Al abrir la puerta de su barraca encontró Sento un papel en el ojo de la cerradura.
Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros, y debía
dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.
Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se
negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las
cosechas perdidas, y hasta podía despertar a medianoche sin tiempo
apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre llamas
y asfixiando con su humo nauseabundo.
Gafarró, que era el mejor mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa,
juró descubrirlos, y se pasaba las noches emboscado en los cañares,
rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo
encontraron en una acequia, con el vientre acribillado y la cabeza
deshecha..., y adivina quién te dió.
Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la
huerta, donde, al anochecer, se cerraban las barracas y reinaba un
pánico egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y a
todo esto, el tío Batiste, el alcalde de aquel distrito de la huerta,
echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le
respetaban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando
que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar aquella
calamidad.
A pesar de esto, Sento no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.
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