I
Eran dos hermanas, Berta y Julieta, huérfanas de un diplomático que
había hecho desarrollarse su niñez en lejanos países del Extremo Oriente
y la América del Sur; dos hermanas libres de toda vigilancia de familia,
jóvenes, de escasa renta y numerosas relaciones, que figuraban en todas
las fiestas de París. Los tés de la tarde que se convierten en bailes
las veían llegar con exacta puntualidad. Una ráfaga alegre parecía
seguir el revoloteo de sus faldas.
—Ya están aquí las señoritas de Maxeville.
Y los violines sonaban con más dulzura, las luces adquirían mayor brillo
en el crepúsculo invernal, los hombres entornaban los ojos acariciándose
el bigote, y algunas matronas corrían instintivamente sus sillas atrás,
apartando los ojos como si viesen de pronto, formando montón, todas las
perversiones de la época.
Ninguna joven osaba imitar los vestidos audaces, los ademanes
excéntricos, las palabras de sentido ambiguo que formaban el encanto
picante y perturbador de las dos hermanas. Todos los atrevimientos
perturbadores del gran mundo encontraban su apoyo. Habían dado los
primeros pasos hacía la gloria bailando el cake-walk en los salones,
hace muchos años, ¡muchos! cinco ó seis cuando menos, en la época remota
que la humanidad gustaba aún de tales vejeces. Después apadrinaron la
«danza del oso», el tango, la machicha y la furlana.
Su inconsciente regocijo, al ir más allá de los límites permitidos,
escandalizaba á las señoras viejas. Luego, hasta las más adustas
acababan por perdonarlas. «Unas locas estas Maxeville.... ¡Pero tan
buenas!»
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