Textos más antiguos de Vicente Blasco Ibáñez etiquetados como Cuento disponibles | pág. 3

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autor: Vicente Blasco Ibáñez etiqueta: Cuento textos disponibles


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La Vieja del Cinema

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que se había sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó la cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al lado de su sillón.

—Escándalo en un cinema—dijo, al mismo tiempo que leía—; insultos á la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene usted que alegar?

La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente al comisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de sorpresa, lo mismo que si despertase.

—Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rue Lepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los del barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puesto ambulante, y....

El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.

—¡Si el señor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como puede y contesta como su inteligencia se lo permite.

El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos en alto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á los delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!...

—En 1870, cuando la otra guerra—continuó la vieja—, tenía yo veintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de París y yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra los prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única.... Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.

Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con certeza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado, junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de madera y mirando al techo.


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21 págs. / 38 minutos / 57 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Automóvil del General

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El periodista Isidro Maltrana habló así á sus amigos en un pequeño restorán de Broadway:

—Me veo obligado á buscarme la vida en Nueva York. Ya no puedo volver á Méjico. ¡Qué desgracia! ¡Tan bien que me ha ido allá durante once años!...

Ustedes saben que soy español, y no tengo otra herramienta para ganarme el pan que una pluma fácil y sin escrúpulos. No recordemos las aventuras de mi primera juventud. Deben conocerlas ustedes, pues con ellas se han escrito libros. Son, en realidad, sucesos vulgares, que sólo merecen atención por el ambiente de tristeza desgarradora en que se desarrollaron.

Hace años me lancé á recorrer la América de habla española. Entré por Buenos Aires y he salido por la frontera de Texas. Una hazaña de conquistador de otros siglos; algo como el paseo del capitán Orellana, que partió del Perú y, navegando de un río grande á otro mayor, se vió de pronto en el Atlántico, después de haber bajado todo el curso del Amazonas.

No sonrían ustedes; ya sé que mis viajes en buque de vapor, en ferrocarril ó en mula, no pueden compararse con los penosos avances de aquellos exploradores de piernas de acero y pechos de bronce. Pero no crean tampoco que mis andanzas á través de la tierra americana han sido envidiables por su comodidad. También yo he sufrido grandes privaciones. Los conquistadores, que tuvieron que luchar con el hambre de las interminables soledades, acallaban su estómago apretándose un punto más el cinturón, y seguían adelante, con el arcabuz al hombro. Yo he tenido que apretarme igualmente el cinturón muchas veces; pero siempre encontraba, al fin, en las Repúblicas pequeñas, algún tirano, ó aspirante á tirano, que se encargaba de mantenerme á cambio de insultos á sus adversarios y de elogios disparatados á su persona.


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21 págs. / 37 minutos / 70 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Beso

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Esto ocurrió á principios de Septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.

El alumbrado empezaba á ser escaso, por miedo á los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero á pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo á otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.

Varias corrientes humanas venían á perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso á los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, á media noche ó al amanecer, no sabían adonde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.

La una de la madrugada. Me apresuro á sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome á otros rivales que también lo desean.


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6 págs. / 11 minutos / 71 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Loca de la Casa

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes francesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la catedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos. Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias y conventos de la época de la dominación española, así como las hermosas viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba incompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, y en él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señor Simoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundo entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor simplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de la localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del país de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven á la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero en ella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y sus nietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á un compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.


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16 págs. / 29 minutos / 332 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sublevación de Martínez

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Después que triunfó la revolución, y sus caudillos, instalados definitivamente en la capital de Méjico, se repartieron los principales cargos—desde presidente de la República hasta rector de la Universidad—, el valeroso Doroteo Martínez empezó á sentirse aburrido, sin atinar con la causa.

En verdad, no podía quejarse de su suerte. Seis años antes era segundo capataz en la hacienda de un gran señor que pasaba la mayor parte del tiempo en París.

Un día montó a caballo para seguir á los vengadores de Madero y derribar a su asesino Huerta. ¿Por qué no había de ser revolucionario, á semejanza de otros mejicanos de tan humilde origen como él, que llegaban á ministros y hasta presidentes?... Guadalupe su mujer, carácter despótico, opuesto sistemáticamente á todas sus decisiones, aceptó esta vez con entusiasmo el proyecto de dedicarse á la guerra.

—A ver si llegas a general—le dijo—. ¡Está una tan cansada de ver generalas que empezaron siendo criadas!...

El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afán de que su nombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso con acompañamiento de guitarra, le empujaron en su ascensión gloriosa. A los treinta años se vió general de brigada, sin haber tropezado con grandes obstáculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de un grupo á otro en las contiendas civiles que surgieron al final de la revolución, adivinando quién iba á triunfar y quién iba á sumirse para siempre en la desgracia y el olvido.

Su primer jefe y maestro fué Pancho Villa. A sus órdenes hizo la mayor parte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintió que este antiguo «ranchero», de porte solemne y aseñorado, al que llamaban «el viejo barbón», tenía más aspecto de presidente que el antiguo bandido, y se fué con él.


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23 págs. / 41 minutos / 47 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Empleado del Coche-cama

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

A las once de la noche, en el expreso París-Roma, el empleado procede á la operación de convertir en lechos el asiento y el respaldo del departamento que ocupo.

Mientras golpea colchonetas y despliega sábanas, empieza á hablar con la verbosidad de un hombre condenado á largos silencios. Es un expansivo que necesita emitir sus ideas y sus preocupaciones. Si yo no estuviese de pie en la puerta, hablaría con las almohadas que introduce á sacudidas en unas fundas nuevas, sosteniendo su extremo entre los dientes.

—Triste guerra, señor—dice con la boca llena de lienzo—. ¡Ay, cuándo terminará! Mi hijo...mi pobre hijo....

Es más viejo que los empleados de antes; no tiene el aire del steward abrochado hasta el mentón que acudía en tiempo de paz al sonido del timbre con un aire de gentleman venido á menos, de Ruy Blas que guarda su secreto. Más bien parece un obrero disfrazado con el uniforme de color castaña. Es robusto, cuadrado, con las manos rudas y el bigote canoso. Habla con familiaridad; se ve que no le costaría ningún esfuerzo estrechar la diestra de los viajeros. Su hijo ha muerto; su yerno ha muerto; los dos eran empleados de «la compañía», y los señores de la Dirección le han dado una plaza para que mantenga á sus nietos. El personal escasea; además, él conoce el italiano, por haber trabajado algún tiempo en un arsenal de Génova.

—Yo era antes torneador de hierro—dice con cierto orgullo—, obrero consciente y sindicado.

Una leve contracción de su bigote, que equivale á una sonrisa amarga, parece subrayar este recuerdo del pasado. ¡Qué de transformaciones! Luego, el viejo socialista añade á guisa de consuelo:

—Hay que tomar el tiempo como se presenta. Algunos «camaradas» son ahora ministros en compañía de los burgueses, para servir al país. Yo hago la cama á los ricos, para que coma mi familia.... ¡Ay, mi hijo!


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8 págs. / 14 minutos / 68 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cuatro Hijos de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Iba á terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha huían del amontonamiento en las casas de los peones y en las dependencias donde estaban guardadas las máquinas de labranza con los fardos de alfalfa seca. Preferían dormir al aire libre, teniendo por almohada el saco que contenía todos sus bienes terrenales y les había acompañado en sus peregrinaciones incesantes.

Se encontraban allí hombres de casi todos los países de Europa. Algunos eternos vagabundos se habían lanzado á correr la tierra entera para saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa argentina, unos cuantos meses nada más, antes de trasladar su existencia inquieta á la Australia ó al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples labriegos, españoles ó italianos, habían atravesado el Atlántico atraídos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el mismo trabajo que en su país era pagado con unos cuantos céntimos.

Los más de los segadores pertenecían á la clase de emigrantes que los propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pájaros humanos que cada año, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su país, abandonan las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima más cálido del hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoño, y cuando el viento pampero empieza á azotar las llanuras, asustados por la proximidad del invierno, regresan á los lugares de procedencia, donde la tierra empieza á despertar entonces bajo las primeras caricias primaverales.


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27 págs. / 48 minutos / 75 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cigarra y la Hormiga

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Reverbera en las blancas fachadas el sol de las primeras horas de la tarde. Procuramos, en nuestros paseos por la plaza de un pequeño pueblo valenciano, no salirnos de las islas de sombra que trazan los plátanos sobre la tierra rojiza y ardiente.

Silencio de sueño, calma profunda de siesta veraniega. Los únicos que vivimos en este ambiente exuberante de luz somos mi amigo y yo, que conversamos bajo los árboles de la plaza, los niños que ganguean á gritos sus lecciones en la escuela próxima, siguiendo el venerable método morisco, y los enjambres de insectos que aletean, zumban y trepan en torno de los plátanos.

Calla de pronto el coro escolar, y por las ventanas abiertas llega hasta nosotros la voz de un niño, el más aplicado tal vez, que recita una fábula: La cigarra y la hormiga.

Como el griterío de una muchedumbre alborotada que contesta á ultrajantes alusiones, suena el chín-chín de numerosas cigarras moviendo sus cimbalillos entre las cortinas del follaje.

Mi amigo el naturalista se indigna mientras la voz infantil va desarrollando la acción de la conocida fábula, la cigarra imprevisora y alegre que canta sin pensar en el porvenir, y cuando llega el invierno, transida de frío y vacilante de hambre, va en busca de la hormiga para implorar un préstamo. El animal ordenado y económico, que tiene en torno los sacos llenos de cosecha y se prepara á invernar en opípara abundancia, no quiere oír la súplica de la bohemia y añade á su negativa la burla cruel: «¿No has pasado cantando el verano mientras yo trabajaba? Pues bien; ahora, baila.»


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dimoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna. —¡Dimoni!… ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo. Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de la raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformado su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería. Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.


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5 págs. / 9 minutos / 199 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¡Cosas de Hombres!

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Cuando Visentico, el hijo de la siñá Serafina, volvió de Cuba, la calle de Borrull púsose en conmoción.

En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de La Habana, agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y escuchar las estupendas historias con credulidad asombrosa. —En Matanzas tuve yo una mulatita que quería nos casáramos lueguito… , lueguito. Tenía millones; pero yo no quise, porque me tira esta tierresita.

Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia, y decía tener olvidado el valenciano, a pesar de lo mucho que «le tiraba la tierresita». Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban el tono empalagoso de una flauta melancólica.

Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la crédula chavalería. Visentico era el soberano de la calle, el motivo de conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito sólo comparable al frufrú de sus faldas de percal almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.

La siñá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas las onzas de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto… cuando mudase de fortuna.


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7 págs. / 12 minutos / 153 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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