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autor: Vicente Riva Palacio editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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El Abanico

Vicente Riva Palacio


Cuento


El marqués estaba resuelto a casarse, y había comunicado aquella noticia a sus amigos, y la noticia corrió con la velocidad del relámpago por toda la alta sociedad, como toque de alarma a todas las madres que tenían hijas casaderas, y a todas las chicas que estaban en condiciones y con deseos de contraer matrimonio, que no eran pocas.

Porque eso, sí, el marqués era un gran partido, como se decía entre la gente de mundo. Tenía treinta y nueve años, un gran título, mucho dinero, era muy guapo y estaba cansado de correr el mundo, haciendo siempre el primer papel entre los hombres de su edad dentro y fuera de su país.

Pero se había cansado de aquella vida de disipación. Algunos hilos de plata comenzaban a aparecer en su negra barba y entre su sedosa cabellera; y como era hombre de buena inteligencia y de no escasa lectura, determinó sentar sus reales definitivamente, buscando una mujer como él la soñaba para darle su nombre y partir con ella las penas o las alegrías del hogar en los muchos años que estaba determinado a vivir todavía sobre la tierra.

Con la noticia de aquella resolución no le faltaron seducciones, ni de maternal cariño, ni de románticas o alegres bellezas; pero él no daba todavía con su ideal, y pasaron los días, y las semanas, y los meses, sin haber hecho la elección.

—Pero, hombre —le decían sus amigos—, ¿hasta cuándo vas a decidirte?

—Es que no encuentro todavía la muchacha que busco.

—Será porque tienes pocas ganas de casarte, que muchachas sobran. ¿No es muy guapa la condesita de Mina de Oro?

—Se ocupa demasiado de sus joyas y de sus trajes; cuidará más un collar de perlas que de su marido, y será capaz de olvidar a su hijo, por un traje de la casa de Worth.

—¿Y la baronesa del Iris?


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ciento por Uno

Vicente Riva Palacio


Cuento


Corría el año del Señor de 1540. Algunos de los afamados capitanes que con Nuño de Guzmán emprendido habían la conquista del nuevo reino de Galicia en Nueva España, hoy conocido como estado de Jalisco, comenzaban a caer ya bajo la guadaña de la muerte, como las secas hojas de los árboles a los primeros soplos del invierno.

Tocóle tan dura suerte en no avanzada edad al capitán don Pedro Ruiz de Haro, de la noble casa española de los Guzmán. Su muerte dejó en la pobreza y la orfandad a la viuda doña Leonor de Arias, con tres hijas tan bellas como tres capullos de rosa.

Doña Leonor abandonó la ciudad de Compostela, capital entonces de Nueva Galicia, y retiróse triste, pero resignada, a una pequeña hacienda de campo cerca de la ciudad, que se llamaba Mira valle, única herencia que a su familia había dejado el capitán Ruiz de Haro.

Allí, ayudada por el trabajo de sus manos, y más con privaciones que con economía, doña Leonor de Arias educaba a sus hijas en la santa escuela de la honradez, de la pobreza y del trabajo.

Una tarde doña Leonor, rodeada de sus hijas, cosía tomando el fresco delante de su casa y a la sombra de un humilde portalillo, cuando acertó a llegar allí, caminando pesadamente con el apoyo de un tosco bordón, un indio enfermo y viejo.

El indio pedía, no una limosna de dinero, sino un pedazo de pan para calmar su hambre; doña Leonor le hizo sentar, y las tres niñas, alegres y bulliciosas como si fueran a una fiesta, corrieron al interior de la casa a preparar la comida del mendigo.

Pobre, pero abundante, fue el banquete que las hijas de doña Leonor presentaron al indio, que comía delante de ellas, que lo miraban con la ternura que brilla siempre en los ojos de una mujer cuando calma un dolor o remedia una necesidad.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Madreselvas

Vicente Riva Palacio


Cuento


Conocí a Ben-Hamín, a bordo del Scotia, en un viaje que hicimos de Liverpool a Nueva York. Estaba siempre sobre la cubierta envuelto en una especie de bata, mostrando unas babuchas de tela tan extraña como la de la bata, con el rojo tarbuch inclinado hacia atrás. No leía, pero meditaba; su larga y rizada barba blanca le cubría la mitad del pecho, y sus grandes ojos negros se escondían debajo de las cejas, tan largas y pobladas que parecían dos alas de pichón blanco.

No sé qué negocio le trajo a Madrid, porque jamás le pregunté, primero porque no me lo había dicho, y luego porque no me importaba; pero éramos viejos conocidos, y venía a comer conmigo algunas veces a mi casa, en la calle de Serrano.

Una noche, era en verano, le noté alguna preocupación, y durante toda la comida pude observar que evitaba cuidadosamente el contacto de las flores de madreselva que se colgaban fuera del ramo que adornaba el centro de la mesa.

Picó esto mi curiosidad, y no era hombre de quedarme con la duda; esperé que sirvieran el café, y cuando ya los criados se habían retirado, le dije:

—Si no lo tiene usted por indiscreción, le ruego que me diga por qué le causan disgusto las flores de la madreselva.

—¡Oh! —me dijo—, no son las flores las que me repugnan; es toda la planta.

—¿Y por qué?

—Es una historia que nada tiene de secreta; por el contrario, desearía que todos vosotros, europeos y americanos, la supieran; quizá os sea útil

—Cuéntela usted, cuéntela usted —dijimos todos.

—Pues voy a complaceros, refiriéndoosla tal como la aprendí en un viejo manuscrito.

Ben-Hamín cerró los ojos como para reconcentrarse en sí mismo, e inclinó la cabeza; la luz eléctrica daba a las canas de su barba el brillo de la plata bruñida.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Stradivarius

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Qué es lo que usted desea? Pase usted, caballero; aquí hay todo lo que puede necesitar. Tome usted asiento si quiere…

—Mil gracias. Deseaba yo ver unos ornamentos de iglesia de mucho lujo.

—Aquí encontrará usted cuanto necesite: casullas, capas pluviales, cíngulos, amitos, paños de corporales, palios, en fin, todo muy bueno, de muy buena clase, muy barato y para todas las fiestas del año.

—Pues veremos; porque tengo un encargo de un tío muy rico, de Guadalajara, que quiere hacer un obsequio a la catedral.

El vendedor era el señor Samuel, un rico comerciante y dueño de una joyería situada en una de las principales calles de México; pero en ella tanto podían encontrarse collares y pulseras, pendientes y alfileres de brillantes, de rubíes, de perlas y esmeraldas, como ornamentos de iglesia, y custodias de oro, y cálices y copones exquisitamente trabajados, como lujosos muebles y objetos de arte, de esos que constituyen la floración del gusto.

El señor Samuel, bajo de cuerpo, gordo, blanco, rubio, colorado, con la cabeza hundida entre los hombros y las narices entre los carrillos, tenía fama de ser un judío porque se llamaba Samuel, porque era muy rico y muy codicioso, porque gustaba mucho de comer carne de cerdo, lo cual para el vulgo era una prueba de que su religión se lo prohibía, fundándose en que la prohibición causa apetito, y, por último, porque los sábados estaba tan alegre como los cristianos el domingo.

El otro interlocutor era un joven pálido, alto y delgado, mirada triste, melena lacia, levita negra vieja y pantalón ídem, es decir, negro y viejo. Además, aunque esto debía ser accidental, llevaba en la mano izquierda un violín metido en una caja forrada de tafilete negro con adornos de metal amarillo, que semejaba el ataúd de un párvulo.

A no caber duda, era un músico.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Problema Irresoluble

Vicente Riva Palacio


Cuento


Juanita no sabe servir, pero es muy lista y aprenderá pronto. Blanca estará muy contenta con su doncella galleguita, porque dentro de dos meses le será muy útil, pero es preciso desasnarla. Queda cumplido su encargo, y yo me repito su seguro servidor y capellán, que besa su mano,

Blas Padilla
 

Así terminaba la carta de recomendación con que Juanita había llegado a la casa de Emilio. Porque Emilio encargó una chica a Galicia para que sirviera de doncella a su mujer.

Emilio y Blanca estaban en la luna de miel, y a Blanca, como a todas las recién casadas, le sobraban muchas horas del día, y era para ella una diversión enseñar a Juanita y estudiar la sorpresa que le causaban todos los refinamientos de la civilización.

Apenas podía la chica comprender que algunas veces llegara un hombre a arreglar las uñas de las manos a su señorita, ni que todos los días viniera una mujer expresamente a peinarla; pero lo que más le asombraba era el teléfono, y al tercer o cuarto día de estar en la casa la sorprendió Blanca en el aparato, teniendo una trompetilla en la oreja y hablándose a sí misma con la otra.

Pero rápidamente, con esa educabilidad y esa aptitud de asimilación que tan en alto grado poseen las mujeres, Juanita vestía como las criadas de Madrid; hablaba a su señorita en tercera persona; cantaba todo lo que oía tocar en los organillos y lucía, como una pulsera de oro, una cinta negra con que se oprimen la muñeca de la mano derecha las chicas que por planchar mucho sufren en esa parte del brazo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Horma de su Zapato

Vicente Riva Palacio


Cuento


Con sólo que hubiera tenido talento, instrucción, dinero, buenos padrinos y una poca de audacia, habría hecho un gran papel en la sociedad el amigo que me refirió lo que voy a contar. Pero aunque de escasa lectura, como es viejo y no ha salido de Madrid, tiene mucho mundo, y debe creer que es una verdad cuanto me dijo, y allá va ello.

Hay en el infierno jerarquías, lo mismo que en el cielo y en la tierra; y hay diablos que ocupan encumbrados puestos, mereciéndolos o no; al paso que hay otros que se llevan de cesantes, sin tener ni una mala alma de usurero a quien dar tormento, ni reciben siquiera la comisión de pervertir en el mundo, para llevar al reino de las tinieblas el espíritu de algún desesperado mortal.

Uno de éstos, de quien se decía que por pasarse de listo había sido dado de baja, andaba siempre en pretensiones sin poder alcanzar empleo; entre los diablos mejor informados y que estaban al corriente de las intrigas políticas, se aseguraba que este infeliz, que tenía por nombre Barac, que en hebreo tanto quiere decir como Relámpago, debía todos sus infortunios a la enemistad de otro diablo llamado Jeraní (engañador), que le tenía jurado odio mortal y que se había propuesto ponerle siempre en ridículo.

Pero a pesar de este odio y esa mala voluntad, Barac alcanzó al fin contar con buenos padrinos, seguro ya de burlar todas asechanzas de Jeraní, que con esto quedaba vencido.

Un día, Luzbel, aunque poniendo mal ceño, llamó a Barac y le dijo:

—Si usted quiere —porque también en el infierno hay urbanidad— que se le reponga en su destino de tostador de malcasadas, que yo sé que es bastante alegre y socorrido, va usted a salir al mundo, y dentro de quince días, a las doce en punto de la noche, del lugar en que usted estuviese, ha de traer usted un alma de mujer, joven y bonita.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Bestia Humana

Vicente Riva Palacio


Cuento


No en París, en toda Francia era imposible encontrar un corazón más limpio y un carácter más dulce que el del señor Ramón.

Aquel pantalón azul pálido; aquella levita color de castaña, descolorida por los años y abotonada a todas horas, pero dejando ver el cuello y los puños de la camisa irreprochablemente limpios y brillantes siempre, envolvían el compendio más perfecto de la bondad y de la mansedumbre.

Desde el director de la compañía, desde el empresario hasta el último de los tramoyistas del teatro de La Gaité, adonde tenía un empleo, todos le llamaban papá Ramón, y ni hubo superior que tuviera motivo de reñirle, ni compañero a quien diese ocasión de disgusto.

Papá Ramón vivía para servir a los demás, y a pesar de sus cincuenta y cinco años y de su exterior endeble, porque era de pequeña estatura, tenía resistencia para trabajar todo el día, y no contaba ni con hora fija siquiera para almorzar, pero en la noche, cuando terminaba la función, papá Ramón recobraba su autonomía y comenzaba a pertenecerse a sí mismo.

Todas las noches, y era ya costumbre inveterada, al salir del teatro entraba en un modesto pero aseado restaurante, ocupaba siempre la misma mesa, a la derecha de la puerta de entrada, y allí, instalándose cómodamente, sacaba del bolsillo El Fígaro del día, y comenzaba la lectura, en tanto que el criado, que conocía el invariable gusto de papá Ramón, después de darle las buenas noches, iba colocando unos tras otros los platos que constituían aquella cena cotidiana.

Papá Ramón no abandonaba el periódico; leía mientras estaba comiendo, o mejor dicho, comía instintivamente, mientras que saboreaba la lectura.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En una Casa de Empeños

Vicente Riva Palacio


Cuento


Enrique Granier era un francés de gran corazón, y, sin embargo, se había establecido en México abriendo una casa de empeños.

No quiere decir eso que yo juzgue hombres de malos sentimientos a los que tienen casa de empeños; pero hay, sin embargo, necesidad de tener un carácter especial para fundar la propia ganancia en la desgracia ajena; porque es seguro que solamente van a buscar el remedio en el empeño los perseguidos de la suerte, y allí se apuran hasta los últimos recursos, y ahí, tras lo superfluo, va lo necesario: después de la joya, llegan hasta el colchón y las prendas más indispensables. Se encuentra allí, es cierto, la salvación de momento, pero se prepara la angustia de lo por venir.

A pesar de eso, siempre el que sale de aquella casa muestra en el rostro algo de satisfacción; y es natural, pues si a dejar fue la prenda, sale con el dinero que remedia una necesidad o salva de un compromiso; si a recuperarla fue, sale contento con ella, porque vuelve a reconquistarla después de haberla creído perdida, y es ya un augurio de mejores tiempos. Pero, a pesar de todo, es triste contemplar aquella multitud de objetos, cada uno de los cuales es el símbolo de una angustia, de un sacrificio, de un dolor, y cada persona de las que vienen sueña que lleva un objeto de gran valía, que simboliza para él la esperanza de salvación, y se encuentra con el frío razonamiento del comerciante, que no ve en aquello el último recurso de una familia sin pan, sino una prenda que definitivamente no puede venderse para cubrir la suerte principal y el interés del préstamo.

Y yo le hacía todas estas reflexiones a Granier, y él me contestaba:


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Buen Ejemplo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Si yo afirmara que he visto lo que voy a referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo, porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede darse fe a la siguiente narración:

En la parte sur de la república mexicana, y en las vertientes de la sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay pueblecitos como son en lo general todos aquéllos: casitas blancas cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que les prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes platanares y gigantescos cedros.

El agua en pequeños arroyuelos cruza retozando por todas las callejuelas, y ocultándose a veces entre macizos de flores y de verdura.

En ese pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires necesitan los maestros de escuela de los pueblos!

En esa escuela, siguiendo tradicionales costumbres y uso general en aquellos tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía; en coro se estudiaban y en coro se cantaban lo mismo las letras y las sílabas que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.

Don Lucas soportaba con heroica resignación aquella ópera diaria, y había veces que los chicos, entusiasmados, gritaban a cual más y mejor; y era de ver entonces la estupidez amoldando las facciones de la simpática y honrada cara de don Lucas.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Máquina de Coser

Vicente Riva Palacio


Cuento


Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí: una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el arma de combate de las dos pobres mujeres en la terrible lucha por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla de un naufragio; de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas, como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás. Pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta veía siempre la luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro Apolo; y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano, cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía el trabajo.


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Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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