Se erguía la mata de cáñamo sobre todas las del vallejo. Cuando las
frescas brisas del anochecer bajaban por la cañada sembrando los
perfumes del heno sobre los apretados cogollos de cañamones, se llenaba
toda la hondonada de rumores como si de planta a planta se cruzaran
besos de amor y suspiros de esperanza.
Entonces el hada de los prados, la que desparrama el rocío en
perlitas de cristal sobre el cáliz de las campanillas y las hojitas del
trébol; el hada pequeña y esbelta que vuela sostenida por alas de
mariposas azules y blancas para proteger la vida de las plantas humildes
empezaba a descender desde las alturas posándose, con delicadezas de
libélula, sobre las cimbreantes hojas del cáñamo. A cada mata le hacía
una caricia y, mientras besaba los capullos con sus antenas, iba
recogiendo los deseos de todas aquellas menudas almas que, al fin como
almas, ambicionaban algo fuera de sí. El hada oía, sonreía y volaba. Así
llegose a posar en la soberana de la heredad.
La noche cerraba el horizonte de sombras; había llegado la hora de
los misterios augustos, cuando la espiga ya madura, resquebraja, con
último esfuerzo, su película para caer fecunda al primer beso del sol;
había llegado la hora de las germinaciones desconocidas, de las
vehemencias ignoradas, de las transformaciones sutiles, de todo ese
vivir del mundo vegetal que se estremece, con incógnitas vibraciones,
para ofrecerse a la aurora, rebosante de color y de perfume.
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