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La Apuesta del Esparrelló

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


La oía una tarde de invierno, tumbado en la arena, junto a una barca vieja, sintiendo en los pies los últimos estremecimientos de la inmensa sábana de agua que espumaba colérica bajo un cielo frío, ceniciento y entoldado.

Nazaret, con su extenso rosario de blancas casuchas, estaba a nuestras espaldas, y a mi lado un viejo pescador, momia acartonada, que parecía bailar dentro de su traje de bayeta amarilla, hinchado de aire. Echábase la gorrilla de seth sobre una oreja y chupaba su pipa con la gravedad de un moro, en cuclillas, trazando con la mano, como un manojo de sarmientos, complicados arabescos en la arena.

Había llovido fuerte allá por las montañas de Teruel: el río arrojaba en el mar su agua arcillosa fría, y todo el golfo teñíase de un amarillo rabioso, que a lo lejos debilitábase hasta tomar tonos de rosa. La estrecha faja verde que recortaba el límite del horizonte delataba que era un mar lo que parecía inundación de tisana.

Y mientras mirábamos la rojiza extensión, en cuyo límite se marcaba como ligera nubecilla el cabo de San Antonio, la arremangath gente de Nazaret tiraba de los bolichones o se arrojaba en el agua sucia.

El viejo adivinaba el éxito de la pesca. Aquél era un buen día. Iban a caer los esparrellóns como moscas.

Y eso que el esparrelló era el bicho más ladino y malicioso que paseaba por el golfo.

¿Que no lo sabía yo? Pues atención, que para comprender cómo las gastaba el tal animalito, iba a contarme un cuento, que indudablemente sería un sucedido, pues de no ser así, no se lo habría contado a él su padre.

Y el buen viejo, siempre en cuclillas, sin soltar la pipa, comenzó a contarme un sucedido con su seriedad de lobo de playa, en un valenciano pintoresco, cuyas palabras silbaban al pasar por entre las desdentadas encías.


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7 págs. / 12 minutos / 90 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

La Vejez

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


¿Qué es lo que los hombres tememos y deseamos al mismo tiempo en el curso de nuestra vida?…

La vejez.

La tememos porque es signo de debilidad y decadencia, heraldo que pre-gona un próximo fin, mensaje de la destrucción y de la nada.

Nos sonrie la esperanza de ver llegar a esta huéspeda importuna, porque es una garantía de que nuestra existencia no se cortará brusca e inesperadamente. La animosidad con que pensamos en esta viajera odiada y deseada a la vez, que ha de llegar puntualmente cuando suene su hora, es producto, en gran parte, de un error.

Confundimos lamentablemente la vejez con la decrepitud.

Hombres hay que a los treinta años son decrépitos y agonizan lentamente. En cambio, viejos de ochenta gozan de la santa alegría de vivir.

—¿Qué es la vejez?…

La Humanidad ha pasado miles de años sin pensar en esto, como en tantos fenómenos de su existencia que ve de cerca todos los días con la distracción de la costumbre, sin sentir curiosidad ni preguntarse sus causas.

Ocurre con la vejez lo que con la muerte. Sabemos que ha de llegar, pero la vemos tan lejos, ¡tan lejos!, durante una gran parte de nuestra vida, que sólo nos inspira la falsa emoción de una catástrofe ocurrida en un lugar lejano del globo. Nos lamentamos, pero nuestro egoísmo, al ver que no nos toca de cerca el peligro, hace que las palabras no tengan eco en el pensamiento. También estamos seguros de que algún día ha de llegar el fin del mundo, la muerte de nuestro planeta; pero esto es tan remoto, que no turba ni por un instante la paz de nuestros días.


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6 págs. / 11 minutos / 88 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Tumba de Alí-Bellús

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Era en aquel tiempo —dijo el escultor García— en que me dedicaba, para conquistar el pan, a restaurar imágenes y dorar altares, corriendo de este modo casi todo el reino de Valencia.

Tenía un encargo de importancia: restaurar el altar mayor de la iglesia de Bellús, obra pagada con cierta manda de una vieja señora, y allá fuí con dos aprendices, cuya edad no se difenrenciaba mucho de la mía. Vivíamos en casa del cura, un señor incapaz de reposo, que apenas terminaba su misa ensillaba el macho para visitar a los compañeros de las vecinas parroquias, o empuñaba la escopeta, y con balandrán y gorro de seda, salía a despoblar de pájaros la huerta. Y mientras él andaba por el mundo, yo con mis dos compañeros metidos en la iglesia, sobre los andamios del altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII, sacando brillo a los dorados o alegrándoles los mofletes a todo un tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos juguetones.


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4 págs. / 8 minutos / 88 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Beso

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Esto ocurrió á principios de Septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.

El alumbrado empezaba á ser escaso, por miedo á los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero á pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo á otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.

Varias corrientes humanas venían á perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso á los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, á media noche ó al amanecer, no sabían adonde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.

La una de la madrugada. Me apresuro á sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome á otros rivales que también lo desean.


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6 págs. / 11 minutos / 85 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cuatro Hijos de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Iba á terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha huían del amontonamiento en las casas de los peones y en las dependencias donde estaban guardadas las máquinas de labranza con los fardos de alfalfa seca. Preferían dormir al aire libre, teniendo por almohada el saco que contenía todos sus bienes terrenales y les había acompañado en sus peregrinaciones incesantes.

Se encontraban allí hombres de casi todos los países de Europa. Algunos eternos vagabundos se habían lanzado á correr la tierra entera para saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa argentina, unos cuantos meses nada más, antes de trasladar su existencia inquieta á la Australia ó al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples labriegos, españoles ó italianos, habían atravesado el Atlántico atraídos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el mismo trabajo que en su país era pagado con unos cuantos céntimos.

Los más de los segadores pertenecían á la clase de emigrantes que los propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pájaros humanos que cada año, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su país, abandonan las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima más cálido del hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoño, y cuando el viento pampero empieza á azotar las llanuras, asustados por la proximidad del invierno, regresan á los lugares de procedencia, donde la tierra empieza á despertar entonces bajo las primeras caricias primaverales.


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27 págs. / 48 minutos / 85 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Silbido

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El entusiasmo caldeaba el teatro. ¡Qué debut! ¡Qué Lohengrin! ¡Qué tiple aquella!

Sobre el rojo de las butacas destacábanse en el patio las cabezas descubiertas o las torres de lazos, flores y tules, inmóviles, sin que las aproximara el cuchicheo ni el fastidio; en los palcos silencio absoluto; nada de tertulias y conversaciones a media voz; arriba, en el infierno de la filarmonía rabiosa, llamado irónicamente paraíso, el entusiasmo se escapaba prolongado y ruidoso, como un inmenso suspiro de satisfacción, cada vez que sonaba la voz de la tiple, dulce, poderosa y robusta. ¡Qué noche! Todo parecía nuevo en el teatro. La orquesta era de ángeles: hasta la araña del centro daba más luz.

En aquel entusiasmo tomaba no poca parte el patriotismo satisfecho. La tiple era española, la López, sólo que ahora se anunciaba con el apellido de su esposo el tenor Franchetti; un gran artista que, casándose con ella, la había hecho ascender a la categoría de estrella. ¡Vaya una mujer! Legítima de la tierra. Esbelta, arrogante; brazos y garganta con adorables redondeces, y los blancos tules de Elsa amplios en la cintura, pero estrechos y casi estallando con la presión de soberbias curvas. Sus ojos negros, rasgados, de sombrío fuego, contrastaban con la rubia peluca de la condesa de Brabante. La hermosa española era en la escena la mujer tímida, dulce y resignada que soñó Wágner, confiando en la fuerza de su inocencia, esperando el auxilio de lo desconocido.

Al relatar su ensueño ante el emperador y su corte, cantó con expresión tan vagorosa y dulce, los brazos caídos y la extática mirada en lo alto, como si viese llegar montado en una nube al misterioso paladín, que el público no pudo contenerse ya, y como la retumbante descarga de una fila de cañones, salió de todos los huecos del teatro, hasta de los pasillos, la atronadora detonación de aplausos y gritos.


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4 págs. / 8 minutos / 81 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Empleado del Coche-cama

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

A las once de la noche, en el expreso París-Roma, el empleado procede á la operación de convertir en lechos el asiento y el respaldo del departamento que ocupo.

Mientras golpea colchonetas y despliega sábanas, empieza á hablar con la verbosidad de un hombre condenado á largos silencios. Es un expansivo que necesita emitir sus ideas y sus preocupaciones. Si yo no estuviese de pie en la puerta, hablaría con las almohadas que introduce á sacudidas en unas fundas nuevas, sosteniendo su extremo entre los dientes.

—Triste guerra, señor—dice con la boca llena de lienzo—. ¡Ay, cuándo terminará! Mi hijo...mi pobre hijo....

Es más viejo que los empleados de antes; no tiene el aire del steward abrochado hasta el mentón que acudía en tiempo de paz al sonido del timbre con un aire de gentleman venido á menos, de Ruy Blas que guarda su secreto. Más bien parece un obrero disfrazado con el uniforme de color castaña. Es robusto, cuadrado, con las manos rudas y el bigote canoso. Habla con familiaridad; se ve que no le costaría ningún esfuerzo estrechar la diestra de los viajeros. Su hijo ha muerto; su yerno ha muerto; los dos eran empleados de «la compañía», y los señores de la Dirección le han dado una plaza para que mantenga á sus nietos. El personal escasea; además, él conoce el italiano, por haber trabajado algún tiempo en un arsenal de Génova.

—Yo era antes torneador de hierro—dice con cierto orgullo—, obrero consciente y sindicado.

Una leve contracción de su bigote, que equivale á una sonrisa amarga, parece subrayar este recuerdo del pasado. ¡Qué de transformaciones! Luego, el viejo socialista añade á guisa de consuelo:

—Hay que tomar el tiempo como se presenta. Algunos «camaradas» son ahora ministros en compañía de los burgueses, para servir al país. Yo hago la cama á los ricos, para que coma mi familia.... ¡Ay, mi hijo!


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8 págs. / 14 minutos / 80 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Lujo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—La tenía sobre mis rodillas —dijo el amigo Martínez—, y comenzaba a fatigarme la tibia pesadez de su cuerpo de buena moza.

Decoración... la de siempre en tales sitios. Espejos de empañada luna con nombres grabados, semejantes a las telarañas; divanes de terciopelo desteñido, con muelles que chillaban escandalosamente; la cama, con teatrales colgaduras, limpia y vulgar como una acera, impregnada de ese lejano olor de ajo de los cuerpos acariciados; y en las paredes, retratos de toreros, cromos baratos con púdicas señoritas oliendo una rosa o contemplando lánguidamente a un gallardo cazador.

Era el aparato escénico de la celda de preferencia en el convento del vicio; el gabinete elegante, reservado para los señores distinguidos; y ella, una muchachota dura, fornida, que parecía traer el puro aire de los montes a aquel pesado ambiente de casa cerrada, saturado de colonia barata, polvos de arroz y vaho de palanganas sucias.

Al hablarme acariciaba con infantil complacencia las cintas de su bata: una soberbia pieza de raso, de amarillo rabioso, algo estrecha para su cuerpo, y que yo recordaba haber visto meses antes sobre los fláccidos encantos de otra pupila muerta, según noticias, en el hospital.

¡Pobre muchacha! Estaba hecha un mamarracho: los duros y abundantes cabellos peinados a la griega con hilos de cuentas de vidrio; las mejillas lustrosas por el roclo del sudor, cubiertas de espesa capa de velutina; y como para revelar su origen, los brazos de hombruna robustez, morenos y duros, se escapaban de las amplias mangas de su vestidura de corista.

Al verme seguir con mirada atenta todos los detalles de su extravagante adorno creyóse objeto de admiración, y echó atrás su cabeza con petulante gesto.


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3 págs. / 6 minutos / 80 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Un Hallazgo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Yo, señor —dijo Magdalena, el trompeta de la cárcel—, no soy ningún santo; me han condenado muchas veces por robos: unos, verdad; otros, «acumulados». Al lado de usted, que es un caballero y está preso por escribir cosas en los papeles, soy un miserable .. Pero crea que esta vez me veo aquí por bueno.

Y llevándose una mano al pecho e irguiendo la cabeza con cierto orgullo, añadió:

—Robitos nada mas. Yo no soy valiente; yo no he derramado una gota de sangre.

Así que apuntaba el amanecer, la trompeta de Magdalena sonaba en el gran patio, adornando su toque de diana con regocijadas escalas y trinos. Durante el día, con el bélico instrumento colgando de su cuello o acariciándolo con una punta de la blusa para que perdiese el vaho con que lo empañaba la humedad de la cárcel, iba por todo el edificio, antiguo convento en cuyos refectorios, graneros y desvanes amontonábanse con sudorosa confusión cerca de un millar de hombres.

Era el reloj que marcaba la vida y el movimiento a esta masa de carne varonil en perpetua ebullición de odios. Rondaba cerca de los rastrillos para anunciar con sonoros trompetazos la entrada del «señor director» o la visita de las autoridades: adivinaba en el avance de las manchas de sol por las blancas paredes del patio la proximidad de las horas de comunicación, las mejores del día, y pasándose la lengua por los labios, aguardaba impaciente la orden para prorrumpir en alegre toque, que hacía rodar por las escaleras el rebaño prisionero corriendo, ansioso, a los locutorios, donde zumbaba una turba mísera de mujeres y niños: su hambre insaciable le hacía ir y venir por las inmediaciones de la antigua cocina, en la que humeaban las ollas enormes con nauseabundo hervor, doliéndose de la indiferencia del jefe, siempre tardo en ordenar la llamada del rancho.


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7 págs. / 13 minutos / 76 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Rey de las Praderas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía sus estudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.

Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificio que ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir del colegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en un silencio respetuoso de seres inferiores.

Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; era asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que todas las otras soñasen despiertas, á la hora del té, describiendo cada una de ellas la posición social y el aspecto físico del futuro esposo que aún se mantenía oculto en el misterio del porvenir.

—Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.

—Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... ¿Y tú, Mina?

La intrépida señorita Graven daba siempre la misma respuesta:

—Yo me casaré con un hombre célebre.

Ella no necesitaba soñar con un millonario. Todas sabían que allá, en el Oeste, existen minas de oro y pozos de petróleo cuyo valor figura en forma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban á su nombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.

El viejo Craven había empezado su caza del dólar, como simple peón de mina, en California. La fortuna pareció divertirse siguiendo los pasos de este hombre que apenas sabía leer ni escribir. Un espíritu diabólico salido de las entrañas de la tierra le hablaba al oído, guiando sus manos.


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20 págs. / 35 minutos / 75 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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