Textos más descargados de Teodoro Baró publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 19 de diciembre de 2020 | pág. 2

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autor: Teodoro Baró editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 19-12-2020


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La Conciencia

Teodoro Baró


Cuento infantil


En aquellos tiempos en que los guerreros iban completamente vestidos de hierro, vivía un hombre muy poderoso, pero muy malo, tanto que cuando se pronunciaba su nombre, sus infelices vasallos se santiguaban y decían:

—¡Dios y la Virgen nos libren de él!

Pero lo decían en voz muy baja y hacían la señal de la cruz cuando nadie les veía, por temor de que alguien fuese a aquel hombre y le dijera:

—Señor; aquél ha hablado mal de ti.

Si tal acusación llegaba a sus oídos, en el acto daba a sus esbirros orden de prender al infeliz, a quien arrancaban del seno de su familia, sin que les conmoviera el llanto ni les impresionaran los desgarradores gritos de su mujer e hijos; y aquella misma noche era sacrificado el vasallo, sin piedad ni misericordia.

Y los villanos cerraban las ventanas y las puertas de sus moradas, porque no llegase hasta ellas rumor alguno, y murmuraban santiguándose:

—¡Dios y la Virgen nos libren de él!

Aquel hombre había edificado un castillo en un picacho alto, muy alto, donde anidaban las aves de rapiña; y éstas le cedieron las peladas rocas porque se dijeron:

—Vámonos de aquí, pues no podemos vivir en compañía de un hombre que es peor que nosotras.

Cuando hubo levantado el castillo, abrió a su alrededor un ancho foso que llenó con las cenagosas aguas que las tempestades depositaban en las inmediaciones y el tiempo corrompía; y cuando las sabandijas y los reptiles llegaron al foso arrastradas por las aguas, se agitaron y remontaron la corriente murmurando:

—Vámonos de aquí, porque no podemos vivir en compañía de un hombre que es peor que nosotros.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cerezas

Teodoro Baró


Cuento infantil


Juanito tenía diez años; unos ojos grandes como manzanas y negros como moras y labios semejantes a su fruta favorita, las cerezas. Era aficionado a ellas con locura, y con ser tantas las que pesaban en las ramas de un cerezo que había delante de su casa, llevaba la cuenta de ellas, comiéndose todos los días las que estaban más maduras, no sin que algunas veces, por falta de medida en el comer, que todo la requiere en este mundo, y por pecar de goloso, que es cosa fea como todo pecado, hallaba en éste la penitencia y lo purgaba con indigestiones. Cuando estaba en cama y a dieta, hacía formal propósito de enmienda, que duraba tanto como la indisposición, pues no tenía fuerza de voluntad bastante para abstenerse de lo que no le convenía.

Si las cerezas gustaban a Juanito, también gustaban a los gorriones; y como en el elegir la fruta sazonada son maestros los pájaros, abrían con su pico un agujero en las más maduras y azucaradas y se recreaban comiendo y bebiendo a un tiempo. Pero lo que era solaz para los gorriones, era desesperación para el niño, que se ponía furioso cada vez que al coger una cereza la hallaba picada; y aunque hubiesen dejado para él la mejor parte, no se consolaba, por más que los gorriones al picotear cantasen:


¡Qué rica está! ¡Pi, pi, pi!
Hay para ti y para mí.
 

—Ahora verás lo que hay para ti, decía Juanito echando espumarajos de rabia, sin tener en cuenta que los niños se ponen muy feos cuando tal hacen, porque la ira es cosa del infierno. Cogía piedras y las tiraba a los gorriones, acertándoles algunas veces; y cuando caían atontados, los remataba para que no volvieran a comerse sus cerezas. También tenía guerra declarada a los insectos, porque a veces encontraba en ellas algún gusanillo que las tomaba por morada; y cuando los veía en el suelo o en las hojas de las flores, los aplastaba, repitiendo lo que decía cuando mataba algún gorrión:


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Zapatero Remendón

Teodoro Baró


Cuento infantil


En una callejuela estrecha, que no recibía de día más luz que la que lograba penetrar por el escaso trecho que separaba las altas y pobres casas de uno y otro lado; iluminándola de noche dos faroles que más bien parecían candilejas, pues encerrada en ellos despedía luz rojiza la torcida, anegada en aceite de mala calidad, sin lograr sus reflejos otra cosa que hacer más densas las sombras, vivía un zapatero remendón que tenía su tenducho en un portal bajo, húmedo y oscuro. Llamábase Francisco y se le veía durante todo el día, y a veces parte de la noche, encorvado sobre los zapatos, mejores para tirados que para remendados.

Teníanle los niños mucha afición, que él les agradecía poco, pues consistía en molestarle; y al salir de la escuela, en vez de ir directamente a sus casas, tomaban por la callejuela y pasaban corriendo delante del tenducho, gritando:


Zapatero, zapatero,
echa suela en el puchero;
zapatero remendón,
te has comido un gran ratón.
 

Francisco procuraba dominarse y no levantar la cabeza; pero se pintaba tal expresión de tristeza en su cara, que si los niños se hubiesen fijado en ella no le hubieran molestado más; porque, por lo regular, los niños son buenos y no creen causar el daño que a veces hacen con sus travesuras. El más travieso, el que más molestaba al remendón y el que capitaneaba a sus compañeros todos los días al salir de la escuela, se llamaba Rafaelito, tenía nueve años y era el que mayor ligereza mostraba en los pies y mayor fuerza en la garganta para huir y gritar a un tiempo:


Zapatero, zapatero,
echa suela en el puchero;
zapatero remendón,
te has comido un gran ratón.
 


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Don Narices

Teodoro Baró


Cuento infantil


Don Narices era un perro honrado. Lo que no se ha podido averiguar es por qué le llamaban don Narices, pues las que tenía eran como las de los otros perros de su casta, sin cosa alguna que las hiciese notables o siquiera diferenciarse en algo de las de los demás canes. Verdad es que al que no tiene pelo le llaman pelón, y rabón al que no tiene rabo, pero esto nada tiene que ver con D. Narices, cuyo pelo era muy lustroso; y como a su dueño no se le había ocurrido la tonta idea de cortarle el rabo y las orejas cuando nació, conservaba aquél y éstas.

Hemos dicho que D. Narices tenía el pelo lustroso, lo que equivale a confesar que le lucía el pelo, que a su vez vale tanto como declarar que comía bien. Si alguien lo dudase bastaría una mirada al cuerpo redondeado y a los muslos rollizos del perro para desvanecer la duda. Comía bien el can, y, además de buena, la comida era abundante. Aseguro que D. Narices era un perro privilegiado. ¡Vaya si lo era! Sépase que aún no se sabe todo; y no se sabe todo porque no se ha dicho. Este perro tenía por morada la mejor de las moradas que a un can puede darse: una cocina. ¿Se concibe dicha superior a la de D. Narices? ¡Cuántos perros vagabundos se quedaban como clavados en el suelo, el cuello a medio torcer y las fosas nasales abiertas aspirando el tufo que de la cocina se desprendía! Y D. Narices comía lo que sus errantes compañeros sólo podían oler. En invierno tenía buena lumbre; y al llegar la noche siempre encontraba una silla, una estera o un trapo que le sirviera de cama. Confesemos que no podía desear mayor felicidad perruna.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Día de Libertad

Teodoro Baró


Cuento infantil


Ocho años tenía Luisito, niño moreno, de ojos como nueces, cabello rizado, en cuyo peinado ponía grande esmero su mamá, que le quería como sólo saben querer las madres; y Luisito a veces abusaba algo del cariño maternal, cosa que no deben hacer los niños. Nada le faltaba, a no ser que el criado no le acompañara cuando iba a la escuela, pues al pasar por la calle sus ojos se clavaban en los niños menos dichosos que él, que por ellas vagaban y hubiera deseado poder correr por la ciudad como ellos, sin que nadie le molestara con su vigilancia. Tanto creció el deseo, que un día aprovechó un descuido del criado para esconderse detrás de la puerta de una escalerilla; y transcurrido buen rato, asomó las narices a la calle, y al convencerse de que el criado se había ido, saltó a ella, echó la gorra en el aire y se dijo:

—¡Ya soy libre!

El bueno del criado estaba desesperado; pero Luisito, sin cuidarse de él, comenzó a recorrer las calles hasta que se detuvo delante de una frutera, compró una libra de peras y se las comió murmurando:

—¡Qué ricas están! ¡En mi casa sólo me permiten comer una! ¡Qué tiranía!

Luego jugó con otros niños; y todo marchaba perfectamente, y Luisito estaba tan contento que no comprendía cómo antes no había hecho su primera escapatoria. Como tenía algunos cuartos, compró un trompo; pero no era muy diestro en su manejo, y el trompo, en vez de bailar en el suelo, pegó un brinco y rompió uno de los vidrios de la tienda de un zapatero que salió con el tirapié. Corrió Luisito cayéndosele la gorra, y tras él echó el zapatero, quien no pudo alcanzarle; pero se quedó con la gorra, diciéndole mientras le amenazaba con el tirapié:

—¡Ah, tunante; lo que es la gorra no te la devuelvo sin que me pagues el vidrio!


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Viento

Teodoro Baró


Cuento infantil


El viento despertó aterido en la cima de la montaña más alta de la tierra, siempre cubierta de nieve. Su desperezar fue terrible, pues pareció que la cordillera temblaba, y la nieve comenzó a rodar por las laderas, arrastrando cuanto encontraba a su paso. Luego el viento se agitó y rugió.

—¡Tengo frío!

Huyó del monte, dando saltos tan grandes como no los ha dado el animal más ligero. Los árboles más añosos se inclinaban a su paso. El viento no hacía más que tocarles y se doblaban. Al llegar a los valles sintió ya el calor de la carrera y continuó rugiendo y saltando. Otra montaña le cerró el paso, y después de haberla azotado como si quisiera derribarla, subió a sus picachos desgajando árboles y derrumbando rocas y saltó al lado opuesto. Allí estaba el mar.

—¡Despierta, hermano, bramó el viento! ¡Aquí estoy yo!

—¿Por qué vienes a turbar mi reposo? preguntó el Océano.

—Quiero jugar contigo. Despierta.

Y para desperezarle, el viento le sacudió con sus robustos brazos.

El mar se entregó al viento, que le levantó hasta las nubes y le dejó caer con estrépito; luego bajó a cogerle al fondo del abismo, y como locos saltaron, corrieron, brincaron; bramando, silbando y rugiendo.

—¿Dónde está el rayo? exclamó el viento. ¡Me gusta jugar contigo, oh mar, cuando su luz siniestra enrojece las nubes!

—Aquí estoy, exclamó con acento metálico.

—¿Quién habla?

—Yo.

—¿Quién eres?

—El telégrafo.

—¿Qué tiene que ver el telégrafo con el rayo?

—El hombre me ha sujetado a este alambre y ha aprovechado mi velocidad para suprimir el espacio.

El viento soltó una carcajada. Al oírla, las ballenas y los tiburones se espantaron y huyeron hacia el polo.

—¡Sólo falta, dijo el viento, que el hombre suba a las nubes y te aprisione!


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Mosquito

Teodoro Baró


Cuento infantil


En un país donde nunca hacía frío ni jamás era excesivo el calor, siendo constante la primavera, reinaba un príncipe muy bueno, que por serlo era amado de su pueblo. Tuvo este príncipe un hijo, y al saberse la noticia tocaron las campanas de todas las aldeas, la gente se puso los vestidos domingueros, se adornaron los balcones con tapices y damascos y los más pobres colgaron los cubre-camas menos deteriorados, ya que no tenían cosa mejor con que demostrar su alegría; y si por la noche no hubo iluminaciones, debiose a que entonces no se violentaban las leyes de la naturaleza y se dedicaba la noche al descanso y el día al trabajo, con lo cual era perfecta la salud de todos, tanto que era cosa rara morir de enfermedad, pues allí se moría de vejez. Como aquel príncipe protegía mucho la agricultura y tenía prohibido molestar a los pájaros, también las flores, las aves y los insectos quisieron demostrar su contento: las rosas y las azucenas dieron sus más tiernas y olorosas hojas para llenar el colchón que con destino a la cama tejieron los gusanos de seda y cubrieron de caprichosos dibujos las hormigas, tarea que se les encomendó por ser muy laboriosas y que desempeñaron sirviéndoles de pinceles sus antenas cubiertas de polen, que gustosas les habían proporcionado las flores; las mariposas se recortaron las alas y las abejas unieron con miel los pedazos, formando los pañales del recién nacido; los pájaros descolgaron una telaraña muy grande que estaba en lo más alto de un roble, pidieron a cada flor una gotita de néctar para lavarla y al sol sus más hermosos rayos para teñirla, y formaron el pabellón de la cuna; y, por último, los mosquitos acordaron tener siempre uno de guardia alrededor de ella para avisar a los demás que en aquella cuna estaba el hijo del príncipe y no le molestaran con sus zumbidos ni con sus picadas.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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