Ya se ha visto que también Pago Chico tenía juez de paz y que éste
era entonces, desde años, D. Pedro Machado, «pichuleador» enriquecido en
el comercio con los indios, y a quien la política había llamado tarde y
mal.
—¡A la vejez viruela! —decía Silvestre.
Y para desaguisados nadie semejante al juez aquel, famoso en su
partido y en los limítrofes, por una sentencia salomónica que no sabemos
cómo contar porque pasa de castaño obscuro.
Ello es que un mozo del Pago, corralero por más señas, tuvo amores
con una chinita de las de enagua almidonada y pañolón de seda, linda
moza, pero menor y sujeta aún al dominio de la madre, una vieja criolla
de muy malas pulgas que consideraba a su hija como una máquina de lavar,
acomodar, coser, cocinar y cebar mate, puesta a sus órdenes por la
divina providencia.
Demás está decir que se opuso a los amores de Rufina y Eusebio, como
quien se opone a que lo corten por la mitad, y tanto hizo y tanto dijo
para perder al muchacho en el concepto de la niña... que ésta huyó un
día con él sin que nadie supiera adónde.
Desesperación de misia Clara, greñas por el aire, pataleos y pataletas...
El vecindario en masa, alarmado por sus berridos, acudió al rancho,
la roció con Agua Florida, la hizo ponerse rodajas de papas en las
sienes, y por si el disgusto había dañado los riñones, la comadre
Cándida, gran conocedora de males y remedios, le dio unos mates de cepa
caballo...
Luego comenzó el rosario de los consuelos, de las lamentaciones y de los consejos más o menos viables.
—¡Será como ha'e ser misia Clara! ¡Hay que tener pacencia!... ¡Si es de lái háe golver!
—¡Usebio es un buen gaucho y no la v'a dejar! —observaba un consejero
del sexo masculino, que atribuía muy poca importancia al hecho.
Pero misia Clara no quería entender razones, ni aceptar consejos, ni tener paciencia.
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