para levantar los puños y...

—Sólo porque hayas tenido la suerte increíble de apostar por la yegua ganadora en Tía Juana, ya te crees lo bastante bueno como para no volver a boxear —se burló Rogers—. Quitar el pan de la boca a tus compañeros de a bordo, eso es algo...


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15 págs. / 27 minutos / 37 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Casa de Arabu

Robert E. Howard


Cuento


A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.

Leyenda babilónica de Ishtar

—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?

Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.

Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.


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30 págs. / 53 minutos / 46 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Luna del Zambebwei

Robert E. Howard


Cuento


1. El horror entre los pinos

El silencio en los pinares se extendía como una capa de melancolía sobre el alma de Bristol McGrath. Las negras sombras parecían estáticas, inmóviles, como el peso de las supersticiones que flotaban en esta remota y despoblada zona rural. La mente de McGrath era un torbellino de vagos terrores ancestrales; había nacido en los pinares, y en dieciséis años vagando por el mundo no había logrado librarse de sus sombras. Los aterradores cuentos que le estremecían de niño volvían a susurrarle en la conciencia; cuentos de oscuras figuras que acechaban en los claros a medianoche…

McGrath maldijo estos recuerdos infantiles y aceleró el paso. El sendero en penumbra serpenteaba tortuosamente entre densas paredes de árboles gigantescos. No era de extrañar que no hubiera podido contratar ningún transporte en el lejano pueblo del río para que lo trajera a la hacienda de Ballville. La carretera era intransitable para cualquier vehículo, surcada por raíces y vegetación crecida. A unos metros delante de él se veía una curva pronunciada.

McGrath paró en seco, totalmente petrificado. El silencio finalmente se había roto, tan desgarradoramente que un gélido cosquilleo le recorrió el dorso de las manos. Y es que el sonido era el gemido inequívoco de un ser humano agonizando. Durante unos segundos McGrath permaneció quieto, y después se deslizó hasta el comienzo de la curva con el mismo paso sigiloso de una pantera al acecho.

Un revólver de cañón corto había aparecido como por arte de magia en su mano derecha. La izquierda se tensó involuntariamente en el bolsillo, arrugando el trozo de papel que sostenía, y que era el responsable de su presencia en aquel lúgubre bosque. Ese papel era una desesperada y misteriosa llamada de auxilio; estaba firmado por el peor enemigo de McGrath, y contenía el nombre de una mujer muerta hacía mucho tiempo.


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39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 43 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Marca del Cabo

Robert E. Howard


Cuento


Y un segundo más tarde este enorme lunático me estaba sacudiendo como si fuera un perro sacudiendo a una rata. «¿Dónde está Meve MacDonnal?», chillaba. Por todos los santos, es espeluznante oír a un loco en un lugar solitario y a medianoche pronunciar el nombre de una mujer muerta hace trescientos años.

(La Fábula del Estibador)
 

—Esta es la marca de piedras que buscas —dije, pasando la mano con cautela sobre una de las ásperas rocas que formaban el montículo de extraña simetría.

Un ávido interés hervía en los oscuros ojos de Ortali. Paseó la mirada por el paisaje hasta posarla de nuevo en la enorme construcción de grandes pedruscos erosionados por el clima.

—¡Qué lugar más extraño y desolado! —dijo—. ¿Quién hubiera pensado encontrar semejante sitio en este emplazamiento? A excepción del humo que se eleva allí, ¿quién podría ni tan siquiera soñar que tras el cabo hay una gran ciudad? Desde aquí no se divisa ni una mísera cabaña de pescadores.

—Las gentes evitan la marca —respondí—, tal y como llevan haciéndolo desde hace siglos.

—¿Por qué?

—Ya me preguntaste lo mismo antes —repliqué impaciente—. Sólo puedo decirte que ahora evitan por costumbre lo que sus antepasados evitaron por conocimiento.

—¡Conocimiento! —rió con sorna—. ¡Supersticiones, más bien!

Lo miré seriamente sin disimular mi desprecio. Difícilmente se podrían encontrar dos hombres tan distintos entre sí. Él era delgado, sobrio, de indudable origen latino, con ojos oscuros y aire sofisticado. Yo soy corpulento, torpe y con pinta de oso, con fríos ojos azules y enmarañado pelo rojo. Eramos compatriotas simplemente por el hecho de haber nacido en la misma tierra; pero las patrias de nuestros antepasados estaban tan alejadas como el norte del sur.


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26 págs. / 47 minutos / 45 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Voz de El-Lil - Howard

Robert E. Howard


Cuento


Muskat, como muchos otros puertos, da cobijo a los vagabundos de numerosas naciones que traen consigo sus peculiaridades y sus costumbres tribales. Los turcos se mezclan con los griegos y los árabes discuten con los hindúes. Las lenguas de medio Oriente resuenan en el ruidoso y maloliente bazar. Por lo tanto, no me pareció incongruente oír, al inclinarme sobre una barra atendida por un eurasiático sonriente, las notas musicales de una canción china sonando claramente a través del zumbido perezoso del tráfico nativo. Ciertamente no había nada tan sorprendente en esos tonos suaves como para provocar que el gran inglés que tenía a mi lado se sobresaltase, jurase y derramara su whisky con agua sobre mi manga.

Se disculpó y censuró su torpeza con rotundas obscenidades, pero noté que estaba alterado. Me interesaba como siempre me ha interesado su tipo; era un individuo gallardo, de más de seis pies de altura, hombros anchos, cintura estrecha, miembros pesados, el luchador perfecto, de rostro moreno, ojos azules y pelo tostado. Su estirpe es antigua en Europa, y su misma figura traía a la mente borrosos personajes legendarios —Hengist, Hereward, Cedric—, viajeros y luchadores natos salidos del molde bárbaro original.

Aún más, noté que estaba de humor parlanchín. Me presenté, pedí bebidas y esperé. El sujeto me dio las gracias, murmuró entre dientes, se bebió su licor apresuradamente y rompió a hablar de forma brusca.

—Usted se preguntará por qué un hombre adulto se siente tan repentinamente afectado por algo de tan poca monta… Bueno, reconozco que ese maldito gong me ha dado un susto. Es ese idiota de Yotai Lao, que trae sus espantosos pebetes y sus budas a una ciudad decente… Por medio penique sobornaría a algún fanático musulmán para cortarle esa garganta amarilla y hundir su maldito gong en el golfo. Y le contaré por qué odio ese chisme.


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31 págs. / 55 minutos / 58 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Las Cobras Amarillas

Robert E. Howard


Cuento


Cuando el Python atracó en el puerto de Busán yo estaba dispuesto a pasar una plácida estancia en tierra porque, por lo que sabía, no había ninguna sala de boxeo en Corea. No obstante, yo acababa de encontrar un bar muy adecuado —yo y mi bull-dog blanco, Spike, estábamos saboreando una cerveza tostada— cuando Bill O'Obrien apareció y me dijo con voz excitada.

—¡Grandes noticias, Dennis! ¿Conoces a Dutchy Grober, de Nagasaki? Bien, actualmente es propietario de un bar aquí mismo y, para poder reunir dinero para pagar todas sus deudas, está organizando combates de boxeo. Te he concertado un combate contra un inglés coriáceo, del Ashanti. ¡Demos un paseo en rickshaw para celebrarlo!

—¡Sal de mi vista! —gruñí irritado. Yo tenía otros planes... aspiraba a un poco de calma, de tranquilidad—. Vete tú solo de fiesta, si es lo que quieres... pero llévate a Spike. A él le encanta montar en rickshaw.

Bill y Spike se marcharon, y yo me puse en busca de algún lugar donde poder echar un sueñecito, porque ya sabía que me esperaba un duro combate aquella misma noche. Mientras pasaba ante la puerta abierta de la trastienda del local, me fijé en un hombre sentado a una mesa, con la cabeza apoyada en los brazos. Me pareció reconocerle; entré en la sala para mirarle más de cerca. No me había equivocado, le conocía de antiguo... era Jack Randall, un ingeniero de minas. Le di una buena palmada en la espalda y aullé:

—¡Salud, Jack!

—¡Oh, eres tú, Dorgan! —dijo, suspirando aliviado—. Me has dado un susto de muerte. Debí quedarme dormido en la silla... No duermo mucho últimamente. Siéntate, te pediré algo de beber.

—Dime, Jack —le pregunté mientras sorbíamos alcohol—, pareces agotado. ¿Problemas?


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14 págs. / 26 minutos / 30 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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