Allá por los años de la conquista americana, llegó de Nueva España un
 valiente y aguerrido soldado, natural de las montañas asturianas.
Venía del Nuevo Mundo, ya libre del servicio patrio, trayendo, por 
toda riqueza, una inmensa pepita de oro, que era, relativamente a la 
pobreza de su familia, una verdadera fortuna.
Estaba el buen soldado tan gozoso de su carga y tan impaciente por 
llegar a su aldea y sacar de la escasez a sus parientes y deudos, que no
 se paró en considerar que aquel pedazo tosco y grande del valioso 
metal, no podría ser cambiado fácilmente entre los solitarios habitantes
 de las montañas, y sin otro cuidado, gastando en mesones y posadas la 
poca moneda que traía, llegó a su aldehuela  por fin.
Era ésta como de una veintena de casas, reunidas allá en los picachos
 más altos de un monte sombrío y adusto, rodeado en sus faldas de 
nogales y castaños, y tan colgada materialmente estaba entre las breñas y
 peñones, que a no ser de las águilas, de nadie había sido visitada.
Llegó el soldado a su hogar, y después de aquellas justas y alegres 
expansiones de la familia, y después del paseo triunfal por entre 
vecinos y compañeros, llegó el turno de las especulaciones financieras, y
 contada la prosopopeya y engreimiento del caso, sacó nuestro viajero el
 colosal pedazo de oro.
Allí había que ver las exclamaciones de los muchachos, el persignarse
 de las viejas y el regocijo de toda la familia, que se juzgaba 
completamente poderosa al verse dueña de tan inmensa riqueza. Pasó 
también el turno de las alegrías inesperadas, y una vez sola la familia 
del soldado comenzaron los planes para su futuro engrandecimiento.
Hubo profunda deliberación sobre los medios, y al fin se convino en 
hacerse con buenos robledales y campos de manzanos que en la localidad 
se vendían, conformes todos en que, sin salir de aquellos queridos 
lugares, podían llegar a un completo bienestar.
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