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autor: Rubén Darío editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento textos disponibles contiene: 'u'


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Amar Hasta Fracasar

Rubén Darío


Cuento


Hablábamos varios hombres de letras de las cosas curiosas que, desde griegos y latinos, han hecho ingenios risueños, pacientes o desocupados, con el lenguaje. Versos que se pueden leer al revés tanto como al derecho, guardando siempre el mismo sentido, acrósticos arrevesados, en losange; y luego, prosas en que se suprimiera una de las vocales, en largos cuentos castellanos.

Entonces yo les hablé de una curiosidad, en verdad de las más peregrinas, que hice insertar, siendo muy joven, en una revista que dirigía, allá en la lejana Nicaragua, un mi íntimo amigo. Es un cuento corto, en el cual no se suprime una vocal, sino cuatro. Vais a leerlo. No encontraréis otra vocal más que la a. Y os mantendrá con la boca abierta. ¿Su autor?, sudamericano, seguramente, quizás antillano, posiblemente de Colombia. Ignoro e ignoré siempre su nombre. He aquí la lucubración a que me refiero:

AMAR HASTA FRACASAR

Trazada para la A

La Habana aclamaba a Ana, la dama más agarbada, más afamada. Amaba a Ana Blas, galán asaz cabal, tal amaba Chactas a Atala.

Ya pasaban largas albas para Ana, para Blas; mas nada alcanzaban. Casar trataban; mas hallaban avaras a las hadas, para dar grata andanza a tal plan.

La plaza, llamada Armas, daba casa a la dama; Blas la hablaba cada mañana; mas la mamá, llamada Marta Albar, nada alcanzaba. La tal mamá trataba jamás casar a Ana hasta hallar gran galán, casa alta, ancha arca para apañar larga plata, para agarrar adahalas. ¡Bravas agallas! ¿Mas bastaba tal cábala?. Nada ¡ca! ¡nada basta a tajar la llamada aflamada!


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3 págs. / 6 minutos / 2.808 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Palomas Blancas y Garzas Morenas

Rubén Darío


Cuento


Mi prima Inés era rubia como una alemana. Fuimos criados juntos, desde muy niños, en casa de la buena abuelita que nos amaba mucho y nos hacía vernos como hermanos, vigilándonos cuidadosamente, viendo que no riñésemos. ¡Adorable, la viejecita, con sus trajes agrandes flores, y sus cabellos crespos y recogidos como una vieja marquesa de Boucher!

Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y comprendía —lo recuerdo muy bien— lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente, en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

Inés crecía. Yo también, pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo —¡mi mundo e mozo!— y mi casa, mi abuela, mi prima, mi gato, —un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos.

Partí.

Allá en el colegio mi adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo comprendiese el binomio de Newton, pensé, —todavía vaga y misteriosamente,— en mi prima Inés.

Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los besos eran un placer exquisito.

Tiempo.

Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar, y salí, en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 816 visitas.

Publicado el 22 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Ninfa

Rubén Darío


Cuento


Cuento parisiense

En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña golosa un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta.

Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una buena comida. Éramos todos artistas, quién más, quién menos, y aun había un sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada el gran nudo de una corbata monstruosa.

Alguien dijo: —¡Ah, sí, Fremiet! —Y de Fremiet se pasó a sus animales, a su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, otro, como mirando al cazador, alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta. ¿Quién habló de Mirón? El sabio, que recitó en griego el epigrama de Anacreonte: Pastor, lleva a pastar más lejos tu boyada no sea que creyendo que respira la vaca de Mirón, la quieras llevar contigo.

Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada argentina:

—¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos semidioses. Os advierto que más que a los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría robar por uno de esos monstruos robustos, sólo por oír las quejas del engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza.

El sabio interrumpió:


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 520 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Extraña Muerte de Fray Pedro

Rubén Darío


Cuento


Visitando el convento de una ciudad española, no ha mucho tiempo, el amable religioso que nos servía de cicerone, al pasar por el cementerio, me señaló una lápida en que leí, únicamente: Hic iacet frater Petrus.

—Este —me dijo— fue uno de los vencidos por el Diablo.

—Por el viejo Diablo que ya chochea —le dije.

—No —me contestó—. Por el demonio moderno que se escuda con la ciencia.

Y me narró el sucedido.

Fray Pedro de la Pasión era un espíritu perturbado por el maligno espíritu que infunde el ansia de saber. Flaco, anguloso, nervioso, pálido, dividía sus horas conventuales entre la oración, las disciplinas y el laboratorio que le era permitido, por los bienes que atraía a la comunidad. Había estudiado, desde muy joven, las ciencias ocultas. Nombraba, con cierto énfasis, en las horas de conversación, a Paracelsus, a Alberto el Grande; y admiraba profundamente a ese otro fraile Schwartz, que nos hizo el diabólico favor de mezclar el salitre con el azufre.

Por la ciencia había llegado hasta penetrar en ciertas iniciaciones astrológicas y quirománticas; ella le desviaba de la contemplación y del espíritu de la Escritura. En su alma se había anidado el mal de la curiosidad, que perdió a nuestros primeros padres. La oración misma era olvidada con frecuencia, cuando algún experimento le mantenía cauteloso y febril.


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4 págs. / 8 minutos / 559 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Sátiro Sordo

Rubén Darío


Cuento


Habitaba cerca del Olimpo un sátiro, y era el viejo rey de su selva. Los dioses le habían dicho: "Goza, el bosque es tuyo; sé un feliz bribón, persigue ninfas y suena tu flauta". El sátiro se divertía.

Un día que el padre Apolo estaba tañendo la divina lira, el sátiro salió de sus dominios y fue osado a subir al sacro monte y sorprender al dios crinado. Éste le castigó tornándole sordo como una roca. En balde en las espesuras de la selva llena de pájaros se derramaban los trinos y emergían los arrullos. El sátiro no oía nada. Filomela llegaba a cantarle sobre su cabeza enmarañada y coronada de pámpanos, canciones que hacían detenerse los arroyos y enrojecerse las rosas pálidas. Él permanecía impasible, o lanzaba sus carcajadas salvajes y saltaba lascivo y alegre cuando percibía por el ramaje lleno de brechas alguna cadera blanca y rotunda que acariciaba el sol con su luz rubia. Todos los animales le rodeaban como a un amo a quien se obedece.

A su vista, para distraerle, danzaban coros de bacantes encendidas en su fiebre loca, y acompañaban la armonía, cerca de él, faunos adolescentes, como hermosos efebos, que le acariciaban reverentemente con su sonrisa; y aunque no escuchaba ninguna voz, ni el ruido de los crótalos, gozaba de distintas maneras. Así pasaba la vida este rey barbudo que tenía patas de cabra.

Era sátiro caprichoso.

Tenía dos consejeros áulicos: una alondra y un asno. La primera perdió su prestigio cuando el sátiro se volvió sordo. Antes, si cansado de su lascivia soplaba su flauta dulcemente, la alondra le acompañaba.

Después, en su gran bosque, donde no oía ni la voz del olímpico trueno, el paciente animal de las largas orejas le servía para cabalgar, en tanto que la alondra, en los apogeos del alba, se le iba de las manos, cantando camino de los cielos.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 781 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Larva

Rubén Darío


Cuento


Como se hablase de Benvenuto Cellini y alguien sonriera de la afirmación que hace el gran artífice en su Vida, de haber visto una vez una salamandra, Isaac Codomano dijo:

—No sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una salamandra, una larva o una ampusa.

Os contaré el caso en pocas palabras.

Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes. Aparecióse un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un documento perdido en los archivos de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta casa que tengo bien presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile sin cabeza y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una infernal araña. Todo eso lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo que yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.


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3 págs. / 5 minutos / 1.269 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Nochebuena

Rubén Darío


Cuento


El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.


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Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Primavera Apolínea

Rubén Darío


Cuento


I

Una copiosa cabellera. Unos ojos de ensueño y de voluntad. Juventud, mucha juventud: un poeta. Habla:

—Yo nací del otro lado del Océano, en la tierra de las pampas y del gran río. Desde mi pubertad me sentí Abel; un Abel resuelto a vivir toda mi vida y a desarmar a Caín de su quijada de asno. Afligí a mis padres, puesto que muy temprano vieron en mí el signo de la lira. Se me rodeó de guarismos en el ambiente de las transaciones, y salté la valla. De todo el himno de la patria sólo quedó en mi espíritu, cantando, un verso: ¡Libertad! ¡libertad! ¡libertad! Y me sentí desde luego libre por mi íntima volición.

Y conocí a un hermano mayor, a un compañero, que tendiéndome la diestra me señaló un vasto campo para las luchas y para los clamores, me inició en el sentimiento de la solidaridad humana, aquel joven bello y atrevido de vida trágica y de versos fuertes. Mi bohemia se mezcló a las agitaciones proletarias, y aun adolescente, me juzgué determinado a rojas campañas y protestas. Fraseé cosas locamente audaces y rimé sonoras imposibilidades. Mi alma, anhelante de ejercicios y actividades, fluctuó en su primavera sobre el suburbio. No sabía yo bien adonde iba, sino adonde me llamaban lejanos clarines. Me imbuí en el misterio de la naturaleza, y el destino de las muchedumbres, enigma fué para mí, tema y obsesión. Ardí de orgullo. Consideréme en la solidaridad humana, vibrantemente personal. Nada me fué extraño, y mi yo invadía el universo, sin otro bagaje que el que mi caja craneana portaba de ensueños y de ideas.


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3 págs. / 6 minutos / 241 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Huitzilopoxtli

Rubén Darío


Cuento


Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.

Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de mister John Perhaps, médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible.

—Porfirio dominó —decía— porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.

—¡No diga macanas! —contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina.

—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...


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5 págs. / 8 minutos / 228 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Bajo las Luces del Sol Naciente

Rubén Darío


Cuento


Era el país de oro y seda, y en el aire fino como de cristal volaban las cigüeñas, y se esponjaban los crisantemos del biombo. Los cerezos florecían, y entre sus ramas alegres se divisaba un monte azul. Una rana de madera labrada era igual a las ranas del pantano. Sobre la laca negra corría un arroyo dorado. Muñecas de carne, con la cabellera atravesada por alfileres áureos, hacían reverencias sonrientes, y gestos menudos. En las casas de papel, en la ignorancia feliz del pudor, se bañaban las niñas. Cortesanas ingenuas servían el té en tacitas de Liliput. En los «kimonos» historiados se envolvían cuerpos casi impúberes e inocentemente venales. Se hablaba de un viejo llamado Hokusai, que se llamaba a sí mismo «el loco del dibujo». Floreros raros se llenaban de flores extrañas ante los budhas risueños. Nobles daimios hacían lucir al sol curvos sables de largo puño. Los «netskes» y las máscaras reproducían faces joviales o aterrorizadas, caras de brujas o regordetas caras infantiles. Al amor de una naturaleza como de fantasía, se vivía una vida casi de sueño.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 342 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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