Textos más populares esta semana de Robert E. Howard no disponibles | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 114 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Robert E. Howard textos no disponibles


12345

La Piedra Negra

Robert E. Howard


Cuento


Dicen que cosas horribles de Antaño todavía acechan
En los rincones oscuros y olvidados del mundo.
Y algunas noches las Puertas se abren para liberar
Seres enjaulados en el Infierno.

Justin Geoffrey
 

La primera vez que leí algo al respecto fue en el extraño libro de Von Junzt, el excéntrico alemán que vivió de forma tan peculiar y murió de manera tan atroz y misteriosa. Tuve la fortuna de acceder a sus Cultos Sin Nombre en la edición original, el llamado Libro Negro, publicado en Dusseldorf en 1839 poco antes de que el autor fuera víctima de un implacable Final. Los coleccionistas de literatura rara estaban familiarizados con los Cultos Sin Nombre principalmente a través de la traducción barata y defectuosa que fue pirateada en Londres por Bridewall en 1845, y por la edición cuidadosamente expurgada que publicó Golden Goblin Press en Nueva York en 1909. Pero el volumen con el que me tropecé era una de las copias alemanas sin expurgar, con pesadas tapas de cuero y oxidados pasadores de hierro. Dudo que hoy queden más de media docena de volúmenes en todo el mundo, pues la cantidad que se publicó no fue muy grande, y cuando corrieron los rumores sobre la forma en que se produjo el fallecimiento del autor, muchos poseedores del libro quemaron sus ejemplares, aterrorizados.


Información texto

Protegido por copyright
21 págs. / 38 minutos / 325 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Caminantes de Valhalla

Robert E. Howard


Cuento


El cielo estaba lívido, melancólico y repulsivo, con el azul del acero empañado, cruzado por estandartes de un escarlata pálido. Recortadas contra el borroso manchón rojizo se extendían las chatas colinas que son los picachos de esa árida tierra alta, una lúgubre extensión de arenas a la deriva y robledales resecos, salpicada de campos estériles donde los aparceros consumen sus vidas horriblemente inútiles en un trabajo sin frutos y un amargo deseo.

Había subido cojeando a un risco que se alzaba por encima de los demás, flanqueado a cada lado por los resecos bosquecillos de robles. La terrible tristeza y la monótona desolación de los paisajes que se extendían ante mí convertían mi alma en polvo y cenizas. Me dejé caer sobre un tronco medio podrido y la agónica melancolía de esa tierra triste pesó duramente sobre mí. El rojo sol, medio velado por los torbellinos de polvo y las capas de nubes, se hundía; colgaba a la altura de una mano por encima del borde occidental. Pero su puesta no le daba gloria alguna a las ensombrecidas dunas. Su oscuro resplandor no hacía sino acentuar la tremenda desolación de la tierra.


Información texto

Protegido por copyright
45 págs. / 1 hora, 19 minutos / 249 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Sombra del Buitre

Robert E. Howard


Novela corta


Capítulo 1

—¿Han sido esos perros convenientemente vestidos y cebados?

—Sí, Protector de los Creyentes.

—Pues que los traigan y que se arrastren ante la presencia.

Y fue de aquel modo como los embajadores, pálidos tras los muchos meses de prisión, fueron conducidos ante el trono de Solimán el Magnífico, sultán de Turquía, y el monarca más poderoso en un tiempo de monarcas poderosos. Bajo el gran domo púrpura de la sala real brillaba el trono ante el que temblaba el mundo entero… revestido de oro y con perlas incrustadas. La fortuna en gemas de un emperador adornaba el palio de seda del que colgaba una red de perlas brillantes rematada con un festón de esmeraldas. Aquellas joyas formaban como un halo de gloria por encima de la cabeza de Solimán. Sin embargo, el esplendor del trono palidecía ante la presencia de la centelleante silueta que en él se sentaba, ataviada de pedrerías y con un turbante cuajado de diamantes y rematado con una pluma de garza. Sus nueve visires se encontraban cerca del trono, en actitud humilde. Los soldados de la guardia imperial se alineaban ante el estrado… Solaks con armadura, plumas negras, blancas y escarlatas ondeando por encima de los dorados cascos.


Información texto

Protegido por copyright
56 págs. / 1 hora, 39 minutos / 222 visitas.

Publicado el 9 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Horror del Túmulo

Robert E. Howard


Cuento


Steve Brill no creía en fantasmas ni en demonios. Juan López sí. Pero ni la precaución de uno ni el testarudo escepticismo del otro pudieron protegerlos contra el horror que recayó sobre ellos… un horror olvidado por los hombres durante más de trescientos años, un miedo demencial procedente de épocas perdidas había resucitado.

Sin embargo, mientras Steve Brill se hallaba sentado en su desvencijado porche aquella última noche, sus pensamientos estaban tan alejados de extrañas amenazas como los pensamientos de cualquier hombre puedan estarlo. Los suyos eran pensamientos amargos pero materialistas. Miró sus tierras y luego blasfemó en voz alta. Brill era alto, delgado y tan duro como la piel de unas botas… un digno descendiente de los pioneros de cuerpos acerados que arrebataron a la tierra virgen el oeste de Texas. Estaba tostado por el sol y era fuerte como un novillo de cuerno largo. Sus delgadas piernas y las botas que las sostenían delataban sus instintos de vaquero, y ahora se maldecía a sí mismo por no haber bajado de los lomos de su gruñón potro mesteño y haber dedicado su tiempo a sacar adelante una granja. El no era granjero, admitió el joven vaquero maldiciéndose una vez más.

Sin embargo, su fracaso no había sido totalmente culpa suya. Lluvia abundante en el invierno, tan escasa en el oeste texano, había creado fundadas esperanzas de buenas cosechas. Pero, como de costumbre, algo sucedió. Una helada tardía echó a perder toda la fruta. El grano que había prosperado tanto estaba ahora abierto, descascarillado y aplastado en el suelo tras una terrible granizada justo cuando ya estaba amarilleando. Un periodo de intensa sequía, seguido de otro granizo, acabó con el maíz.


Información texto

Protegido por copyright
23 págs. / 41 minutos / 197 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Aguas Inquietas

Robert E. Howard


Cuento


Recuerdo como si fuera ayer aquella terrible noche en el Silver Slipper, a finales del otoño de 1845. Fuera el viento rugía en un gélido vendaval que traía granizo en su regazo, hasta repiquetear éste contra las ventanas como los nudillos de un esqueleto. Sentados alrededor del fuego en la taberna, podíamos oír por encima del ruido del viento y el granizo el tronar de relámpagos blancos que azotaban frenéticamente la agreste costa de Nueva Inglaterra. Los barcos amarrados en el puerto tenían echada doble ancla, y los capitanes buscaban el calor y la compañía que les ofrecían las tabernas de los muelles.

Aquella noche había en el Silver Slipper cuatro hombres, y yo, el friegaplatos. Estaba Ezra Harper, el tabernero; John Gower, capitán del Sea-Woman; Jonas Hopkins, abogado procedente de Salem; y el capitán Starkey del Vulture. Estos cuatro hombres estaban sentados frente a una mesa de roble delante de un gran fuego que crepitaba en la chimenea, mientras yo correteaba por la taberna atendiendo a los clientes, llenando jarras y calentando licores especiados.

El capitán Starkey estaba sentado de espaldas al fuego y miraba a la ventana contra la que golpeaba y repiqueteaba el granizo. Ezra Harper estaba sentado a su derecha, al final de la mesa. El capitán Gower estaba en el otro extremo, y el abogado, Jonas Hopkins, estaba sentado justo enfrente de Starkey, dando la espalda a la ventana y mirando el fuego.

—¡Más brandy! —bramó Starkey, golpeando la mesa con su enorme y nudoso puño. Era un tosco gigante de mediana edad, con una barba espesa y negra y ojos que brillaban por debajo de gruesas cejas negras.

—Una noche fría para los que navegan por el mar —comentó Ezra Harper.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 188 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Fuego de Asurbanipal

Robert E. Howard


Cuento


Yar Ali entornó los ojos lentamente mirando al extremo del cañón azulado de su Lee-Enfield, invocó devotamente a Alá y envió una bala a través del cerebro de un veloz jinete.

—¡Allaho akbar!

El enorme afgano gritó con júbilo, agitando su arma sobre la cabeza.

—¡Dios es grande! ¡Por Alá, sahib, he enviado a otro de esos perros al Infierno!

Su acompañante echó un vistazo cautelosamente sobre el borde de la trinchera de arena que habían excavado con sus propias manos. Era un americano fibroso, de nombre Steve Clarney.

—Buen trabajo, viejo potro —dijo esta persona—. Quedan cuatro. Mira, se están retirando.

En efecto, los jinetes de túnicas blancas se alejaban, agrupándose más allá del alcance de un disparo de rifle, como si celebraran un consejo. Eran siete cuando se habían lanzado sobre los dos camaradas, pero el fuego de los rifles de la trinchera había tenido consecuencias mortíferas.

—¡Mira, sahib, abandonan la refriega!

Yar Ali se irguió valientemente y lanzó provocaciones a los jinetes que se marchaban, uno de los cuales se volvió y envió una bala que levantó la arena un metro por delante de la zanja.

—Disparan como los hijos de una perra —dijo Yar Ali con complacida autoestima—. Por Alá, ¿has visto a ese bandido caerse de la silla cuando mi plomo alcanzó su destino? Arriba, sahib, ¡vamos a perseguirlos y acabar con ellos!

Sin prestar atención a la descabellada propuesta —pues sabía que era uno de los gestos que la naturaleza afgana exige continuamente— Steve se levantó, se sacudió el polvo de los pantalones y, mirando en dirección a los jinetes, convertidos ahora en manchas blancas en el remoto desierto, dijo con tono pensativo:

—Esos tipos cabalgan como si tuvieran algún objetivo definido en mente, no como corren los hombres que huyen de la derrota.


Información texto

Protegido por copyright
30 págs. / 53 minutos / 187 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Pueblo de la Oscuridad

Robert E. Howard


Cuento


Fui a la Cueva de Dagón para matar a Richard Brent. Bajé por las oscuras avenidas que formaban los árboles enormes, y mi humor reflejaba la primitiva lobreguez del escenario. La llegada a la Cueva de Dagón siempre es oscura, pues las inmensas ramas y las frondosas hojas eclipsan el sol, y lo sombrío de mi propia alma hacía que las sombras pareciesen aún más ominosas y tétricas de lo normal.

No muy lejos, oí el lento batir de las olas contra los altos acantilados, pero el mar mismo quedaba fuera de la vista, oculto por el espeso bosque de robles. La oscuridad y la penumbra de mi entorno atenazaron mi alma ensombrecida mientras pasaba bajo las antiguas ramas, salía a un estrecho claro y veía la boca de la antigua cueva delante de mí. Me detuve, examinando el exterior de la cueva y el oscuro límite de los robles silenciosos.

¡El hombre al que odiaba no había llegado antes que yo! Estaba a tiempo de cumplir con mis macabras intenciones. Durante un instante me faltó decisión, y después, en una oleada me invadió la fragancia de Eleanor Bland, la visión de una ondulada cabellera dorada y unos profundos ojos azules, cambiantes y místicos como el mar. Apreté las manos hasta que los nudillos se me pusieron blancos, e instintivamente toqué el curvo y achatado revólver cuyo bulto pesaba en el bolsillo de mi abrigo.

De no ser por Richard Brent, estaba convencido de que ya me habría ganado a aquella mujer, a la cual deseaba tanto que había convertido mis horas de vigilia en un tormento y mi sueño en una agonía. ¿A quién amaba? Ella no quería decirlo; no creía que ni siquiera lo supiese. Si uno de nosotros desaparecía, pensé, ella se volvería hacia el otro. Y yo estaba dispuesto a hacerle más fácil la decisión… para ella y para mí mismo. Por casualidad había oído a mi rubio rival inglés comentar que pensaba venir a la solitaria Cueva de Dagón en una ociosa excursión… solo.


Información texto

Protegido por copyright
25 págs. / 44 minutos / 176 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Ajuste de Cuentas en Boot Hill

Robert E. Howard


Novela corta


I. Los Laramies cabalgan de nuevo

Cinco hombres cabalgaban por el serpenteante camino que conducía a San León; uno de los jinetes, con voz ronca y monótona, canturreaba:

«Al alborear la aurora de un día de mayo
Brady llegó en el tren de la mañana.
Brady llegó con el Lucero del Alba.
¡Y le disparó al señor Duncan detrás de la barra!»
 

—¡Basta! ¡Cállate de una vez! —fue el más joven de los jinetes quien protestó así. Un muchacho flaco con el pelo como la estopa, un toque de palidez bajo su tez bronceada y brasas ardiendo en sus ojos rebeldes.

El hombre más grande y corpulento de los cinco sonrió ampliamente.

—Bucky está nervioso —burlóse con malicia—. No quieres convertirte en un vulgar forajido como nosotros, ¿no es así, Bucky?

El más joven clavó en él una mirada fulminante.

—¡Que se te llene el gaznate de llagas por lo que has dicho, Jim! —gruñó.

—Te revuelves como un gato montés —respondió tranquilamente Jim el grande—. Pensé que no seríamos capaces de ponerte sobre tu caballo asilvestrado para dirigirnos a San León sin golpearte antes en la cabeza. La única ocasión en que se hace patente tu sangre Laramie, Bucky, es cuando manejas esos endiablados puños tuyos.


Información texto

Protegido por copyright
74 págs. / 2 horas, 10 minutos / 175 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Cabeza de Lobo

Robert E. Howard


Cuento


¿Miedo? Disculpen, Messieurs, pero ustedes desconocen el significado del miedo. No, me mantengo en lo que he dicho. Ustedes son soldados, aventureros. Han conocido cargas de regimientos de dragones, o el pánico en mares azotados por el viento. Pero miedo, el verdadero miedo de puro terror reptante y que pone los pelos de punta, ése lo desconocen. Yo sí he conocido ese miedo; pero hasta el día en que las legiones oscuras asciendan desde las puertas del infierno y el mundo arda en ruinas, ningún hombre volverá a enfrentarse a un miedo similar.

Escuchen, les contaré una historia, ya que ocurrió hace muchos años y a medio camino del otro lado del mundo; y ninguno de ustedes verá jamás al hombre del que les voy a hablar, o si lo ven, no lo reconocerán.

Retrocedan entonces conmigo unos cuantos años atrás en el tiempo, hasta el día en que yo, un caballero joven y temerario, bajé de la pequeña barcaza que me había acercado a tierra firme desde el barco fondeado en el puerto mar adentro, maldije el barrizal que cubría el rústico embarcadero, y recorrí la franja de tierra firme que llevaba hasta el castillo, en respuesta a la invitación de un viejo amigo, Dom Vincente da Lusto.

Dom Vincente era un hombre extraño, de carácter fuerte y amplitud de miras, un visionario adelantado a los conocimientos de su tiempo. En sus venas, quizás, corriese la sangre de aquellos antiguos fenicios que, como nos relatan los sacerdotes, dominaron los mares y construyeron ciudades en tierras lejanas en épocas inmemoriales. Su plan para enriquecerse era extraño y, sin embargo, tuvo éxito; a pocos hombres se les hubiera ocurrido, e incluso menos lo hubieran logrado. Y es que su hacienda se encontraba en la costa occidental de ese oscuro y místico continente, ese enigma para los exploradores… África.


Información texto

Protegido por copyright
29 págs. / 50 minutos / 134 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

No Me Cavéis una Tumba

Robert E. Howard


Cuento


El estruendo de mi anticuado aldabón, reverberando tétricamente por toda la casa, me despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas. Miré por la ventana. Bajo la última luz de la luna, el rostro blanquecino de mi amigo John Conrad me miraba.

—¿Puedo subir, Kirowan? —su voz era temblorosa y tensa.

—¡Por supuesto!

Salté de la cama y me puse un batín mientras le oía entrar por la puerta principal y subir las escaleras.

Un momento después lo tenía delante de mí, y bajo la luz que había encendido vi que sus manos temblaban y noté la palidez antinatural de su cara.

—El viejo John Grimlan ha muerto hace una hora —dijo bruscamente.

—¿Sí? No tenía idea de que estuviera enfermo.

—Ha sido un ataque repentino y virulento de naturaleza singular, una especie de acceso en cierto modo parecido a la epilepsia. Los últimos años había sufrido este tipo de crisis, ¿sabes?

Asentí. Algo sabía del viejo ermitaño que había vivido en la gran casa oscura en lo alto de la colina; de hecho, había sido testigo de uno de sus extraños ataques, y me horrorizaron las convulsiones, los aullidos y los gimoteos del desdichado, que se retorcía sobre el suelo como una serpiente herida, mascullando terribles maldiciones y negras blasfemias hasta que su voz se quebró en un chillido sin palabras que regó sus labios de espuma. Al ver esto, comprendí por qué la gente de épocas antiguas consideraba a semejantes víctimas como hombres poseídos por demonios.


Información texto

Protegido por copyright
16 págs. / 29 minutos / 133 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

12345