Textos más populares esta semana de Vicente Blasco Ibáñez etiquetados como Cuento disponibles que contienen 'u'

Mostrando 1 a 10 de 63 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Vicente Blasco Ibáñez etiqueta: Cuento textos disponibles contiene: 'u'


12345

El Dragón del Patriarca

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Todos los valencianos hemos temblado de niños ante el monstruo enclavado en el atrio del Colegio del Patriarca, la iglesia fundada por el beato Juan de Ribera. Es un cocodrilo relleno de paja, con las cortas y rugosas patas pegadas al muro y entreabierta la enorme boca, con una expresión de repugnante horror que hace retroceder a los pequeños, hundiéndose en las faldas de sus madres.

Dicen algunos que está allí como símbolo del silencio, y con igual significado aparece en otras iglesias del reino de Aragón, imponiendo recogimiento a los fieles; pero el pueblo valenciano no cree en tales explicaciones, sabe mejor que nadie el origen del espantoso animalucho, la historia verídica e interesante del famoso “dragón del Patriarca”, y todos los nacidos en Valencia la recordamos como se recuerdan los cuentos “de miedo” oídos en la niñez.

Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los barrios tranquilos, soñolientos y como muertos que rodean la Catedral. La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la huerta era una enmarañada marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad; y donde hoy es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas muertas y cenagosas.

Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A todas horas había gente en las almenas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del que desea contemplar de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme verlo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 357 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¡Hombre al Agua!

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael, con cargamento de sal para Gibraltar.

La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa a popa, los tripulantes iban por las bordas, sosteniéndose con peligroso equilibrio.

La noche era buena; noche de verano, con estrellas a granel y un vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina, hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo desmayada la inmensa lona con ruidoso aleteo.

La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de la maniobra de salida, y una vez rebañado el humeante caldero, en el que hundían su mendrugo con marinera fraternidad desde el patrón al grumete, desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio, para reposar sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino y zumo de sandía.

Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado, que acogió con gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y junto a él su protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era poca.

El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío almirante, un buque encantado, navegando por el mar de la abundancia. La cena de aquella noche era la primera cena seria que había hecho en su vida.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 121 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Condenada

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.

Tenía por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándosele en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de argamasa, deseando, como un mal momentáneo que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.


Leer / Descargar texto


5 págs. / 10 minutos / 233 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Milagro de San Antonio

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Hacía años que Luis no había visto las calles de Madrid a las nueve de la mañana.

A esta hora comenzaban a dormir todos los amigos del Casino; pero él, en vez de meterse en la cama, había cambiado de traje y se dirigía a la Florida, mecido por el dulce vaivén de su elegante carruaje.

Al volver a su casa, después de amanecido, le habían entregado una carta traida en la noche anterior. Era de aquella desconocida que mantenía con él extraña correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés, fina, correcta e igual a las de todas las que han sido pensionista del Sacre Coeur. Hasta su mujer la tenia así. Parecía que era ella la que le escribía, citándole a las diez en la Florida, frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!

Hacíale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina, cuyo recuerdo raras veces venía a turbar las alegrías de su vida de soltero, o, como decia él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas sí tenía noticias suyas. Unas veces viajaba por el extranjero; otras sabía que estaba en provincias, en casa de viejos parientes, y aunque residia largas temporadas en Madrid, nunca se habían encontrado. Esto no es París ni Londres; pero resulta suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas, cuando una hace la vida de mujer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en el mundo de noche y vuelve a casa todos los días a la hora en que, el frac arrugado y la pechera abombada, se impregnan del polvo que levantan los barrenderos y del humo de las buñolerías.


Leer / Descargar texto

Dominio público
9 págs. / 15 minutos / 175 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Pared

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!... ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 164 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Muerte de Capeto

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo el laureado pintor Vicente Nicoláu Cotanda.

I

A principios del año 1793, vivía yo con mi amigo Teodoro en una de las buhardillas más altas de París, separado del resto del mundo por una tortuosa y empinada escalera de más de cien peldaños.

¡Qué época aquélla!

Como lo mismo mi amigo que yo habíamos tomado parte activa en todos los acontecimientos más notables de la Revolución, gozábamos fama de patriotas, particularmente en los sitios donde se reunían los hombres más exaltados de entonces.

Desde el principio de aquella tormentosa y agitada época, habíamos abandonado los pinceles y dejado de concurrir al estudio de nuestro maestro Pedro David, uno de los genios más populares de aquel tiempo.

La historia de Teodoro y la mía, eran la de la Revolución.

Los dos habíamos hecho fuego en la toma de la Bastilla; el 10 de agosto de 1792 fuimos de los primeros que penetramos en las Tullerías, acuchillando a los suizos, y al pie de la guillotina vitoreamos a la nación, cuando rodó sobre el tablado la cabeza de Luis XVI.

Además, éramos asiduos concurrentes a las tribunas de la Convención, para aplaudir a Dantón y Robespierre, nos honrábamos con la amistad de Camilo Desmoulins, cuyos escritos leíamos, y no nos acostábamos ninguna noche sin hojear antes algunas páginas de la Enciclopedia o del Contrato social.

Como hijos de aquella época, éramos adoradores prácticos de la Revolución, a pesar de que a ésta debíamos el vivir en la mayor indigencia.

No eran aquellos tiempos los más favorables para el cultivo de las artes.

La gente sólo se fijaba en dos cosas: la guillotina y el fusil, y tenía puestos los ojos a todas horas en la Convención y las fronteras.

En la una había sus representantes, y en las otras sus defensores.


Leer / Descargar texto

Dominio público
14 págs. / 24 minutos / 145 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Corrección

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado con carne humana.

Levantábanse de la almohada trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por «petates» en el mísero antro, y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.

En las extensas piezas, junto a las ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal renovando el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos: los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura o la imbecilidad, criminales instintivos, de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 81 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Préstamo de la Difunta

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando los vecinos del pequeño valle enclavado entre dos estribaciones de los Andes se enteraron de que Rosalindo Ovejero pensaba bajar á la ciudad de Salta para asistir á la procesión del célebre Cristo llamado «el Señor del Milagro», fueron muchos los que le buscaron para hacerle encomiendas piadosas.

Años antes, cuando los negocios marchaban bien y era activo el comercio entre Salta, las salitreras de Chile y el Sur de Bolivia, siempre había arrieros ricos que por entusiasmo patriótico costeaban el viaje á todos sus convecinos, bajando en masa del empinado valle para intervenir en dicha fiesta religiosa. No iban solos. El escuadrón de hombres y mujeres á caballo escoltaba á una mula brillantemente enjaezada llevando sobre sus lomos una urna con la imagen del Niño Jesús, patrón del pueblecillo.

Abandonando por unos días la ermita que le servía de templo, figuraba entre las imágenes que precedían al Señor del Milagro, esforzándose los organizadores de la expedición para que venciese por sus ricos adornos á los patrones de otros pueblos.

El viaje de ida á la ciudad sólo duraba dos días. Los devotos del valle ansiaban llegar cuanto antes para hacer triunfar á su pequeño Jesús. En cambio, el viaje de vuelta duraba hasta tres semanas, pues los devotos expedicionarios, orgullosos de su éxito, se detenían en todos los poblados del camino.

Organizaban bailes durante las horas de gran calor, que á veces se prolongaban hasta media noche, consumiendo en ellos grandes cantidades de mate y toda clase de mezcolanzas alcohólicas. Los que poseían el don de la improvisación poética cantaban, con acompañamiento de guitarra, décimas, endechas y tristes, mientras sus camaradas bailaban la zamacueca chilena, el triunfo, la refalosa, la mediacaña y el gato, con relaciones intercaladas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
37 págs. / 1 hora, 6 minutos / 190 visitas.

Publicado el 19 de abril de 2016 por Edu Robsy.

¡Cosas de Hombres!

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Cuando Visentico, el hijo de la siñá Serafina, volvió de Cuba, la calle de Borrull púsose en conmoción.

En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de La Habana, agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y escuchar las estupendas historias con credulidad asombrosa. —En Matanzas tuve yo una mulatita que quería nos casáramos lueguito… , lueguito. Tenía millones; pero yo no quise, porque me tira esta tierresita.

Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia, y decía tener olvidado el valenciano, a pesar de lo mucho que «le tiraba la tierresita». Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban el tono empalagoso de una flauta melancólica.

Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la crédula chavalería. Visentico era el soberano de la calle, el motivo de conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito sólo comparable al frufrú de sus faldas de percal almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.

La siñá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas las onzas de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto… cuando mudase de fortuna.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 185 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Femater

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El primer dia que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podian salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vió lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
15 págs. / 26 minutos / 180 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

12345