Palermo, a 22 de julio de 1838
  Yo soy naturalista, y
 mis conocimientos de griego son muy limitados; el objetivo principal de
 mi viaje a Sicilia no ha sido observar los fenómenos del Etna, ni 
arrojar ninguna luz, para mí mismo o para los demás, sobre lo que los 
antiguos autores griegos dijeron de Sicilia. Buscaba ante todo los 
placeres de la vista, que son muchos en ese lugar tan especial. Se 
parece, según dicen, a África; pero lo que en mi opinión está fuera de 
toda duda es que solo se parece a Italia en la voracidad de las 
pasiones. Precisamente de los sicilianos puede decirse que la palabra imposible
 no existe para ellos desde el momento en que les inflama el amor o el 
odio; y el odio, en ese hermoso lugar, nunca se debe a una cuestión de 
dinero.
  Debe tenerse en cuenta que en Inglaterra, y sobre todo en Francia, a menudo se habla de la pasión italiana, de la pasión desenfrenada que existía en la Italia de los siglos XVI y XVII.
 En nuestros días, aquella gran pasión ha muerto, definitivamente, entre
 las clases que se han visto afectadas por la imitación de las 
costumbres francesas y por los comportamientos que están de moda en 
París o en Londres.
  Ya sé que puede decirse que, desde la época del rey Carlos V 
(1530), Nápoles y Florencia, e incluso Roma, imitaron en cierto modo las
 costumbres españolas; ¿pero acaso aquellos hábitos sociales tan nobles 
no se basaban en el respeto ilimitado que todo hombre digno de ese 
nombre debe tener por lo que siente su alma? Lejos de excluir la 
energía, la exageraban, mientras que la primera máxima de los fatuos que
 imitaban al duque de Richelieu, hacía 1760, era la de no parecer inmutarse por nada.
 La máxima de los dandis ingleses, que en la Nápoles de nuestros días se
 prefiere a los fatuos franceses, ¿no es acaso la de parecer aburrirse 
con todo, superiores a todo?
Información texto 'La Duquesa Palliano'