A mi amigo Ramón Ortega.
I
José no tenía otro amor ni otra familia en el mundo que aquella máquina, junto a la cual había pasado casi toda su existencia.
Todas las mañanas, cuando a las ocho atravesaba el portal de la
imprenta y entraba en aquel patio sucio y húmedo, a cuyo fondo a través
de la claraboya de ennegrecidos cristales jamás llegaban los rayos
solares y en el centro del cual alzaba orgulloso aquel ser de complicada
organización nacido en los talleres de la casa Marinoni, lo primero que
hacía era plantarse junto al centro de ella, contemplarla repetidas
veces de un extremo a otro con verdadera fruición, y por fin darle una
palmadita como el jockey que acaricia al caballo antes de empezar la carrera.
Aquel organismo de hierro, como antes hemos dicho, lo era todo para José. Una parte de su espíritu estaba en la máquina.
El no tenía familia alguna ni amaba a nadie, excepción hecha de su
Marinoni; no defendía ninguna clase de ideal; los hombres eminentes sólo
le inspiraban indiferencia, y si profesaba respeto y veneración a
alguien era al que había fabricado aquel complicado mecanismo.
Cuando hablaba con alguien de su máquina, lo hacía con la fruición propia del libertino que describe a una beldad.
—¡Oh! Es una hermosa máquina, una verdadera Marinoni, dulce y sumisa,
que siempre está dispuesta a obedecer, y que puede manejarla un niño.
Yo la cuido mucho.
Y si esto lo decía allí junto a la máquina, hacía que su interlocutor
se fijara en lo coruscantes que estaban las piezas doradas; la fijeza
de los tornillos en sus tuercas, lo engrasadas que se encontraban las
ruedas y lo bien puestas que aparecían las cintas.
No era de extrañar el buen estado en que se encontraba la máquina:
todas las mañanas, apenas llegaba él a la imprenta, hacía poner en
movimiento a todo el departamento que tenía bajo sus órdenes.
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