Textos más vistos de Robert E. Howard | pág. 7

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autor: Robert E. Howard


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El Pueblo Oscuro

Robert E. Howard


Cuento


Pues ésta es la noche en que sacamos las espadas.
Y la torre pintada de las hordas paganas.
Se inclina ante nuestros martillos,
nuestros fuegos y nuestras cuerdas.
Se inclina un poco y cae.

Chesterton
 

Un viento cortante agitaba la nieve al caer. El oleaje rugía a lo largo de la costa áspera, y más allá las grandes olas de plomo gemían sin cesar. A través del gris amanecer que se deslizaba sobre la costa de Connacht, un pescador llegó caminando penosamente, un hombre tan áspero como la tierra que le había engendrado. Llevaba los pies envueltos en burdo cuero curado; un único atavío de piel de ciervo apenas protegía su cuerpo. No llevaba más ropas. Mientras recorría imperturbable la costa, prestando tan poca atención al frío atroz como si realmente fuera la bestia peluda que parecía a primera vista, se detuvo. Otro hombre surgió del velo de nieve y bruma marina. Turlogh Dubh estaba delante de él.


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34 págs. / 1 hora / 54 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Rey del Pueblo Olvidado

Robert E. Howard


Cuento


Jim Brill se pasó la lengua por los labios agrietados y, con los ojos inyectados en sangre, lanzó miradas feroces a su alrededor. Tras él se extendía un arenal de dunas de cimas redondeadas; por delante se alzaban los contrafuertes desolados de las montañas sin nombre que eran su destino. El sol flotaba por encima del horizonte, al oeste, con un color de oro viejo en el velo de polvo que tintaba el cielo de un amarillo azufrado e impregnaba el aire que respiraba.

Sin embargo, contemplaba con gratitud aquella nube de polvo. Porque, sin la tormenta de arena, habría conocido sin lugar a dudas la misma suerte que sus guías y sus sirvientes... la suerte que cayó sobre ellos de manera imprevisible.

El ataque tuvo lugar al alba. Surgiendo por detrás de una duna árida que disimuló su acercamiento, un enjambre de jinetes achaparrados, a lomos de caballos de pelo largo, llegó al galope e irrumpió en el campamento, aullando como demonios, disparando y lanzando tajos. En lo más duro del combate, llegó la tempestad portando nubes de un polvo cegador que cubrieron el desierto. Jim Brill aprovechó aquel hecho para huir, sabiendo que era el único miembro de la expedición que seguía con vida, a costa de muchos esfuerzos, para proseguir con su extraña búsqueda.

En aquel momento, tras aquella huida desesperada que había agotado sus fuerzas y las de su montura, no veía señal alguna de sus perseguidores, aunque el polvo, que flotaba por encima del desierto, limitaba considerablemente la extensión de lo que podía ver.

Era el único hombre blanco de la expedición. Por sus anteriores encuentros con bandidos mongoles, sabía que no le dejarían escapar si estaba en su mano impedirlo.

Los bienes de Brill consistían en un Colt 45, que colgaba de su cadera, y un bidón que contenía unas pocas gotas de agua. Su caballo, sin rechistar bajo su peso, estaba extenuado por culpa de la larga huida.


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27 págs. / 48 minutos / 45 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Rubí Mandarín

Robert E. Howard


Cuento


Nunca olvidaré la noche en la que luché contra Butch Corrigan en el Peaceful Haven, la sala de boxeo de los muelles de Hong Kong. Butch parecía más un gorila que un ser humano, y se comportaba como tal. Fue una noche dura para un marino, incluso para Dennis Dorgan, el campeón del Python. En el tercer asalto me lanzó tal directo a la mandíbula que caí de cara, hundiendo la nariz totalmente en la lona; intentaba desclavarla cuando me salvó la campana. En el cuarto asalto, me echó la cabeza hacia atrás, tan lejos que pude contarme las pecas de la espalda. En el quinto, me tiró por encima de las cuerdas y uno de sus compañeros me rompió una botella en el cráneo mientras intentaba volver al ring. Fue lo del botellazo lo que me puso de mal humor; Butch estaba muy cerca de mí y hundí en su vientre peludo el puño izquierdo hasta el codo para, acto seguido, golpear como si lo hiciera con un mazo su oreja derecha mientras el pobre hombre intentaba incorporarse. Ya estaba medio noqueado a fuerza de machacarle su mandíbula de acero y aquel último golpe, que prácticamente arrancó desde mi talón derecho, le desmoralizó tanto que se fue al suelo y se olvidó de levantarse. Sus acólitos debieron llevársele, con los pies por delante, y arrojarlo a un abrevadero de caballos para que volviera a la vida.


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17 págs. / 29 minutos / 32 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Tacón de Plata

Robert E. Howard


Cuento


Capítulo 1

Steve Harrison enterró las manos en lo más profundo de los bolsillos de su abrigo, y maldijo la profesión que le obligaba a vagar por calles desiertas a aquellas horas intempestivas. Una tenue neblina se alzaba del río, el cual, desde aquel lugar, no resultaba visible. River Street parecía del todo desierta, con la excepción de la solitaria figura de un hombre que paseaba a media manzana por delante de él. Durante tres bloques, Harrison no había visto a ninguna otra persona, excepto a aquel paseante que caminaba delante, con el cuello del abrigo subido para protegerle de la intemperie, y las manos metidas en los bolsillos.

Harrison consultó su reloj bajo la luz que caía sobre su hombro, proyectada por una farola.

—Las doce en punto, casi al segundo —musitó para sí—. Si ese aviso era una treta…

—¡Socorro! ¡Socorro! Ahhh… —se trataba de un grito de terror y agonía que provenía de algún lugar de la calle, y que se interrumpió con un espantoso gorgoteo.

Antes de que el sonido se apagara, Harrison corrió calle arriba, moviéndose con una velocidad sorprendente para alguien de su tamaño. El hombre que había delante de él, en la acera, se había sobresaltado al escuchar el grito, y ahora, tras un instante de aparente indecisión, siguió al detective calle arriba.

El grito había venido de detrás de una alta valla de madera que, según sabía Harrison, cerraba la entrada de un largo callejón en desuso. Sin perder tiempo en escalar la valla, empleó su robusto hombro como si fuera un ariete contra las tablas podridas, que se rompieron por el impacto. Pasó a través de ellas, sin frenar casi su embestida animal.


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51 págs. / 1 hora, 29 minutos / 29 visitas.

Publicado el 17 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Templo de la Abominación

Robert E. Howard


Cuento


I

—Todo tranquilo —gruñó Wulfhere Hausakliufr—. Veo el brillo de un edificio de piedra entre los árboles… ¡Por la sangre de Thor, Cormac! ¿Nos llevas a una trampa?

El alto gaélico sacudió la cabeza, con un gesto ceñudo que oscurecía su faz siniestra y llena de cicatrices.

—Nunca he oído que hubiese un castillo en estas tierras; las tribus britanas de los alrededores no construyen con piedra. Puede que sea una vieja ruina romana.

Wulfhere dudó, echando un vistazo a su espalda, a las compactas filas de guerreros barbudos con yelmos astados.

—Quizá sería mejor enviar a un explorador.

Cormac Mac Art lanzó una carcajada.

—Alarico condujo a sus godos a través del Foro hace veinte años, aunque vosotros los bárbaros aún os sobresaltáis al oír el nombre de Roma. No temas; no hay legiones en Britania. Creo que es un templo druida. No tenemos nada que temer de los druidas, más aún si nos dirigimos contra sus enemigos naturales.

—Y la gente de Cedric aullará como lobos cuando les ataquemos desde el oeste en lugar del sur o el este —dijo el Rompecráneos con una mueca— . Fue una astuta idea la tuya, Cormac, ocultar nuestro drakkar en la costa oeste y atravesar Britania para caer sobre los sajones. Pero también es una locura.


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15 págs. / 26 minutos / 67 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Terrible Tacto de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Cuando la medianoche cubra la tierra
con lúgubres y negras sombras
que Dios nos libre del beso de Judas
de un muerto en la oscuridad.
 

El viejo Adam Farrel yacía muerto en la casa en la que había vivido solo los últimos veinte años. Un silencioso y huraño recluso que en vida no conoció amigo alguno, y tan sólo dos hombres fueron testigos de su final.

El doctor Stein se levantó y observó por la ventana la creciente oscuridad.

—Entonces, ¿crees que podrás pasar la noche aquí? —le preguntó a su acompañante.

Este, de nombre Falred, asintió.

—Sí, por supuesto. Supongo que tendré que ocuparme yo.

—Una costumbre bastante inútil y primitiva esta de velar a un muerto —comentó el doctor, que se disponía a marcharse—, pero supongo que tendremos que respetar las costumbres, aunque sólo sea por decoro. Podría intentar encontrar a alguien que te acompañara en la vigilia.

Falred se encogió de hombros.

—Lo dudo mucho. Farrel no era muy popular… no tenía muchos amigos. Yo mismo apenas lo conocía, pero no me importa velar su cuerpo.

El doctor Stein estaba quitándose los guantes de goma y Falred observaba el proceso con un interés que era casi fascinación. Un ligero e involuntario temblor le sacudió al recordar el tacto de aquellos guantes… resbaladizos, fríos y húmedos, como el tacto de la muerte.

—Podrías sentirte demasiado solo esta noche si no encuentro a nadie más —afirmó el doctor al abrir la puerta—. No eres supersticioso, ¿verdad?

Falred rió.

—No mucho. Lo cierto es que, por lo que he oído acerca del trato de Farrel, prefiero estar ahora velando su cuerpo que haber sido uno de sus invitados cuando aún vivía.


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7 págs. / 12 minutos / 112 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Valle del Gusano

Robert E. Howard


Cuento


Os hablaré de Niord y el Gusano. Habéis oído la historia bajo muchas formas distintas antes. En ellas, el héroe se llamaba Tyr, o Perseo, o Sigfrido, o Beowulf, o San Jorge. Pero fue Niord quien se encontró con la abominable cosa demoníaca que salió arrastrándose repugnantemente del infierno, y de cuyo encuentro surgió el ciclo de relatos heroicos que ha ido girando por todas las eras hasta que la misma esencia de la verdad se ha perdido y ha pasado al limbo de las leyendas olvidadas. Sé de lo que hablo, pues yo fui Niord.

Mientras yazgo esperando la muerte, que se arrastra lentamente sobre mí como una babosa ciega, mis sueños se llenan con visiones deslumbrantes y con la pompa de la gloria. No es con la vida gris y afligida por las enfermedades de James Allison con lo que sueño, sino con todas las figuras resplandecientes de espléndida nobleza que le han precedido, y con las que le sucederán; pues he atisbado débilmente, no sólo las figuras que han dejado su rastro antes, sino también las figuras que vendrán después, como un hombre en un largo desfile atisba, en la lejanía, la hilera de figuras que le preceden doblando una remota colina, recortándose como una sombra contra el cielo. Yo soy uno de ellos y todo el despliegue de figuras, formas y máscaras que han sido, que son, y que serán las manifestaciones visibles de ese espíritu elusivo, intangible, pero vitalmente existente, está ahora desfilando ante el fugaz y temporal nombre de James Allison.


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28 págs. / 50 minutos / 79 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Valle Perdido de Iskander

Robert E. Howard


Cuento


I. El valle perdido de Iskander

Fue el chasquido furtivo del acero al rozar una piedra lo que despertó a Gordon. Bajo la débil luz de las estrellas, una forma sombría se alzó por encima de él y algo brilló en su mano levantada. Gordon reaccionó en el acto, como un resorte de acero que se libera. Su mano izquierda se alzó y detuvo el puño que descendía —apretando un curvo machete— y, simultáneamente, se levantó y cerró salvajemente la mano derecha alrededor de un cuello velludo.

Un gorgoteo ronco se estranguló en aquella garganta. Gordon, resistiendo las terribles coces de su adversario, pasó una pierna alrededor de la rodilla de la su asaltante, la levantó y le derribó al suelo. No se produjo el menor ruido, salvo algunos carraspeos y los golpes sordos que provocaron los dos cuerpos al caer estrechamente soldados. Como siempre, Gordon luchaba ferozmente y en silencio. Ningún sonido salió de los labios crispados del hombre que tenía inmovilizado bajo su cuerpo. Su mano derecha era retorcida por la presa de Gordon y la izquierda tiraba en vano de la muñeca cuyos dedos de hierro se hundían cada vez más profundamente en la garganta que apretaban. Aquella muñeca parecía una grapa de hilos metálicos cuidadosamente trenzados para los dedos que se iban debilitando al tiempo que intentaban aflojar su presa. Gordon mantuvo su posición de un modo feroz, pasando toda la fuerza de sus poderosos hombros y brazos, cuyos músculos sobresalían como sogas, a los dedos que apretaban. Sabía que era su vida o la del hombre que se había deslizado hacia él en la oscuridad para apuñalarle. En aquella región inexplorada de las montañas afganas, todos los combates eran a muerte. Los dedos que le laceraban fueron cada vez más débiles. Un temblor convulso recorrió el cuerpo arqueado bajo el del americano. Luego, se aflojó del todo y permaneció inmóvil.


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33 págs. / 57 minutos / 76 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

En Alta Sociedad

Robert E. Howard


Cuento


Soy impopular en la Sala de Boxeo de los Muelles de Frisco desde la noche en que el presentador subió al ring y anunció: —¡Señoras y señores! La dirección lamenta anunciarles que el combate que debía enfrentar a Dorgan el Marino contra Jim Ash no podrá celebrarse. Dorgan acaba a tumbar a Ash en los vestuarios, y están reanimando a este último con ayuda de un pulmonor.

—¡Vale, pues que Dorgan se enfrente a otro! —bramó la multitud.

—No es posible —dijo el presentador—. Alguien le ha echado un frasco de tabasco en los ojos.

Esta es la historia a grandes rasgos, salvo que no era salsa tabasco. Yo estaba tumbado en una mesa, en mi vestuario, mientras mi segundo me daba unas friegas, cuando entró un tipo de aspecto erudito, gafas oscuras y una enorme barba blanca.

—Soy el doctor Stauf —declaró—. La comisión me ha encargado que le examine para ver si está usted en condiciones de boxear.

—De acuerdo, pero dese prisa —le indicó mi ayudante, Joe Kerney—. Dennis debe subir al ring en menos de cinco minutos.

El doctor Stauf dio unos golpecitos en mi poderoso torso, me examinó los dientes y efectuó un examen completo.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Ajá! —añadió—. Tus ojos tienen un problema. ¡Pero lo arreglaré!

Sacó de su maletín un frasco y un cuentagotas y, acto seguido, levantándome los párpados, dejó caer en mis ojos unas cuantas gotas de producto.

—Si esto no hace de usted otro hombre —dijo—, es que no me llamo Barí... digo, Stauf.

—¡Eh, qué está pasando? —pregunté, sentándome y sacudiendo la cabeza—. Tengo la impresión de que se me están dilatando los ojos, o algo parecido.

—Un producto muy saludable —dijo Stauf—. A fuerza de moverse por callejones oscuros, ha conseguido usted estropearse la vista. Pero este producto se la devolverá y... ¡yow!


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20 págs. / 35 minutos / 36 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Espadas del Mar del Norte

Robert E. Howard


Cuento


I

—¡Salud!

Las vigas manchadas de hollín se estremecieron con aquel profundo bramido. Copas de asta brindaban y las empuñaduras de las espadas golpeaban la mesa de roble. Había dagas clavadas en los numerosos trozos de carne y, bajo los pies de los comensales, perros lobo peludos y demacrados se peleaban por los restos.

A la cabecera de la mesa se sentaba Rognor el Rojo, azote de los Mares Estrechos. El ciclópeo vikingo se mesó pensativamente la barba bermeja, mientras paseaba sus grandes y arrogantes ojos por la sala, abarcando la escena que le era familiar: cientos de guerreros festejaban, servidos por mujeres de cabello amarillo y mirada atrevida y por esclavos temblorosos; tesoros de las tierras del Sur circulaban profusa y descuidadamente: raros tapices y brocados, balas de seda y especias, mesas y bancos de fina caoba, curiosas armas engastadas y delicadas obras de arte competían con trofeos de caza, cuernos y cabezas de animales del bosque. Así proclamaban los vikingos su dominio sobre hombres y bestias.

Las naciones del Norte estaban ebrias de victoria y conquista. Roma había caído; francos, godos, vándalos y sajones habían saqueado las más bellas posesiones del mundo. Y ahora estas razas defendían a duras penas sus trofeos, frente a los pueblos aún más salvajes y feroces que se arrojaban sobre ellas desde las nieblas azuladas del Norte. Los francos, ya asentados en la Galia y con signos visibles de latinización, se encontraban con las grandes y estilizadas galeras de los noruegos guerreando en sus ríos; los godos, más al Sur, sentían el peso de la reciente furia de sus allegados; y los sajones, empujando a los britanos al oeste, se veían asediados por un enemigo aún más fiero desde la retaguardia.

Al este, al oeste y al sur, hasta los confines del mundo, llegaban los grandes barcos vikingos coronados por cabezas de dragón.


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32 págs. / 56 minutos / 56 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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