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Cuentos Crueles

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Las señoritas de Bienfilâtre

Al Señor Théodore de Banville

¡Luz, Luz!…

Últimas Palabras de Goethe.

Pascal dijo que, desde el punto de vista de los hechos, el Bien y el Mal son cuestión de latitud. En verdad, tal acto humano que aquí llamamos crimen, allá lo llaman buena acción, y así recíprocamente. Mientras en Europa, por lo general, se venera a los padres ya ancianos, en ciertas tribus de América se los convence para que suban a un árbol y, acto seguido, comienzan a sacudirlo: si caen, el deber sagrado de todo bueno hijo es, como antaño hacían los mesenios, molerlo a hachazos de inmediato, para evitarles, así, las preocupaciones de la decrepitud; en cambio, si hallan fuerzas para aferrarse a alguna rama, entonces es que aún se valen para cazar o pescar, y su inmolación queda aplazada. Otro ejemplo: entre los pueblos del Norte, que gustan de beber vino, corre a raudales cuando el amado sol duerme; incluso nuestra religión nacional nos aconseja que el «buen vino alegra el corazón». Para los vecinos mahometanos, al Sur, se considera este acto un grave delito. En Esparta, se practicaba y se honraba el robo: era una institución hierática, un complemento indispensable en la educación de todo respetable lacedemonio. De ahí, probablemente, los griegos. En Laponia, es un honor para el padre de familia que su hija sea objeto de todas las atenciones cariñosas que pueda procurarle el viajero que goza de su hospitalidad. Al igual que en Besarabia. Al norte de Persia, y en las tribus del Kabul, donde viven en tumbas muy antiguas, si, al recibir en un cómodo sepulcro una cordial y hospitalaria acogida, transcurridas veinticuatro no se ha hecho uno íntimo con toda la prole del anfitrión, guebro, parsi o wahabita, es lógico esperar que, sin más, le sea a uno arrancada la cabeza, suplicio en boga por estos parajes.


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Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Eva Futura

Villiers de L'Isle Adam


Novela


Libro I: Edison

I. Menlo Park


Parecía el jardín una bella hembra tendida, que dormitara voluptuosamente, cerrados los párpados a los cielos abiertos. Las praderas del azul celeste se hermanaban en un círculo amojonado por las flores de luz. Los iris y las gemas de rocío pendientes de las hojas cerúleas, eran estrellas pestañeantes que abrasaban el ámbito nocturno.

GILES FLETCHER
 

A veinticinco leguas de Nueva-York, en el núcleo de un haz de hilos eléctricos, surge una casa envuelta por meditabundos jardines solitarios. Mira la fachada, la uniformidad del césped, rota por las avenidas enarenadas que llevan a un pabellón aislado. Es el número 1 de Menlo-Park. Allí vive Tomás Alva Edison, el hombre que ha hecho cautivo al eco.

Tiene éste unos cuarenta y dos años. Su fisonomía recordaba, hace poco aún, la de un francés ilustre: Gustavo Doré. Era el rostro del artista traducido en un rostro de sabio. ¡Aptitudes análogas, aplicaciones diferentes! ¿A qué edad se parecieron del todo? Quizás nunca. Las fotografías de ambos, fundidas en el estereoscopio, despiertan la impresión de que ciertas efigies de razas superiores no se realizan más que en cierto cuño de fisonomías perdidas en la Humanidad.

Confrontado con las viejas estampas, el rostro de Edison ofrece la viva reproducción de la siracusana medalla de Arquímedes. A las cinco de una tarde de estos últimos otoños, el maravilloso inventor, el mago del oído, (casi sordo, como un Beethoven de la ciencia, que ha sabido crearse el minúsculo instrumento que, no sólo acaba con la sordera, sino que desnuda y agudiza el sentido auditivo), el gran Edison estaba solo en lo hondo de su laboratorio personal, allí, en el pabellón arrancado del castillo.


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229 págs. / 6 horas, 41 minutos / 1.176 visitas.

Publicado el 11 de enero de 2018 por Edu Robsy.

Catalina

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Mi deliciosa y solitaria villa, situada a orillas del Marne, con su cercado y su fresco jardín, tan umbrosa en verano, tan cálida en invierno; mis libros de metafísica alemana; mi piano de ébano de sonidos puros; mi bata de flores apagadas, mis confortables zapatillas; mi apacible lámpara de estudio, y toda esta existencia de profundas meditaciones, tan gratas a mi gusto por el recogimiento. Una hermosa tarde de verano decidí sacudirme el encanto de todas estas cosas tomándome unas semanas de exilio.

Así fue. Para relajar el espíritu de aquellas abstractas meditaciones, a las que por demasiado tiempo —me parecía— había consagrado toda mi juvenil energía, acababa de concebir el proyecto de realizar algún viaje divertido, en el que las únicas contingencias del mundo fenomenal distraerían, por su frivolidad misma, el ansioso estado de mi entendimiento en lo que concierne a las cuestiones que, hasta entonces, lo habían preocupado. Quería… no pensar más, dejar descansar la mente, soñar con los ojos abiertos como un tipo convencional. Semejante viaje de recreo no podía —así lo creí— sino ser útil a mi querida salud, pues la realidad es que yo me estaba debilitando sobre aquellos temibles libros. En resumen, esperaba que semejante distracción me devolvería al perfecto equilibrio de mí mismo y, al regreso, apreciaría sin dudar las nuevas fuerzas que esta tregua intelectual me procuraría.

Queriendo evitar en aquel viaje cualquier ocasión de pensar o de encontrarme con pensadores, no hallaba sobre la superficie del globo —salvo países completamente rudimentarios—, no hallaba sino un único país cuyo suelo imaginativo, artístico y oriental no hubiera dado nunca metafísicos a la Humanidad. Con estos datos reconocemos, ¿no es cierto?, la Península Ibérica.


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12 págs. / 21 minutos / 57 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto del Cadalso

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Las recientes ejecuciones me recuerdan esta extraordinaria historia:

Aquella noche del 5 de junio de 1864, a las siete, el doctor Edmond-Désiré Couty de la Pommerais, recientemente trasladado de la Conciergerie a la Roquette, estaba sentado, revestido de una camisa de fuerza, en la celda de los condenados a muerte.

Taciturno, fija la mirada, apoyaba los codos en el respaldo de la silla. Sobre la mesa, una vela iluminaba la palidez de su rostro frío. A dos pasos, un guardia, de pie contra el muro, lo observaba, cruzados los brazos.

Casi todos los detenidos están obligados a un trabajo cotidiano, de cuyo salario la administración deduce, en caso de fallecimiento, el precio de la mortaja, que nunca proporciona. Sólo los condenados a muerte no tienen que realizar tarea alguna.

El prisionero era de esos que no juegan a los naipes: en su mirada no se leía miedo ni esperanza.

Treinta y cuatro años; moreno; de talla mediana; bien proporcionado en verdad; las sienes grises desde hacía poco; la mirada nerviosa, semivelada; una frente de razonador; la voz opaca y breve, las manos saturninas; la expresión circunspecta de las personas poco locuaces; modales de estudiada distinción: tal aparecía.

(Se recordará que en las audiencias del Sena, no habiendo podido Me. Lachaud desvanecer en la mente de los jurados, no obstante lo riguroso de su defensa en esa ocasión, el triple efecto producido por los debates, las conclusiones del doctor Tardieu y la requisitoria de M. Oscar de Vallée, M. de la Pommerais, convicto de haber administrado dosis mortales de digitalina a una dama amiga suya, con premeditación y propósitos de lucro, oyó pronunciar contra él, en aplicación de los artículos 301 y 302 del Código Penal, la sentencia de muerte).


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10 págs. / 18 minutos / 204 visitas.

Publicado el 27 de junio de 2018 por Edu Robsy.

La Más Bella Cena del Mundo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Un golpe del Comendador!
¡Una puñalada trapera!

—Antiguo refrán

Xanthus, el maestro de Esopo, declaró, por sugerencia del fabulista, que, si él había apostado que se bebería el mar, no había apostado beber también los ríos que «entran en su interior», para utilizar el gracioso francés de nuestros traductores universitarios.

Ciertamente, tal escapatoria era muy sagaz; pero, con la ayuda del Espíritu del progreso, ¿no sabríamos encontrar, hoy en día, otras semejantes? Por ejemplo:

«Retiren de antemano los peces, ya que no están comprendidos en la apuesta; ¡filtren! Una vez hecha esta reducción, la cosa es fácil.»

O mejor aún:

«Yo he apostado que me beberé el mar, de acuerdo; ¡pero no de un solo trago! El sabio no debe nunca precipitarse en sus acciones: bebo lentamente. Por lo tanto, será una gota cada año, ¿no es verdad?»

Resumiendo, pocos compromisos hay que no puedan ser mantenidos de alguna manera… y esta manera podría calificarse de filosófica.

—«¡La más bella cena del mundo!»

Tales expresiones utilizó, formalmente, el letrado Percenoix, el ángel de la Enfiteusis, para definir, de un modo conciso, la comida que se proponía ofrecer a los notables de la pequeña ciudad de D…, en la que tenía su despacho desde hacía treinta años o más.

Sí. Fue en el círculo —la espalda al fuego, los faldones de su levita bajo los brazos, las manos en los bolsillos, los hombros estirados y sin relieve, los ojos en el cielo, las cejas levantadas, los lentes de oro en las arrugas de su frente, el birrete hacia atrás, la pierna derecha plegada sobre la izquierda y la punta de su zapato embetunado que apenas tocaba tierra—, donde pronunció esas palabras.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Asesino de Cisnes

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


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24 págs. / 42 minutos / 122 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Secreto de la Antigua Música

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Era día de audición en la Academia Nacional de Música. En las altas instancias se había decidido el estudio de una obra de cierto compositor alemán (cuyo nombre, olvidado desde entonces, felizmente se nos escapa); y tal maestro extranjero, si había que creer en diversos memoranda publicados por la Revue de Deux Mondes, ¡era nada menos que el creador de una música «nueva»!

Así pues, los músicos de la Ópera se encontraban reunidos para poner, como suele decirse, las cosas en claro y descifrar la partitura del presuntuoso innovador.

El momento era grave. El director de la Academia apareció en escena y entregó al director de orquesta la voluminosa partitura en litigio. Éste la abrió, la leyó, se estremeció y declaró que la obra le parecía inejecutable en la Academia de Música de París.

—Explíquese —dijo el director de la Academia.

—Señores —respondió el director de orquesta—, Francia no podría responsabilizarse de truncar, por una defectuosa interpretación, el pensamiento de un compositor… sea cual sea su nacionalidad. Sin embargo, en las partituras de orquesta especificadas por el autor figura… un instrumento militar caído ya en desuso y que no tiene intérprete entre nosotros; ese instrumento, que hizo las delicias de nuestros padres, tenía antaño un nombre: el chinesco. Creo que la radical desaparición del chinesco en Francia nos obliga a declinar, muy a pesar nuestro, el honor de esta interpretación.

Tal discurso había sumido al auditorio en ese estado que los fisiologistas llaman comatoso. ¡El Chinesco! Los más viejos apenas recordaban haberlo oído en su infancia. Pero les hubiera resultado muy difícil, hoy en día, poder precisar su forma. De repente, una voz pronunció estas inesperadas palabras:

—Con su permiso, creo que yo conozco uno —todas las cabezas se volvieron; el director de orquesta se levantó de un salto.

—¿Quién ha hablado?


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Cartelera Celeste

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henry Ghys

Eritis sicut dii.
—Antiguo Testamento


Cosa extraña y capaz de despertar la sonrisa de un financiero: ¡se trata del Cielo! Pero entendámonos: del cielo considerado desde el punto de vista industrial y serio.

Ciertos acontecimientos históricos, hoy en día científicamente confirmados y explicados (o algo parecido), por ejemplo: el Labarum de Constantino, las cruces reflejadas en las nubes por unas llanuras nevadas, los fenómenos de refracción del monte Brocken y ciertos espejismos en las regiones boreales, intrigaron notablemente y, por así decirlo, picaron la curiosidad de un sabio ingeniero meridional, el señor Grave, que concibió, hace ya algunos años, el luminoso proyecto de utilizar las anchas extensiones de la noche, y elevar, en una palabra, el cielo a la altura de la época.

En efecto, ¿para qué esas azuladas bóvedas que no sirven sino para desbocar las imaginaciones enfermizas de los últimos visionarios? ¿No se obtendría un legítimo derecho al reconocimiento público, y digámoslo (¿por qué no?), a la admiración de la posteridad, al convertir esos estériles espacios en espectáculos real y fructíferamente instructivos, al utilizar las inmensas llanuras y obtener, al fin, un buen rendimiento a esas Solognes indefinidas y transparentes?

No se trata aquí de sentimentalismos. Los negocios son los negocios. Es preciso pedir la colaboración, y también, si fuese necesario, la energía de gente seria sobre el valor y los resultados pecuniarios del inesperado descubrimiento del que hablamos.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Esperanza

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al atardecer, el venerable Pedro Argüés, sexto prior de los dominicos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un fraile redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familiares del Santo Oficio provistos de linternas, descendió a un calabozo. La cerradura de una puerta maciza chirrió; el Inquisidor penetró en un hueco mefítico, donde un triste destello del día, cayendo desde lo alto, dejaba percibir, entre dos argollas fijadas en los muros, un caballete ensangrentado, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto por grillos, con una argolla de hierro en el pescuezo, estaba sentado, hosco, un hombre andrajoso, de edad indescifrable.

Este prisionero era el rabí Abarbanel, judío aragonés, que —aborrecido por sus préstamos usurarios y por su desdén de los pobres— diariamente había sido sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, “duro como su piel”, había rehusado la abjuración.

Orgulloso de una filiación milenaria —porque todos los judíos dignos de este nombre son celosos de su sangre—, descendía talmúdicamente de la esposa del último juez de Israel: Hecho que había mantenido su entereza en lo más duro de los incesantes suplicios.

Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de esta alma hacía imposible la salvación, el venerable Pedro Argüés, aproximándose al tembloroso rabino, pronunció estas palabras:


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Amantes de Toledo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Émile Pierre

¿Habría sido justo, pues, que Dios
condenara al Hombre a la Felicidad?

Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio.

Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros…, los refectorios, la biblioteca.

En una de aquellas habitaciones, —en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones—, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada.

A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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