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autor: Robert Louis Stevenson etiqueta: Cuento


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El Diablo de la Botella

Robert Louis Stevenson


Cuento


Había un hombre en la isla de Hawai al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela, además era un marinero de primera clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.

San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. «¡Qué casas tan buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.


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38 págs. / 1 hora, 7 minutos / 599 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Isla de las Voces

Robert Louis Stevenson


Cuento


Keola, que estaba casado con Lehua, hija de Kalamake, vivía con su suegro, el hombre sabio de Molokai. No había nadie en la isla más astuto que aquel profeta; leía los astros y adivinaba las cosas futuras mediante los cadáveres y las criaturas malignas: iba solo a las partes más altas de la montaña, a la región de los duendes, y allí preparaba trampas para capturar a los espíritus de los antiguos.

Todo esto hacía que no hubiera nadie más consultado en todo el reino de Hawaii. Las personas sensatas compraban, vendían, contraían matrimonio y organizaban su vida de acuerdo con sus consejos; y el rey le llamó dos veces a Kona para buscar los tesoros de Kamehameha. Tampoco había otro hombre más temido: entre sus enemigos, unos se habían consumido en la enfermedad por el poder de sus encantamientos, y otros se habían esfumado en cuerpo y alma, hasta el punto de que la gente buscaba en vano el más mínimo resto suyo. Se rumoreaba que poseía el arte y el don de los antiguos héroes. Se le había visto de noche en las montañas, caminando sobre los riscos; se le había visto atravesar los bosques donde crecían los árboles más altos, y su cabeza y sus hombros sobresalían por encima de sus copas.

Este Kalamake era un hombre de extraña apariencia. Procedía de las mejores estirpes de Molokai y Maui, sin mezcla de ninguna clase, y sin embargo tenía la piel más blanca que ningún extranjero; su cabello era del color de la hierba seca, y sus ojos, enrojecidos, estaban casi ciegos, de manera que “ciego como Kalamake, que ve más allá del mañana”, era una de las expresiones favoritas de las islas.


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27 págs. / 47 minutos / 372 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Ladrón de Cadáveres

Robert Louis Stevenson


Cuento


Todas las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacia viento como si no, tanto si llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.


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25 págs. / 44 minutos / 598 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Olalla

Robert Louis Stevenson


Cuento


—Bueno —dijo el médico—, yo ya he terminado, y puedo añadir con orgullo que no sin éxito. Ya solo falta sacarle a usted de esta ciudad fría y perjudicial, y proporcionarle un par de meses de aire puro y paz de espíritu. Lo último es cosa suya. En lo primero creo que puedo ayudarle. No imagina usted qué casualidad: precisamente el otro día vino el cura del pueblo, y como ambos somos viejos amigos, aunque profesemos una fe diferente, me consultó respecto a cierto asunto que preocupaba a algunos de sus feligreses. Se trata de la familia…, aunque usted no conoce España y no deben de sonarle ni siquiera los nombres de nuestros grandes, baste con decir que en otro tiempo fueron personas muy distinguidas y que hoy están al borde de la miseria. No les queda nada, salvo una casa solariega y algunas leguas de terreno desértico y montañoso donde no podría sobrevivir ni una cabra. Sin embargo, la casa es muy hermosa y antigua y está en lo alto de las montañas, por lo que resulta muy saludable. En cuanto mi amigo me contó el caso, me acordé de usted. Le expliqué que había atendido a un oficial herido, herido por la buena causa, que necesitaba un cambio de aires, y le propuse que sus amigos lo recibiesen a usted como huésped. En el acto, el cura se puso muy serio, tal como yo me había maliciado, y afirmó que esa posibilidad estaba descartada. «Pues por mí ya se pueden morir de hambre», respondí, «porque si hay algo que no soporto es el orgullo en los necesitados». El caso es que nos despedimos algo enfadados; no obstante, ayer, para mi sorpresa, el cura vino a verme y rectificó: las reticencias con que se había encontrado, me explicó, habían sido menores de las que se temía, o, en otras palabras, aquella gente tan altiva había preferido tragarse su orgullo. Así que cerré el trato y, si usted acepta, dispone de una habitación reservada en la casa.


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52 págs. / 1 hora, 32 minutos / 130 visitas.

Publicado el 28 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Pabellón de las Dunas

Robert Louis Stevenson


Cuento


EL PABELLÓN DE LAS DUNAS

Dedicado a D. A. S.
en recuerdo de los días pasados cerca de Fidra

1

En el que se cuenta cómo acampé junto al mar, en el bosque de Graden, y vi una luz en el pabellón

De joven fui un gran solitario. Me enorgullecía quedarme al margen y estar a mi aire, y puede decirse que no tuve ni amigos ni conocidos hasta que conocí a la que acabó convirtiéndose en mi mujer y en la madre de mis hijos. Tan solo con un hombre tuve algún trato: con el caballero R. Northmour, de Graden Easter, en Escocia. Nos habíamos conocido en la universidad y, a pesar de no tener mucho en común ni gozar de demasiada confianza, compartíamos ciertas semejanzas de carácter que nos permitieron relacionarnos sin dificultad. Nos creíamos unos misántropos, aunque luego he pensado que quizá fuéramos solo hoscos. Y apenas podía hablarse de camaradería, sino de coexistencia entre dos seres insociables. El temperamento extraordinariamente violento de Northmour le hacía casi imposible relacionarse con nadie más que yo, e igual que él soportaba mis hábitos taciturnos y me dejaba ir y venir a mi antojo, yo toleraba su presencia sin complicaciones. Creo que nos teníamos por amigos.


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61 págs. / 1 hora, 47 minutos / 304 visitas.

Publicado el 28 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Una Vieja Canción

Robert Louis Stevenson


Cuento


1

El teniente coronel John Falconer rompió con la tradición familiar al alistarse en el ejército y toda su juventud fue onerosa y catastrófica. Estuvo a punto de que lo expulsaran de su regimiento; se vio implicado en un escándalo acerca de los fondos del comedor de oficiales, incurrió en unas deudas espantosas; cuando su tía le envió un panfleto religioso, se lo devolvió con un comentario escrito en un seco estilo militar. Mediante aquellos destellos y reverberaciones su familia iba sabiendo de cuando en cuando de su tormentosa existencia, y, como nunca les escribía, cada carta desde la India equivalía a un nuevo escándalo.

De pronto, cumplidos ya los treinta años, se convirtió durante una reunión evangelista. Desde ese momento fue un hombre distinto. Le gustaba jactarse de que, desde ese día, jamás había omitido o abreviado sus rezos, y para quienes conocían sus hábitos anteriores, semejante afirmación era ciertamente impresionante. Al mismo tiempo que se volvió religioso, adquirió sentido del deber y se transformó en un buen oficial. Falconer pasaba por ser un hombre fiable, Napier ponía la mano en el fuego por él, y sus hombres le admiraban y le temían a partes iguales.


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 211 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Janet la Torcida

Robert Louis Stevenson


Cuento


El reverendo Murdoch Soulis fue durante mucho tiempo pastor de la parroquia del páramo de Balweary, en el valle de Dule. Anciano severo y de rostro sombrío para sus feligreses, vivió durante los últimos años de su vida sin familia ni criado ni compañía humana alguna, en la modesta y solitaria casa parroquial situada bajo el Hanging Shazv, un pequeño bosque de sauces. A pesar de lo férreo de sus facciones, sus ojos eran salvajes, asustadizos e inciertos. Y cuando en una amonestación privada se explayaba largamente sobre el futuro del impenitente, parecía que su visión atravesara las tormentas del tiempo hasta los terrores de la eternidad. Muchos jóvenes que venían a prepararse para la ceremonia de la Primera Comunión quedaban terriblemente afectados por sus palabras. Tenía un sermón sobre los versículos 1 y 8 de Pedro, «El diablo como un león rugiente», para el domingo después de cada diecisiete de agosto, y solía superarse sobre aquel texto, tanto por la naturaleza espantosa del tema como por el terror que infundía su comportamiento en el púlpito. Los niños estaban aterrorizados hasta el punto de sufrir ataques de histeria, y la gente mayor parecía más misteriosa de lo normal y repetía durante todo el día aquellas insinuaciones de las que Hamlet se lamentaba.


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13 págs. / 24 minutos / 450 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Markheim

Robert Louis Stevenson


Cuento


—Sí —dijo el anticuario—, nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son honrados —y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante—, y en ese caso —continuó— recojo el beneficio debido a mi integridad.

Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.

El anticuario rió entre dientes.

—Viene usted a verme el día de Navidad —continuó—, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.

El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:

—¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!

Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.


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22 págs. / 39 minutos / 158 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Fábulas

Robert Louis Stevenson


Cuento, Fábula


I. Los personajes del relato

Concluido el capítlo 32 de La isla del tesoro, dos de los títeres se fueron a pasear y a fumar una pipa antes de reanudar su trabajo. Se encontraron en un campo, no lejos de donde transcurría la narración.

—Buenos días, Capitán —saludó el primer oficial, con gesto soldadesco y expresión radiante.

—¡Ah, Silver! —masculló el otro—. Ésas no son maneras, Silver.

—Verá usted, capitán Smollet —protestó Silver—, el deber es el deber, y yo lo sé mejor que nadie. Pero ahora estamos de descanso, y no veo ninguna razón para guardar las formas morales.

—Es usted un granuja de cuidado, amigo mío —respondió el Capitán.

—Vamos, vamos, Capitán, seamos justos —dijo el otro—. No hay razón para enfadarse conmigo en serio. No soy más que el personaje de un cuento de marinos. En realidad no existo.

—Tampoco yo existo en realidad, o eso se me figura —asintió el Capitán.

—Yo no pondría límites a lo que un personaje virtuoso pudiera tomar por disputa —contestó Silver—. Pero soy el villano de esta historia. Y, de marino a marino, me gustaría saber cuáles son las posibilidades.

—¿Es que no le enseñaron el catecismo? —preguntó el Capitán—. ¿No sabe usted que existe una cosa llamada autor?

—¿Una cosa llamada autor? —repitió John, con sorna— ¿Quién mejor que yo? La cuestión es si el autor lo creó a usted, y si creó a John el Largo y si creó a Hands y a Pew, y a George Merry, aunque tampoco es que George pinte gran cosa, porque es poco más que un nombre; y si creó a Flint, o lo que queda de él. Y si creó este motín, que le ha causado a usted tantas fatigas. Y si mató a Tom Redruth. Y, bueno… si eso es un autor, ¡que me ahorquen!

—¿No cree usted en un estado futuro? —le interpeló Smollet—. ¿Cree que no hay nada más que esta historia en un papel?


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54 págs. / 1 hora, 34 minutos / 328 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Janet la Contrahecha

Robert Louis Stevenson


Cuento


El reverendo Murdoch Soulis llevaba muchos años al frente de la parroquia de Balweary, una zona de páramos en el valle del Dule, y era un anciano severo, de expresión sombría, que atemorizaba a sus feligreses, y que en los últimos años de su vida ocupaba, sin parientes, criados ni otra compañía humana, una pequeña y solitaria rectoría debajo de Hanging Shaw. A pesar de la férrea compostura de sus facciones, había inseguridad, espanto y un no sé qué de frenético en su mirada; y cuando se extendía, en una exhortación privada, sobre el destino de los réprobos, parecía como si sus ojos atravesaran las tormentas de la vida presente hasta llegar a los terrores de la eternidad. A muchos jóvenes que acudían a él para preparar la comunión anual por Pascua les afectaban en gran manera sus palabras. El reverendo Soulis tenía por costumbre predicar un sermón sobre el versículo octavo del capítulo cinco en la primera epístola de Pedro, “El demonio como león rugiente”, el primer domingo después del diecisiete de agosto todos los años, y solía superarse a sí mismo con ese texto tanto por la naturaleza misma de lo que comentaba como por el terror que inspiraba su comportamiento en el púlpito. Los niños tenían paroxismos de miedo y los ancianos se volvían más sentenciosos que de costumbre, y no cesaban de hacer, durante todo el día, aquellas advertencias que Hamlet menospreciara. La misma rectoría, situada junto a las aguas del Dule entre algunos árboles frondosos, con el imponente Shaw por un lado y con numerosos oteros, que se alzaban fríos y desolados hacia el cielo por el otro, había empezado, ya en los primeros años del ministerio del reverendo Soulis, a ser evitada durante las horas del crepúsculo por todos aquellos que se consideraban personas prudentes; y los hombres de bien que se reunían en la taberna de la aldea movían la cabeza con aprensión ante la idea de pasar tarde por aquel lugar tan peligroso.


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15 págs. / 26 minutos / 284 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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