I
Todos los vecinos de Benimuslim acogieron con extrañeza la noticia.
Se casaba el tío Sento, uno de los prohombres del pueblo, el primer
contribuyente del distrito, y la novia era Marieta, guapa chica, hija de
un carretero, que no aportaba al matrimonio otros bienes que aquella
cara morena, con su sonrisa de graciosos hoyuelos y los ojazos negros
que parecían adormecerse tras las largas pestañas, entre los dos
roquetes de apretado y brillante cabello que, adornados con pobres
horquillas, cubrían sus sienes.
Por más de una semana esta noticia conmovió al tranquilo pueblecito
que, entre una inmensidad de viñas y olivares, alzaba sus negruzcos
tejados, sus tapias de blancura deslumbrante, el campanario con su
montera de verdes tejas y aquella torre cuadrada y roja, recuerdo de los
moros que, destacaba, soberbia, sobre el intenso azul del cielo, su
corona de almenas rotas o desmoronadas como una encía vieja.
El egoísmo rural no salía de su asombro. Muy enamorado debía de estar
el tío Sento para casarse, violando tan escandalosamente las costumbres
tradicionales. ¿Cuándo se había visto a un hombre que era dueño de la
cuarta parte del término, con más de cien botas en la bodega y cinco
mulas en la cuadra, casarse con una chica que de pequeña robaba fruta o
ayudaba en las faenas de las casas ricas para que le diesen de comer?
Todos decían lo mismo: «¡Ah, si levantase cabeza la siñá Tomasa, la
primera mujer del tío Sento, y viese que su caserón de la calle Mayor,
sus campos y su estudi, con aquella cama monumental de que tan orgullosa
estaba, iba a ser para la mocosuela que en otros tiempos le pedía una
rebanada de pan!»
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