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Pulgarcita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Cierta vez hubo una mujer que deseaba muchísimo tener un hijo, sin que le fuera concedida la realización de ese deseo. Finalmente fue a hablar con un hada y le dijo:

—Mi mayor ambición es tener un niñito. ¿Puedes decirme dónde podría encontrar uno?

—Eso es fácil de resolver —contestó el hada—. Aquí tienes un grano de cebada de una clase muy diferente de aquella que crece en los campos y que se echa de comer a los pollos. Plántala en esa maceta y verás lo que pasa.

—¡Gracias! —respondió la mujer, y dio al hada doce monedas de cobre, que era el precio de la cebada.

Luego se fue a su casa y la plantó. Enseguida creció una flor hermosa y grande, de aspecto semejante al de un tulipán, pero con pétalos tan apretados como si fuera todavía un pimpollo.

"La flor es muy linda" —dijo la mujer, y dio un beso a los pétalos dorados y rojos. Al hacerlo, la flor se abrió, y la mujer vio que se trataba realmente de un tulipán.


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13 págs. / 23 minutos / 790 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El hilo de la araña

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


Amanece en el paraíso. El sublime Buda camina despacio por las márgenes del Lago de Loto. Las flores, de espléndida blancura, tienen estambres dorados que exhalan, día y noche, un suave perfume.

El sublime Buda permanece un poco junto al lago, para ver lo que ocurre bajo el manto de las flores de loto. Mirando a través del agua cristalina, contempla durante algunos instantes, en el remoto fondo de este lago celeste, las profundidades del infierno. Observa claramente, como imágenes en un límpido espejo, el río Styx, y la siniestra Montaña de las Agujas. Su mirada capta la forma de un hombre, de nombre Kandata, que se debate entre los demás condenados.

Kandata fue en vida un notorio malhechor, culpado de robos, incendios y muertes. Pero el sublime Buda se acuerda de la única buena acción por tal hombre practicada. Cierto día, atravesando un denso bosque, Kandata avistó una araña pequeñita que se arrastraba descuidada por el suelo. Sin pensar, levantó el pie para aplastarla, pero se contuvo. “No, no”, pensó. “Aunque no pase de una cosa insignificante, esta araña es un ser vivo. No debo quitarle la vida sin motivo.” Y siguió su camino.

El sublime Buda considera lo que acaba de ver. Teniendo en cuenta que Kandata había perdonado la vida a una araña, decide, por esta única buena acción, encontrar un medio de sacarlo del infierno. Mirando atentamente la superficie del lago, descubre, sobre una hoja de loto de color jade, una araña del paraíso, que engendra su hilo plateado. Satisfecho con el hallazgo, el sublime Buda toma el hilo cuidadosamente y lo hace descender por un espacio entre las bellas flores de loto, hasta las profundidades cavernosas del infierno.


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3 págs. / 5 minutos / 528 visitas.

Publicado el 19 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Cuento de Nochebuena

Rubén Darío


Cuento


El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano. Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazádole enseguida, y por último díchole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: "¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso..." Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.


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4 págs. / 8 minutos / 518 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Caso de la Señorita Amelia

Rubén Darío


Cuento


Que el doctor Z es ilustre, elocuente, conquistador; que su voz es profunda y vibrante al mismo tiempo, y su gesto avasallador y misterioso, sobre todo después de la publicación de su obra sobre La plástica de ensueño, quizás podríais negármelo o aceptármelo con restricción; pero que su calva es única, insigne, hermosa, solemne, lírica si gustáis, ¡oh, eso nunca, estoy seguro! ¿Cómo negaríais la luz del sol, el aroma de las rosas y las propiedades narcóticas de ciertos versos? Pues bien; esta noche pasada poco después de que saludamos el toque de las doce con una salva de doce taponazos del más legítimo Roederer, en el precioso comedor rococó de ese sibarita de judío que se llama Lowensteinger, la calva del doctor alzaba aureolada de orgullo, su bruñido orbe de marfil, sobre el cual, por un capricho de la luz, se veían sobre el cristal de un espejo las llamas de dos bujías que formaban, no sé cómo, algo así como los cuernos luminosos de Moisés. El doctor enderezaba hacia mí sus grandes gestos y sus sabias palabras. Yo había soltado de mis labios, casi siempre silenciosos, una frase banal cualquiera. Por ejemplo, esta:

—¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!

La mirada que el doctor me dirigió y la clase de sonrisa que decoró su boca después de oír mi exclamación, confieso que hubiera turbado a cualquiera.

—Caballero —me dijo saboreando el champaña—; si yo no estuviese completamente desilusionado de la juventud; si no supiese que todos los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin fe, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más... sí, si no supiese eso, si viese en vos algo más que un hombre de fin de siglo, os diría que esa frase que acabáis de pronunciar: «¡Oh, si el tiempo pudiera detenerse!», tiene en mí la respuesta más satisfactoria.

—¡Doctor!


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6 págs. / 10 minutos / 262 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Huitzilopoxtli

Rubén Darío


Cuento


Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.

Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de mister John Perhaps, médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible.

—Porfirio dominó —decía— porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.

—¡No diga macanas! —contestaba mister Perhaps, que había estado en la Argentina.

—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...


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5 págs. / 8 minutos / 227 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Mandarina

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


Fue un día nublado de invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente, no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar, con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de gente que viniera a despedirse, y sólo distinguí a cierta distancia un perrito enjaulado que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se sintonizaba, como una obra de magia, con mi estado emocional; un cansancio y hastío inexpresable se anclaba con todo su peso como una nube oscura que anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las dos manos en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino que tenía guardado en uno de ellos.

Pronto sonó el silbato. Sintiendo un alivio con la cabeza recargada contra el marco de la ventana, me preparé sin emoción alguna a contemplar el retroceso de la plataforma que iba a dejar atrás según la marcha del tren.

Antes, sin embargo, se escucharon unas pisadas estrepitosas que se acercaban a la portilla, y en seguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada precipitosa de una muchachilla de trece o catorce años, acompañada por los insultos del conductor.

Casi simultáneamente, el tren comenzó a moverse con una fuerte sacudida.

Las columnas pasaban ante la vista una tras otra, el vagón portador de agua permanecía en otra vía como abandonado, el cargador de maletas le agradecía la propina a algún pasajero —todo esto se quedó a mis espaldas, no sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoso que golpeaba la ventana.


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4 págs. / 7 minutos / 233 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Fiesta de Baile

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


1

Esto fue en la noche del día tres de noviembre del año 19 de Meiji.

Akiko, hija de la familia XX, de 17 años de edad, subía en compañía de su padre, hombre calvo, la escalera de la Casa Rokumei, donde se celebraba la fiesta de baile. Alumbradas por la fuerte luz de la lámpara, las grandes flores de crisantemo, que parecían artificiales, formaban una barrera de tres hileras en ambos lados de los pasamanos; los pétalos se revolvían en desorden como hojas flotantes en cada una de las tres filas, de color rosado en la última, de amarillo intenso en la del medio y de blanco puro en la más cercana. Al cabo de la barrera de crisantemos la escalera desembocaba en la sala de baile, de donde ya desbordaba sin cesar la música alegre de la orquesta, como un suspiro de felicidad incontenible.

A Akiko ya le habían inculcado el idioma francés y el baile occidental, pero era la primera vez que asistía a una ceremonia formal. Estaba tan nerviosa y distraída que apenas le contestaba a su padre, que le hablaba de cuando en cuando mientras viajaban en un coche tirado por caballos; se sentía carcomida desde el interior por una extraña sensación inestable, que se podría llamar inquietud placentera. Desde la ventana alzó con insistencia la mirada nerviosa para contemplar la ciudad de Tokio iluminada por escasos faroles que dejaban atrás a medida que avanzaba el coche, hasta estacionarse al fin delante de la Casa Rokumei.


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7 págs. / 12 minutos / 122 visitas.

Publicado el 22 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Blanco

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


1

Una tarde de primavera. Un perro llamado Blanco transitaba en una calle solitaria, olfateando la tierra. A los lados de la calle se veían dos largas hileras de setos con retoños, que dejaban ver a trechos los cerezos florecientes. Después de seguir un tramo a lo largo de los setos, Blanco dobló de repente en una esquina y, apenas asomado al callejón, detuvo empavorecido sus pasos.

Fue con toda razón; a unos quince metros reconoció a un matador de perros, marcado por el logotipo del chaleco, que apuntaba a un perro negro con un lazo escondido a la espalda. Sin percatarse del peligro, el perro negro devoraba un pedazo de pan, que le había lanzado el matador de perros.

Y esto no fue todo; no se trataba de un perro cualquiera sino de uno de los conocidos, nada menos que Negro, el vecino que vivía al lado de su casa.

Blanco y él, tan amigos desde siempre, se saludaban todas las mañanas sin falta, olfateándose con las narices pegadas.

Blanco se disponía a gritarle: “¡Huye, Negro!”, cuando el matador le lanzó una mirada feroz, que parecía decir: “Cállate, o te atrapo primero a ti”. Intimidado ante la amenaza tan directa, Blanco se quedó mudo sin poder emitir un ladrido de alerta. Con un horror inaudito que le hizo temblar todo el cuerpo, retrocedió poco a poco, atento al menor movimiento del matador. Cuando ganó la esquina para esconderse detrás del seto, huyó a toda carrera, sin preocuparse más por el pobre Negro.


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Publicado el 22 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Alpiste para Codornices

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Las perspectivas para nosotras las empresas más pequeñas no son buenas —dijo el señor Scarrick al artista y a su hermana, que alquilaban el piso encima de su tienda de comestibles en las afueras—. Las grandes empresas ofrecen todo tipo de atracciones a sus clientes, y no nos alcanza el dinero para hacer eso, ni aún a pequeña escala: salas de lectura, y cuartos de juguetes, y gramófonos, y Dios sabe qué más. La gente no quiere comprar media libra de azúcar a menos que puedan escuchar a Harry Lauder y ver la última lista de tantos del partido de críquet australiano escrita en una pizarra ante sus mismos ojos. Con las grandes existencias que tenemos para Navidad deberíamos necesitar media docena de dependientes, pero mi sobrino Jimmy o yo podemos arreglárnoslas nosotros mismos, más o menos. Las existencias son muy buenas, ojalá pudiera venderlas dentro de pocas semanas, pero lo veo difícil a no ser que el ferrocarril hasta Londres se atascara durante dos semanas antes de Navidad. Pensaba en pedirle a la señorita Luffcombe que diera recitales por las tardes; tenía tanto éxito en el espectáculo en correos con su interpretación de «La Resolución de la Joven Beatrix».

—No puedo imaginar nada que tenga menos posibilidades de atraer a la gente a su tienda —dijo el artista, y se estremeció de sólo pensarlo—. Si yo intentara elegir entre ciruelas de Carlsbad y conserva de higos como un postre de invierno, me volvería loco al oír lo de La Joven Beatrix y cómo estaba decidida a ser una Ángel de la Luz o una Exploradora. No —prosiguió—. Las compradoras se mueren porque se les dé algo de regalo, pero a usted no le alcanza el dinero para causar buena impresión. ¿Por qué no atrae a un instinto diferente, uno que no solo las domine a ellas sino también a los hombres, o mejor dicho al género humano?

—¿Qué instinto es ese, señor? —dijo el tendero.

* * * * *


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Catástrofe en la Joven Turquía

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


El ministro de Bellas Artes (a cuyo ministerio se había anexado últimamente la nueva subsección de Ingeniería Electoral) le hizo una visita de trabajo al gran visir. De acuerdo con la etiqueta oriental, discurrieron un rato sobre temas indiferentes. El ministro se detuvo a tiempo para omitir una referencia casual a la Maratón que se había corrido, cuando recordó que el gran visir tenía una abuela persa y podía considerar la alusión a Maratón como una falta de tacto.

A continuación el ministro entró en el tema de su entrevista.

—¿Bajo la nueva constitución, las mujeres tendrán el voto? —preguntó repentinamente.

—¿Tener el voto? ¿Las mujeres? —exclamó el visir con cierta estupefacción—. Mi querido pashá, la nueva carta tiene cierto sabor de absurdo así como está; no tratemos de convertirlo en algo completamente ridículo. Las mujeres no tienen alma, ni inteligencia, ¿por qué demonios van a tener el voto?

—Sé que suena absurdo —dijo el ministro—, pero en Occidente están considerando esa idea seriamente.

—Entonces deben estar equipados con mayor solemnidad de la que yo les reconocía. Después de una vida de esfuerzos especiales por mantener mi gravedad, escasamente puedo reprimir mi inclinación a sonreír ante tal sugerencia. Mire usted, nuestras mujeres en la mayoría de los casos no saben leer ni escribir. ¿Cómo pueden ejecutar la operación de votar?

—Se les pueden mostrar los nombres de los candidatos y en donde pueden marcar con una cruz.

—Discúlpeme ¿cómo dijo? —lo interrumpió el visir.

—Con una medialuna, quiero decir —se corrigió el ministro—. Sería algo que le gustaría al Partido Turco Juvenil —agregó.

—Bueno —dijo el visir—, si vamos a cambiar las cosas, lleguemos al extremo de una vez. Daré instrucciones para que a las mujeres se les reconozca el voto.


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1 pág. / 3 minutos / 292 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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