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El Automóvil del General

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El periodista Isidro Maltrana habló así á sus amigos en un pequeño restorán de Broadway:

—Me veo obligado á buscarme la vida en Nueva York. Ya no puedo volver á Méjico. ¡Qué desgracia! ¡Tan bien que me ha ido allá durante once años!...

Ustedes saben que soy español, y no tengo otra herramienta para ganarme el pan que una pluma fácil y sin escrúpulos. No recordemos las aventuras de mi primera juventud. Deben conocerlas ustedes, pues con ellas se han escrito libros. Son, en realidad, sucesos vulgares, que sólo merecen atención por el ambiente de tristeza desgarradora en que se desarrollaron.

Hace años me lancé á recorrer la América de habla española. Entré por Buenos Aires y he salido por la frontera de Texas. Una hazaña de conquistador de otros siglos; algo como el paseo del capitán Orellana, que partió del Perú y, navegando de un río grande á otro mayor, se vió de pronto en el Atlántico, después de haber bajado todo el curso del Amazonas.

No sonrían ustedes; ya sé que mis viajes en buque de vapor, en ferrocarril ó en mula, no pueden compararse con los penosos avances de aquellos exploradores de piernas de acero y pechos de bronce. Pero no crean tampoco que mis andanzas á través de la tierra americana han sido envidiables por su comodidad. También yo he sufrido grandes privaciones. Los conquistadores, que tuvieron que luchar con el hambre de las interminables soledades, acallaban su estómago apretándose un punto más el cinturón, y seguían adelante, con el arcabuz al hombro. Yo he tenido que apretarme igualmente el cinturón muchas veces; pero siempre encontraba, al fin, en las Repúblicas pequeñas, algún tirano, ó aspirante á tirano, que se encargaba de mantenerme á cambio de insultos á sus adversarios y de elogios disparatados á su persona.


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Dominio público
21 págs. / 37 minutos / 98 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Establo de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.

Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar: los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.

El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan! ... Y este mal no tenía remedio: siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán culpa ellas?

Y al ver que sus compañeros de trabajo —muchos de los cuales lo conocían poco tiempo— mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.

El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sentencia de ganarse el pan trabajando.

Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 250 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Maniquí

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Nueve años habían transcurrido desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en sedas y tules en el fondo de elegante carruaje, pasando ante él como un relámpago de belleza, o la había adivinado desde el paraíso del Real, allá abajo, en un palco, rodeada de señores que se disputaban el murmurar algo a su oído para hacer gala de una intimidad sonriente.

Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huido siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y sin embargo, ahora iba a su encuentro, a verla y hablarla en aquel hotel de la Castellana, cuyo lujo insolente era el testimonio de su deshonra.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 101 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Milagro de San Antonio

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Hacía años que Luis no había visto las calles de Madrid a las nueve de la mañana.

A esta hora comenzaban a dormir todos los amigos del Casino; pero él, en vez de meterse en la cama, había cambiado de traje y se dirigía a la Florida, mecido por el dulce vaivén de su elegante carruaje.

Al volver a su casa, después de amanecido, le habían entregado una carta traida en la noche anterior. Era de aquella desconocida que mantenía con él extraña correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés, fina, correcta e igual a las de todas las que han sido pensionista del Sacre Coeur. Hasta su mujer la tenia así. Parecía que era ella la que le escribía, citándole a las diez en la Florida, frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!

Hacíale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina, cuyo recuerdo raras veces venía a turbar las alegrías de su vida de soltero, o, como decia él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas sí tenía noticias suyas. Unas veces viajaba por el extranjero; otras sabía que estaba en provincias, en casa de viejos parientes, y aunque residia largas temporadas en Madrid, nunca se habían encontrado. Esto no es París ni Londres; pero resulta suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas, cuando una hace la vida de mujer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en el mundo de noche y vuelve a casa todos los días a la hora en que, el frac arrugado y la pechera abombada, se impregnan del polvo que levantan los barrenderos y del humo de las buñolerías.


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Dominio público
9 págs. / 15 minutos / 177 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Parásito del Tren

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


–Sí –dijo el amigo Pérez a todos sus contertulios de café–; en este periódico acabo de leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo lo vi una vez, y, sin embargo, lo he recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un amigo!

Lo conocí una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba yo en el departamento de primera. En Albacete bajo el único viajero que me acompañaba, y al yerme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosamente contemplando los almohadones grises.

¡Todos para mí! ¡Podía extenderme con libertad!

¡Flojo sueño echar hasta Alcázar de San Juan!

Con el velo verde de la lámpara y el departamento quedó en deliciosa penumbra. Envuelto en mi manta, me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie.

El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones estaban a largas distancias: la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia. Balanceándome sobre la espalda, impulsado por el terrible traqueteo; las franjas de los almohadones arremolinábanse; saltaban las maletas sobre las comisas de red; temblaban los cristales en sus alvéolos de las ventanillas, y un espantoso rechinar de hierro viejo venia de abajo. Las ruedas y frenos gruñían; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su mido nuevas modulaciones, y tan pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.

Pensando tales tonterías, me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el tren se detuviera.

Una impresión de frescura me despertó.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 162 visitas.

Publicado el 15 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Préstamo de la Difunta

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando los vecinos del pequeño valle enclavado entre dos estribaciones de los Andes se enteraron de que Rosalindo Ovejero pensaba bajar á la ciudad de Salta para asistir á la procesión del célebre Cristo llamado «el Señor del Milagro», fueron muchos los que le buscaron para hacerle encomiendas piadosas.

Años antes, cuando los negocios marchaban bien y era activo el comercio entre Salta, las salitreras de Chile y el Sur de Bolivia, siempre había arrieros ricos que por entusiasmo patriótico costeaban el viaje á todos sus convecinos, bajando en masa del empinado valle para intervenir en dicha fiesta religiosa. No iban solos. El escuadrón de hombres y mujeres á caballo escoltaba á una mula brillantemente enjaezada llevando sobre sus lomos una urna con la imagen del Niño Jesús, patrón del pueblecillo.

Abandonando por unos días la ermita que le servía de templo, figuraba entre las imágenes que precedían al Señor del Milagro, esforzándose los organizadores de la expedición para que venciese por sus ricos adornos á los patrones de otros pueblos.

El viaje de ida á la ciudad sólo duraba dos días. Los devotos del valle ansiaban llegar cuanto antes para hacer triunfar á su pequeño Jesús. En cambio, el viaje de vuelta duraba hasta tres semanas, pues los devotos expedicionarios, orgullosos de su éxito, se detenían en todos los poblados del camino.

Organizaban bailes durante las horas de gran calor, que á veces se prolongaban hasta media noche, consumiendo en ellos grandes cantidades de mate y toda clase de mezcolanzas alcohólicas. Los que poseían el don de la improvisación poética cantaban, con acompañamiento de guitarra, décimas, endechas y tristes, mientras sus camaradas bailaban la zamacueca chilena, el triunfo, la refalosa, la mediacaña y el gato, con relaciones intercaladas.


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37 págs. / 1 hora, 6 minutos / 194 visitas.

Publicado el 19 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Rey de las Praderas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía sus estudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.

Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificio que ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir del colegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en un silencio respetuoso de seres inferiores.

Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; era asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que todas las otras soñasen despiertas, á la hora del té, describiendo cada una de ellas la posición social y el aspecto físico del futuro esposo que aún se mantenía oculto en el misterio del porvenir.

—Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.

—Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... ¿Y tú, Mina?

La intrépida señorita Graven daba siempre la misma respuesta:

—Yo me casaré con un hombre célebre.

Ella no necesitaba soñar con un millonario. Todas sabían que allá, en el Oeste, existen minas de oro y pozos de petróleo cuyo valor figura en forma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban á su nombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.

El viejo Craven había empezado su caza del dólar, como simple peón de mina, en California. La fortuna pareció divertirse siguiendo los pasos de este hombre que apenas sabía leer ni escribir. Un espíritu diabólico salido de las entrañas de la tierra le hablaba al oído, guiando sus manos.


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Dominio público
20 págs. / 35 minutos / 78 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Sol de los Muertos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando hablaban a Montalbo de su celebridad universal, el famoso escritor francés quedaba pensativo o sonreía melancólicamente.

¡La gloria!... Alguien la había sintetizado diciendo que es simplemente «un apellido que repiten muchas bocas». Un novelista admirado por Montalbo le daba otro título. La gloria era «el sol de los muertos».

Todos los hombres cuyo recuerdo guarda la Historia, célebres en vida y después de su muerte, o desconocidos mientras vivieron y elogiados cuando ya no podían oír sus alabanzas, perduraban, con una existencia inmaterial, bajo la luz de este sol que sólo alumbra a los que ya no tienen ojos para verlo.

Montalbo sentía un escalofrío de pavor al pensar en el astro que sólo existe para unos cuantos. Deseaba que iluminase muchos siglos su tumba. En realidad, todo lo que llevaba hecho era para conseguir esta distinción póstuma. Pero al mismo tiempo veía imaginariamente la gloria como una estrella roja y mate, de luz aguda y glacial, semejante a esos rayos descompuestos en los laboratorios, que deslumbran y no emiten ningún calor.

El sol de los muertos le hacía descubrir nuevos encantos en el vulgar sol de los vivos, astro que alumbra infinitas miserias, pero trae también en su curso impasible muchos días de corta felicidad. ¡Y pensar que por obtener un rayo de este sol de las tumbas los hombres crean interminables guerras, oprimen a sus semejantes, viven sordos y ciegos ante las magnificencias de la Naturaleza, y dan a la ambición el sitio del amor!...


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39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 83 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Último León

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Apenas se reunió la junta del respetable gremio de los blanquers en su capilla, inmediata a las torres de Serranos, el señor Vicente pidió la palabra. Era el más viejo de los curtidores de Valencia. Muchos maestros, siendo aprendices, lo habían conocido igual que ahora con su bigote blanco en forma de cepillo, la cara hecha un sol de arrugas, los ojos agresivos y una delgadez esquelética, como si todo el jugo de su vida se hubiese perdido en el diario remojón de los pies y los brazos en las tinas del curtido.

Él era el único representante de las glorias del gremio, el último superviviente de aquellos blanquers, honra de la historia valenciana. Los nietos de sus antiguos camaradas se habían pervertido con el progreso de los tiempos: eran dueños de grandes fábricas con centenares de obreros, pero se verían apurados si les obligaban a curtir una piel con sus manos blandas de comerciantes. Sólo él podía llamarse blanquer, trabajando diariamente en su casucha, cercana a la casa gremial; maestro y obrero a un tiempo, sin otros auxiliares que los hijos y los nietos; el taller a la antigua usanza, con un dulce ambiente de familia, sin amenazas de huelga ni disgustos por la cuantía del jornal.


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8 págs. / 14 minutos / 45 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Viejo del Paseo de los Ingleses

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todas las mañanas, a las once, llegaba invariablemente al Paseo de los Ingleses, cuando mayor era en él la concurrencia. Bajo la doble fila de palmeras inmediata al mar, iban formando grupos las gentes de diversas nacionalidades y lenguas venidas a Niza durante el invierno.

El azul denso e inquieto de la bahía de los Ángeles se interrumpía al reflejar el resplandor del sol, triángulo de oro palpitante que apoyaba su vértice en la orilla, mientras resbalaban por el azul inmóvil del cielo los blancos vellones de las nubes. Una ilusión primaveral rejuvenecía a esta muchedumbre durante las horas solares. Al languidecer la tarde, el viento punzante caído de las cimas de los Alpes hacía recordar la existencia del olvidado invierno; pero en las horas meridianas, las mujeres, vestidas con colores de flor, tenían que abrir sus sombrillas para defenderse de la causticidad del sol, y los hombres sentían el orgullo de haber vencido al tiempo, mirando sus pantalones de franela blanca a través de las gafas ahumadas con que defendían sus ojos de la refracción de la luz sobre el asfalto.

Una alegría egoísta los animaba a todos al hablar del frío que estarían sufriendo a aquellas horas los que tenían la desgracia de haberse quedado en París, en Londres o en Nueva York, lejos de la asoleada Costa Azul.

Ganosos de ver y de ser vistos, se agolpaban en una pequeña sección del Paseo de los Ingleses, que tiene varios kilómetros de longitud. Las gentes colocaban sus sillas de hierro unas junto a otras, buscando hablarse con mayor intimidad, o las avanzaban más allá del vecino. Esto iba estrechando el espacio de que podían disponer los transeúntes en sus continuas idas y venidas, mas no por ello se cortaba su infatigable rosario, y seguían deslizándose entre las tortuosidades de la gente sentada, cruzando con ésta saludos y palabras.


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Dominio público
37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 69 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

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