Textos más vistos de Vicente Blasco Ibáñez publicados por Edu Robsy disponibles que contienen 'u' | pág. 6

Mostrando 51 a 60 de 87 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Vicente Blasco Ibáñez editor: Edu Robsy textos disponibles contiene: 'u'


45678

El Viejo del Paseo de los Ingleses

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todas las mañanas, a las once, llegaba invariablemente al Paseo de los Ingleses, cuando mayor era en él la concurrencia. Bajo la doble fila de palmeras inmediata al mar, iban formando grupos las gentes de diversas nacionalidades y lenguas venidas a Niza durante el invierno.

El azul denso e inquieto de la bahía de los Ángeles se interrumpía al reflejar el resplandor del sol, triángulo de oro palpitante que apoyaba su vértice en la orilla, mientras resbalaban por el azul inmóvil del cielo los blancos vellones de las nubes. Una ilusión primaveral rejuvenecía a esta muchedumbre durante las horas solares. Al languidecer la tarde, el viento punzante caído de las cimas de los Alpes hacía recordar la existencia del olvidado invierno; pero en las horas meridianas, las mujeres, vestidas con colores de flor, tenían que abrir sus sombrillas para defenderse de la causticidad del sol, y los hombres sentían el orgullo de haber vencido al tiempo, mirando sus pantalones de franela blanca a través de las gafas ahumadas con que defendían sus ojos de la refracción de la luz sobre el asfalto.

Una alegría egoísta los animaba a todos al hablar del frío que estarían sufriendo a aquellas horas los que tenían la desgracia de haberse quedado en París, en Londres o en Nueva York, lejos de la asoleada Costa Azul.

Ganosos de ver y de ser vistos, se agolpaban en una pequeña sección del Paseo de los Ingleses, que tiene varios kilómetros de longitud. Las gentes colocaban sus sillas de hierro unas junto a otras, buscando hablarse con mayor intimidad, o las avanzaban más allá del vecino. Esto iba estrechando el espacio de que podían disponer los transeúntes en sus continuas idas y venidas, mas no por ello se cortaba su infatigable rosario, y seguían deslizándose entre las tortuosidades de la gente sentada, cruzando con ésta saludos y palabras.


Leer / Descargar texto

Dominio público
37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 69 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

En la Costa Azul

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I. El Carnaval en Niza

Niza es la heredera de Venecia. Durante varios siglos, los ricos ganosos de divertirse y los aventureros de vida novelesca arrostraron las molestias y peligros de los viajes de entonces para presenciar en la ciudad adriática las fiestas de un Carnaval que duraba meses. Ahora, los medios de comunicación son más fáciles; el placer se ha democratizado, lo mismo que los conocimientos humanos y las comodidades de nuestra existencia, y el ferrocarril y el trasatlántico traen miles de espectadores al Carnaval de Niza.

La Naturaleza gusta de travesear en estos días. Un sol primaveral derrama sus oros sobre la Costa Azul casi todo el invierno, y al llegar la semana carnavalesca raro es el año que no cae una lluvia inoportuna. Pero como Niza necesita defender su célebre fiesta, y la muchedumbre de viajeros llega dispuesta a divertirse, sea como sea, las máscaras arrostran la intemperie, el público abre sus paraguas, y los desfiles continúan bajo esa lluvia violenta y tibia de los países solares, donde los aguaceros son ruidosos pero de corta duración.

El Carnaval de Niza ha acabado por ser algo indispensable para su vida, y ninguna otra ciudad lo puede copiar. Los particulares colaboran con el Municipio; cada nicense aporta su iniciativa. Capitales de mayor importancia podrían organizar desfiles de carrozas más suntuosas; pero creo imposible que encontrasen una ayuda individual, una colaboración «patriótica» como la de los habitantes de esta ciudad. El pueblo nicense considera que es deber suyo engrosar el número de las máscaras, y familias enteras se cubren con el disfraz para gritar en las calles, danzar o ir saltando de una acera a otra, todo para mayor gloria y provecho de su tierra.


Leer / Descargar texto

Dominio público
36 págs. / 1 hora, 4 minutos / 52 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Caperuza

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Vivía yo entonces en el piso segundo, y tenía por vecino, en el primero, a don Andrés García, fiscal de profesión, figura arrogante, con muchas canas en la barba, el más buen mozo de cuantos vestían toga con vuelillos en la Audiencia: un hombre, en fin, que realizaba en su aspecto fisico ese ideal de la justicia serena, majestuosa e imponente.

Todas las tardes, al bajar la escalera, oía los mismos gritos a través de la puerta: «Pillín! ¡Vida mía..., rey de los pillos! ... ¡Ven aquí, príncipe de Asturias!»

Era la familia, que se entregaba en cuerpo y alma al culto de su ídolo. El fiscal, que acababa de llegar hambriento, anonadado por sus derroches de elocuencia que enviaban gente a presidio, abrazaba a su mujer, y ambos reían y gritaban como unos locos en tomo de la niñera, que mantenía en sus brazos al tirano de la casa, al único señor, a Pillín, un granuja que apenas tenía un año y a quien bastaba un leve grito para que los padres palideciesen de inquietud y las criadas corriesen aturdidas, no sabiendo cómo cumplir a un tiempo tantas órdenes contradictorias.

¡Vaya un matrimonio especial! La mujer era casi una niña, una señorita algo boba que aún no había salido de su asombro al verse madre. Miraba a su marido con respeto: era tímida, de carácter dúctil, y como siempre sucede en los matrimonios desiguales por la edad, donde la amistad suple al amor, don Andrés era padre y esposo a un tiempo, cuidando tanto de la madre como del niño.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 127 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

La Condenada

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.

Tenía por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándosele en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de argamasa, deseando, como un mal momentáneo que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.


Leer / Descargar texto


5 págs. / 10 minutos / 240 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Corrección

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado con carne humana.

Levantábanse de la almohada trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por «petates» en el mísero antro, y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.

En las extensas piezas, junto a las ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal renovando el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos: los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura o la imbecilidad, criminales instintivos, de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 83 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Loca de la Casa

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes francesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la catedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos. Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias y conventos de la época de la dominación española, así como las hermosas viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba incompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, y en él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señor Simoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundo entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor simplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de la localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del país de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven á la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero en ella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y sus nietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á un compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 357 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Muerte de Capeto

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo el laureado pintor Vicente Nicoláu Cotanda.

I

A principios del año 1793, vivía yo con mi amigo Teodoro en una de las buhardillas más altas de París, separado del resto del mundo por una tortuosa y empinada escalera de más de cien peldaños.

¡Qué época aquélla!

Como lo mismo mi amigo que yo habíamos tomado parte activa en todos los acontecimientos más notables de la Revolución, gozábamos fama de patriotas, particularmente en los sitios donde se reunían los hombres más exaltados de entonces.

Desde el principio de aquella tormentosa y agitada época, habíamos abandonado los pinceles y dejado de concurrir al estudio de nuestro maestro Pedro David, uno de los genios más populares de aquel tiempo.

La historia de Teodoro y la mía, eran la de la Revolución.

Los dos habíamos hecho fuego en la toma de la Bastilla; el 10 de agosto de 1792 fuimos de los primeros que penetramos en las Tullerías, acuchillando a los suizos, y al pie de la guillotina vitoreamos a la nación, cuando rodó sobre el tablado la cabeza de Luis XVI.

Además, éramos asiduos concurrentes a las tribunas de la Convención, para aplaudir a Dantón y Robespierre, nos honrábamos con la amistad de Camilo Desmoulins, cuyos escritos leíamos, y no nos acostábamos ninguna noche sin hojear antes algunas páginas de la Enciclopedia o del Contrato social.

Como hijos de aquella época, éramos adoradores prácticos de la Revolución, a pesar de que a ésta debíamos el vivir en la mayor indigencia.

No eran aquellos tiempos los más favorables para el cultivo de las artes.

La gente sólo se fijaba en dos cosas: la guillotina y el fusil, y tenía puestos los ojos a todas horas en la Convención y las fronteras.

En la una había sus representantes, y en las otras sus defensores.


Leer / Descargar texto

Dominio público
14 págs. / 24 minutos / 150 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Paella del «Roder»

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Fue un día de fiesta para la cabeza del distrito la repentina visita del diputado, un señorón de Madrid, tan poderoso para aquellas buenas gentes, que hablaban de él como de la Santísima Providencia. Hubo gran paella en el huerto del alcalde; un festín pantagruélico, amenizado por la banda del pueblo y contemplado por todas las mujeres y chiquillos, que asomaban curiosos tras las tapias.

La flor del distrito estaba allí: los curas de cuatro o cinco pueblos, pues el diputado era defensor del orden y los sanos principios; los alcaldes y todos los muñidores que en tiempos de elección trotaban por los caminos trayéndole a don José las actas incólumes para que manchase su blanca virginidad con cifras monstruosas.

Entre las sotanas nuevas y los trajes de fiesta oliendo a alcanfor y con los pliegues del arca, destacábanse majestuosos los lentes de oro y el negro chaqué del diputado; pero a pesar de toda su prosopopeya, la Providencia del distrito apenas si llamaba la atención.

Todas las miradas eran para un hombrecillo con calzones de pana y negro pañuelo en la cabeza, enjuto, bronceado, de fuertes quijadas, y que tenía al lado un pesado retaco, no cambiando de asiento sin llevar tras sí la vieja arma, que parecía un adherente de su cuerpo.

Era el famoso Quico Bolsón, el héroe del distrito, un roder con treinta años de hazañas, al que miraba la gente joven con terror casi supersticioso, recordando su niñez, cuando las madres decían para hacerles callar: «¡Que viene Bolsón!»


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 78 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Rabia

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y de miedo.

¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?... El tío Pascual, rodeado de su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del vecindario por la salud de su hijo. Sí: estaba mejor. En dos días no le había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».

El único hijo de Caldera estaba allí, unas veces acostado, por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado, con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más oscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas, paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y la energía de sus músculos!... Sólo tenía aquel hijo, producto de un tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como él; un soldado de la tierra, que no necesitaba mandatos y amenazas para cumplir sus deberes; pronto a despertar a medianoche, cuando llegaba el turno del riego y había que dar de beber a los campos bajo la luz de las estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír la diana del gallo madrugador.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 46 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Tumba de Alí-Bellús

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Era en aquel tiempo —dijo el escultor García— en que me dedicaba, para conquistar el pan, a restaurar imágenes y dorar altares, corriendo de este modo casi todo el reino de Valencia.

Tenía un encargo de importancia: restaurar el altar mayor de la iglesia de Bellús, obra pagada con cierta manda de una vieja señora, y allá fuí con dos aprendices, cuya edad no se difenrenciaba mucho de la mía. Vivíamos en casa del cura, un señor incapaz de reposo, que apenas terminaba su misa ensillaba el macho para visitar a los compañeros de las vecinas parroquias, o empuñaba la escopeta, y con balandrán y gorro de seda, salía a despoblar de pájaros la huerta. Y mientras él andaba por el mundo, yo con mis dos compañeros metidos en la iglesia, sobre los andamios del altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII, sacando brillo a los dorados o alegrándoles los mofletes a todo un tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos juguetones.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 98 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

45678