Eran días negros para España.
Los carros de la invasión se guarnecían a la sombra de los palacios
de Carlos V y Felipe II; y cruzaban por las carreteras tropas sombrías
de soldados extranjeros, levantando nubes de polvo que se cernían
pesadamente y se alzaban, condensándose como para formar la lápida de un
sepulcro sobre el cadáver de un héroe.
El extranjero iba dominando por todas partes, su triunfo se
celebraba como seguro. El pueblo dormía el sueño de la enfermedad, pero
un día el león rugió sacudiendo su melena, y comenzó la lucha gloriosa.
España caminaba sangrando, con su bandera hecha girones por la metralla
de los franceses, por ese doloroso vía crucis que debía terminar en el
Tabor y no en el Calvario.
Prodigios de astucia y de valor hacían los guerrilleros, y los días
se contaban por los combates y por los triunfos, por los artificios y
los dolores.
El ruido de la guerra no había penetrado, sin embargo, hasta la
pobre aldea en donde vivía la tía Jacoba con sus tres hijos, Juan
Antonio y Salvador, robustos mocetones y honrados trabajadores.
La tía Jacoba había tenido otro hijo también, que murió, dejando a
la viuda con tres pequeños, sin amparo y sin bienes de fortuna.
Recogiólos la tía Jacoba, y todos juntos vivían tranquilos, porque
la abuela tenía lo suficiente para no necesitar el trabajo personal de
las mujeres ni de los niños.
Pero la tía Jacoba era una mujer de gran corazón y de gran
inteligencia, y sin haber concurrido a la escuela, ni haber cultivado el
trato de personas instruidas, sabía leer, y leía y procuraba siempre
adquirir noticias de los acontecimientos de la guerra y de la marcha que
llevaban los negocios públicos, entonces de tanta importancia.
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