No ha muchos años que en la hermosísima y noble ciudad de Zaragoza,
divino milagro de la naturaleza y glorioso trofeo del Reino de Aragón,
vivía un caballero noble y rico, y él por sus partes merecedor de tener
por mujer una gallarda dama, igual en todo a sus virtudes y nobleza, que
este es el más rico don que se puede alcanzar. Diole el cielo por fruto
de su matrimonio dos hermosísimos soles, que tal nombre se puede dar a
dos bellas hijas: la mayor llamada Constanza, y la menor Teodosia; tan
iguales en belleza, discreción y donaire, que no desdecía nada la una de
la otra. Eran estas dos bellísimas damas tan acabadas y perfectas, que
eran llamadas, por renombre de riqueza y hermosura, las dos niñas de los
ojos de su patria.
Llegando, pues, a los años de discreción, cuando en las doncellas
campea la belleza y donaire, se aficionó de la hermosa Constanza don
Jorge, caballero asimismo natural de la misma ciudad de Zaragoza, mozo,
galán y rico, único heredero en la casa de sus padres, que aunque había
otro hermano, cuyo nombre era Federico, como don Jorge era el mayorazgo,
le podemos llamar así.
Amaba Federico a Teodosia, si bien con tanto recato de su hermano,
que jamás entendió de él esta voluntad, temiendo que como hermano mayor
no le estorbase estos deseos, así por esto como por no llevarse muy bien
los dos.
No miraba Constanza mal a don Jorge, porque agradecida a su voluntad
le pagaba en tenérsela honestamente, pareciéndole, que habiendo sus
padres de darle esposo, ninguno en el mundo la merecía como don Jorge. Y
fiada en esto estimaba y favorecía sus deseos, teniendo por seguro el
creer que apenas se la pediría a su padre, cuando tendría alegre y
dichoso fin este amor, si bien le alentaba tan honesta y recatadamente,
que dejaba lugar a su padre para que en caso de que no fuese su gusto el
dársele por dueño, ella pudiese, sin ofensa de su honor dejarse de esta
pretensión.
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