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El Ojo de Alá

Rudyard Kipling


Cuento


Como el chantre de San Illod era un músico demasiado entusiasta para ocuparse de la biblioteca, el sochantre, a quien le encantaban todos los detalles de esa tarea, estaba limpiándola, tras dos horas de escribir y dictar en el Scriptorium. Los copistas entregaron sus pergaminos —se trataba de los Cuatro Evangelios, sin iluminar, que les había encargado un Abad de Evesham— y salieron a rezar las vísperas. John Otho, más conocido como Juan de Burgos, no hizo caso. Estaba bruñendo un relieve diminuto de oro en su miniatura de la Anunciación para el Evangelio según San Lucas, que se esperaba más adelante se dignara aceptar el Cardenal Falcadi, Legado Apostólico.

—Para ya, Juan —dijo el sochantre en voz baja.

—¿Eh? ¿Ya se han ido? No había oído nada. Espera un minuto, Clemente.

El sochantre esperó, paciente. Hacía más de doce años que conocía a Juan, que se pasaba el tiempo entrando y saliendo de San Illod, a cuyo monasterio siempre decía pertenecer cuando estaba fuera de él. Se le permitía decirlo sin problemas, pues parecía estar versado en todas las artes, todavía más que otros Fitz Othos y también parecía llevar todos sus secretos prácticos bajo la cogulla. El sochantre miró por encima del hombro hacia el pergamino alisado en el que estaban pintadas las primeras palabras del Magnificat, en oro sobre un fondo de pan de laca roja para el halo apenas iniciado de la Virgen. Ésta aparecía, con las manos unidas en gesto maravillado, en medio de una red de arabescos infinitamente intrincados, en torno a cuyos bordes había flores de naranjo que parecían llenar el aire azul y cálido que cubría el diminuto paisaje reseco a media distancia.

—Le has dado un aire totalmente judío —dijo el sochantre estudiando las mejillas oliváceas y la mirada cargada de presentimiento.


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24 págs. / 43 minutos / 644 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Bee, Bee, Ovejita Negra

Rudyard Kipling


Cuento


Bee, ovejita negra,
dime, ¿tienes lana?
Sí, señor, sí; tres sacos llenos tengo.
Uno para el amo, uno para el ama…
Nada para el niño
que llora en la cama.

Canción infantil

EL PRIMER SACO

Cuando estaba en la casa de mi padre, estaba en un lugar mejor.

Estaban acostando a Punch: el aya, el hamal y Meeta, el muchacho surti del turbante dorado y rojo. Judy ya casi estaba dormida debajo de su mosquitera. A Punch le dejaron quedarse hasta la hora de la cena. Fueron muchos los privilegios que se le concedieron en los últimos diez días, y todos los que integraban su mundo aceptaban de mejor grado sus modales y sus hazañas, normalmente escandalosas. Punch se sentó en el borde de la cama y se puso a balancear las piernas desnudas con aire desafiante.

—¿Nos dará Punch-baba las buenas noches? —le pidió el aya.

—No. Punch-baba quiere el cuento del Ranee que se convirtió en tigre. Que lo cuente Meeta, y el hamal que se esconda detrás de la puerta y que ruja como un tigre cuando corresponda.

—Si hacemos eso despertaremos a Judy -baba —observo el aya.

—Judy-baba está despierta —anunció una vocecilla cantarina desde debajo del mosquitero—. Érase una vez un Ranee que vivía en Delhi. Sigue, Meeta —dijo Judy, y volvió a quedarse dormida mientras Meeta empezaba a contar la historia.

Nunca había conseguido Punch que le contaran el cuento con tan poca resistencia. Reflexionó un buen rato. El hamal hacía los ruidos del tigre en veinte claves distintas.

—¡Para! —ordenó Punch en tono autoritario—. ¿Por qué no viene papá a darme mua-mua?

—Punch-baba se marchará pronto —dijo el aya—. Dentro de una semana ya no estará aquí para tomarme el pelo. —Suspiró ligeramente, pues quería mucho al niño.


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34 págs. / 1 hora / 225 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Colmena Madre

Rudyard Kipling


Cuento


La polilla de la cera jamás habría entrado si la colonia no hubiera sido vieja y no estuviese superpoblada, pero cuando se concentran demasiadas abejas en una colmena, es inevitable que aparezcan enfermedades y parásitos. El calor en las galerías aumentó en el mes de junio, con el trasiego de la miel, y aunque las ventiladoras trabajaban para refrescar la colmena hasta que les dolían las alas, todo el mundo sufría.

Una abeja joven trepó por la resbaladiza y pisoteada plancha de vuelo.

—Disculpa —empezó a decir—, es mi primer vuelo recolector. ¿Serías tan amable de indicarme si ésta es mi…?

—¿… colmena? —respondió el centinela con brusquedad—. ¡Sí! ¡Pasa y que te infecte ese asqueroso parásito! ¡La siguiente!

—¡Qué vergüenza! —exclamaron media docena de obreras con las alas y los nervios destrozados, y hubo protestas y zumbidos.

La pequeña polilla de la cera, agazapada en una grieta de la plancha de vuelo, llevaba todo el día esperando esta oportunidad. Se escabulló como un fantasma y, como sabía que las abejas adultas la expulsarían de inmediato, se escondió en una de las cámaras de cría, donde las más jóvenes que aún no habían visto a los vientos soplar ni a las flores asentir con sus cabezas, debatían sobre la vida. Allí estaría a salvo, pues las recién nacidas toleraban a cualquier extranjero. Llegó tras ella la abeja que había sido insultada por el centinela.

—¿Cómo es el mundo, Melissa? —preguntó una compañera.

—¡Cruel! Vengo cargada hasta más no poder, con un material de primera, ¡y el centinela me dice que me infecte ese asqueroso parásito! —Se sentó en la corriente fresca que soplaba entre los panales.

—¡Tendríais que haber oído en qué tono insolente ha maldecido el centinela a nuestra hermana! —dijo la polilla de la cera con voz almibarada—. Ha suscitado la indignación de toda la comunidad.


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19 págs. / 34 minutos / 174 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Ciudad de la Noche Atroz

Rudyard Kipling


Cuento


El calor denso y húmedo que cubría como un manto el rostro de la tierra aniquilaba de raíz cualquier esperanza de sueño. Las cigarras ayudaban al calor, y el aullido de los chacales a las cigarras. Era imposible estarse quieto en el eco de la casa oscura y vacía viendo cómo el abanico golpeaba el aire muerto. A las diez de la noche clavé la punta de mi bastón en el centro del jardín y esperé a ver cómo caía. Señaló directamente hacia el camino iluminado por la luna que conduce a la Ciudad de la Noche Atroz. El ruido del bastón al caer asustó a una liebre, que corrió a refugiarse en un cementerio mahometano en desuso, donde los cráneos sin mandíbulas y los fémures de cabeza roma, cruelmente expuestos a las lluvias de julio, refulgían como la madreperla en la tierra acanalada por el agua. El aire caliente y la tierra pesada habían hecho salir incluso a los muertos en busca de frescor. La liebre avanzó renqueando, olisqueó con curiosidad un trozo de cristal ahumado procedente de una lámpara rota, y se perdió en la sombra de unos tamariscos.


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8 págs. / 14 minutos / 169 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Jardinero

Rudyard Kipling


Cuento


Una tumba se me dio,
una guardia hasta el Día del Juicio;
y Dios miró desde el cielo
y la losa me quitó.

Un día en todos los años,
una hora de ese día,
su Ángel vio mis lágrimas,
¡y la losa se llevó!

En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y con nadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblo sabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde su adolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades y desperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija de un suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta y cinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentable asunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ella misma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse a pasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue a buscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de un descuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, pero triunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.


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13 págs. / 23 minutos / 133 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Marca de la Bestia

Rudyard Kipling


Cuento


Tus dioses y mis dioses: ¿sabes tú o sé yo
quiénes son más poderosos?

Proverbio indio

Al este de Suez, sostienen algunos, la Providencia deja de ejercer su control. Los hombres quedan sometidos al poder de los dioses y demonios de Asia, y la Iglesia anglicana se limita a supervisar a los ingleses tan sólo moderada y esporádicamente.

Esta teoría explica una parte de los horrores más innecesarios de la vida en la India, por eso me propongo ampliarla para contar esta historia.

Mi amigo Strickland, que es policía y buen conocedor de los nativos de la India, puede dar fe de los hechos que aquí van a relatarse. Dumoisa, nuestro médico, también presenció lo mismo que Strickland y yo presenciamos. Su interpretación de las pruebas, sin embargo, fue del todo errada. Ahora está muerto; murió de un modo bastante curioso y ya descrito en otro lugar.

Cuando Fleete llegó a la India, tenía algo de dinero y un poco de tierra en el Himalaya, cerca de un lugar llamado Dharamsala. Había heredado ambas cosas de un tío suyo, y tomó la firme decisión de conservarlas. Era un hombre grande, gordo, inofensivo y genial. Su conocimiento de los nativos era, naturalmente, limitado, y se quejaba de las barreras lingüísticas.


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15 págs. / 26 minutos / 892 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Hombre que Pudo Reinar

Rudyard Kipling


Cuento


Hermano del príncipe y compañero
del mendigo en caso de merecerlo.

La Ley, tal y como está formulada, establece una conducta vital justa, algo que no es sencillo mantener. He sido compañero de un mendigo una y otra vez, en circunstancias que impedían que ninguno de los dos supiéramos si el otro lo merecía. Todavía he de ser hermano de un príncipe, si bien una vez estuve próximo a establecer una relación de amistad con alguien que podría haber sido un verdadero rey y me prometieron la instauración de un reino: ejército, juzgados, impuestos y policía, todo incluido. Sin embargo, hoy, mucho me temo que mi rey esté muerto y que si deseo una corona deberé ir a buscarla yo mismo.

Todo comenzó en un vagón de tren que se dirigía a Mhow desde Ajmer. Se había producido un déficit presupuestario que me obligó a viajar no ya en segunda clase, que sólo es ligeramente menos distinguida que la primera, sino en intermedia, algo verdaderamente terrible. No hay cojines en la clase intermedia y la población es bien intermedia; es decir, euroasiática o bien nativa, lo cual para un largo viaje nocturno es desagradable; mención aparte merecen los haraganes, divertidos pero enloquecedores. Los usuarios de la clase intermedia no frecuentan los vagones cafetería; portan sus alimentos en fardos y cacerolas, compran dulces a los vendedores nativos de golosinas y beben el agua de las fuentes junto a las vías. Es por esto por lo que en la temporada de calor los intermedios acaban saliendo de los vagones en ataúd y, sea cual sea la climatología, se les observa, motivos hay, con desdén.


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Iglesia que Había en Antioquía

Rudyard Kipling


Cuento


Cuando Pedro vino a Antioquía,
yo me enfrenté a él cara a cara y le reprendí.

Carta de san Pablo a los gálatas 2:11

La madre, una viuda romana, devota y de alta cuna, decidió que al hijo no le hacía ningún bien continuar en aquella Legión del Oriente tan próxima a la librepensadora Constantinopla, y así le procuró un destino civil en Antioquía, donde su tío, Lucio Sergio, era el jefe de la guardia urbana. Valens obedeció como hijo y como joven ávido por conocer la vida, y en ese momento llegaba a la puerta de su tío.

—Esa cuñada mía —observó el anciano— sólo se acuerda de mí cuando necesita algo. ¿Qué has hecho?

—Nada, tío.

—O sea que todo, ¿no?

—Eso cree mi madre, pero no es así.

—Ya lo veremos.

—Tus habitaciones se encuentran al otro lado del patio. Tu… equipaje ya está allí… ¡Bah, no pienso interferir en tus asuntos privados! No soy el tío de lengua áspera. Toma un baño. Hablaremos durante la cena.

Pero antes de esa hora «Padre Serga», que así llamaban al prefecto de la guardia, supo por el erario que su sobrino había marchado desde Constantinopla a cargo de un convoy del tesoro público que, tras un choque con los bandidos en el paso de Tarso, entregó oportunamente.

—¿Por qué no me lo dijiste? —quiso saber su tío mientras cenaban.

—Primero debía informar al erario —fue la respuesta.

Serga lo miró y dijo:

—¡Por los dioses! Eres igual que tu padre. Los cilicios sois escandalosamente cumplidores.

—Ya me he dado cuenta. Nos tendieron una emboscada a menos de ocho kilómetros de Tarso. ¿Aquí también son frecuentes esas cosas?


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Transgresión

Rudyard Kipling


Cuento


El amor no repara en castas ni el sueño en cama rota.
Salí en busca del amor y me perdí.

Proverbio hindú

Todo hombre debiera ceñirse a su propia casta, raza y educación, en cualquier circunstancia. Que vaya el blanco con el blanco y el negro con el negro. En tal caso, cualquier problema que pueda presentarse estará dentro del curso ordinario de las cosas: no será repentino, ni ajeno ni inesperado.

Ésta es la historia de un hombre que deliberadamente traspasó los límites seguros de la vida decente en sociedad, y lo pagó muy caro.

En primer lugar, sabía demasiado, y en segundo lugar vio más de la cuenta. Se interesó en exceso por la vida de los nativos, pero nunca más volverá a hacerlo.

En el recóndito corazón de la ciudad, tras el bustee de Yitha Megyi, se encuentra el callejón de Amir Nath, que muere en una tapia horadada por una ventana con una reja. A la entrada del callejón hay una vaquería, y las paredes a ambos lados carecen de ventanas. Ni Suchet Singh ni Gaur Chand aprueban que sus mujeres se asomen al mundo. Si Durga Charan hubiera sido de la misma opinión, hoy sería un hombre más feliz, y la pequeña Bisesa habría podido amasar su propio pan. Daba la habitación de Bisesa, a través de la ventana enrejada, al angosto y oscuro callejón, donde jamás entraba el sol y las búfalas se revolcaban en el lodo azul. Era una joven viuda, de unos quince años, y día y noche suplicaba a los dioses que le enviaran un nuevo amante, pues no le gustaba vivir sola.

Cierto día, el hombre —Trejago se llamaba— se adentró en el callejón de Amir Nath mientras deambulaba sin rumbo y, tras pasar junto a las búfalas, tropezó con un gran montón de forraje.


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Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Algo de Mí Mismo

Rudyard Kipling


Biografía


PARA MIS AMIGOS CONOCIDOS Y DESCONOCIDOS

Capítulo 1. Una infancia

1865-1878

Dadme los seis primeros años de la vida
de un niño y tendréis el resto

Al mirar atrás desde éstos mis setenta años, tengo la impresión de que, en mi vida de escritor, todas las cartas me han tocado de tal modo que no he tenido más remedio que jugarlas como venían. Así pues, atribuyendo cualquier buena fortuna a Alá, de quien todo viene, doy comienzo:

Mi primer recuerdo es el de un amanecer, su luz y su color y el dorado y rojo de unas frutas a la altura de mi hombro. Debe de ser la memoria de los paseos matutinos por el mercado de frutas de Bombay, con mi aya y después con mi hermana en su cochecito, y de nuestros regresos con todas las compras apiladas en éste. Nuestra aya era portuguesa, católica romana que le rezaba —conmigo al lado— a una Cruz del camino. Meeta, el criado hindú, entraba a veces en pequeños templos hindúes en los que a mí, que no tenía aún edad para entender de castas, me cogía de la mano mientras me quedaba mirando a los dioses amigos, entrevistos en la penumbra.

A la caída de la tarde paseábamos junto al mar a la sombra de unos palmerales que se llamaban, creo, los Bosques de Mhim. Cuando hacía viento, se caían los grandes cocos y corríamos —mi aya con el cochecito de mi hermana y yo— a la seguridad de lo despejado. Siempre he sentido la amenaza de la oscuridad en los anocheceres tropicales, lo mismo que he amado el rumor de los vientos nocturnos entre las palmas o las hojas de los plátanos, y la canción de las ranas de árbol.


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Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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