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El Poeta y los Lunáticos

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


I. LOS AMIGOS FANTÁSTICOS

La posada tenía por nombre El Sol Naciente aunque su apariencia hubiera justificado que se llamase El Sol Poniente. Estaba justo en medio de un jardín triangular no tan verde como gris, un jardín de setos arruinados por la invasión de los hierbajos de las riberas del río; tenía el jardín, además, unas glorietas de techos y bancos igualmente arruinados, y una fuente renegrida y seca, coronada por una ninfa de la que únicamente eran destacables sus manchas de humedad y los desconchones.

La posada en sí parecía más devorada que ornada por la hiedra y daba la impresión de que su antiguo armazón de ladrillos oscuros había sido corroído despaciosamente por las garras de los dragones que moraban en lo que en sí mismo era un gran parásito. Por su parte trasera, la posada daba a un camino estrecho y por lo general desierto, que a través de la colina conducía hasta un vado, hoy fuera de uso tras la reciente construcción de un puente, un buen trecho río abajo. Junto a la puerta de entrada había un banco y una mesa; sobre ésta, en un tablero, el nombre del hostal, con un sol que en tiempos fue de oro y ahora pardo, dibujado en el centro.

De pie, en el umbral, contemplando tristemente el camino, pues no miraba la belleza de la puesta del sol, se hallaba el posadero, un hombre de cabello negro y lacio, de rostro congestionado y purpúreo, no obstante lo cual mostraba los rasgos inequívocos de la melancolía. Pero había también una persona que demostraba cierta vitalidad: justo quien se iba en ese momento. El primer y único cliente en muchos meses. Una especie de solitaria golondrina que no había hecho verano y que ahora continuaba su peregrinar.


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Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Esfera y la Cruz

Gilbert Keith Chesterton


Novela


I. Discusión un poco en el aire

La nave voladora del profesor Lucifer silbaba atravesando las nubes como dardo de plata; su quilla, de límpido acero, fulgía en la oquedad azul oscuro de la tarde. Que la nave se hallaba a gran altura sobre la tierra es poco decir; a sus dos ocupantes les parecía estar a gran altura sobre las estrellas. El profesor mismo había inventado la máquina de volar, y casi todos los objetos de su equipo. Cada herramienta, cada aparato tenía, por tanto, la apariencia fantástica y atormentada propia de los milagros de la ciencia. Porque el mundo de la ciencia y la evolución es mucho más engañoso, innominado y de ensueño que el mundo de la poesía o la religión; pues en éste, imágenes e ideas permanecen eternamente las mismas, en tanto que la idea toda de evolución funde los seres unos con otros, como sucede en las pesadillas.

Todos los instrumentos del profesor Lucifer eran los antiguos instrumentos humanos llevados a la locura, desenvueltos en formas desconocidas, olvidados de su origen, olvidados de su nombre. Aquella cosa que parecía una llave enorme con tres ruedas, era, en realidad, un revólver, patentado, y muy mortífero. Aquel objeto que parecía hecho con dos sacacorchos enrevesados, era, en realidad, la llave. La cosa que hubiera podido confundirse con un triciclo volcado patas arriba era el instrumento, de imponderable importancia, a que servía de llave el sacacorchos. Todas estas cosas, como digo, las había inventado el profesor; había inventado todo lo que llevaba la nave voladora, con excepción acaso de su misma persona. El profesor había nacido demasiado tarde para que pudiese descubrirla realmente, pero creía, al menos, haberla mejorado bastante.


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Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Vida Privada

Henry James


Cuento


I

Hablábamos de Londres cara a cara con un gran glaciar hirsuto y primevo. La hora y el escenario formaban una de esas impresiones que compensan un poco, en Suiza, por la moderna indignidad del viajar: las promiscuidades y vulgaridades, la estación y el hotel, la paciencia gregaria, la lucha por unas migajas de atención, la reducción a estado numerado. El alto valle se teñía del rosa de la montaña; el aire fresco tenía la limpieza de un mundo nuevo. Había un leve rubor de primera tarde sobre nieves incólumes, y el tintineo fraternizante del ganado oculto a la vista nos llegaba con un olor a siega tibia de sol. El balconado hostal se alzaba en la garganta misma del paso más delicioso del Oberland, y hacía una semana que teníamos buena compañía y buen tiempo. Se consideraba gran fortuna, porque lo uno habría compensado por lo otro si alguna de las dos cosas hubiera sido mala.


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Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Humillación de los Northmore

Henry James


Cuento


I

Cuando murió lord Northmore, las alusiones públicas al suceso adoptaron, en su mayor parte, una forma un tanto plúmbea y de compromiso. Había desaparecido una gran figura política. Se había apagado una luminaria de nuestro tiempo en mitad de su carrera. Se había anticipado el fin de una gran utilidad, que en buena parte quedaba, de todos modos, insignemente ejercida. La nota de grandeza, en toda la línea, sonaba, en suma, con fuerza propia, y la del fallecido evidentemente se prestaba muy bien a figuras y florituras, la poesía de la prensa diaria. Los periódicos y sus compradores cumplieron con lo que el caso pedía: lo compusieron con pulcritud y magnificencia, aunque quizá con mano un poco violentamente expeditiva, sobre el coche fúnebre, acompañaron debidamente al vehículo por la avenida y luego, viendo que de repente el tema se había agotado, pasaron a lo siguiente de la lista. Su señoría había sido una de esas personas de las que —ahí estaba la cosa— no hay casi nada que contar aparte de la flamante monotonía de su éxito. Ese éxito había sido su profesión, sus medios lo mismo que su fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni de hecho toleraba, otro análisis. De la política, de la literatura, de la tierra, de unos modales zafios y muchos errores, de una mujer flaca y tonta, dos hijos manirrotos y cuatro hijas sosas, de todo había sacado el máximo provecho, como podría haberlo sacado prácticamente de lo que fuera. Algo había habido en lo más profundo de su ser que lo conseguía, y su viejo amigo Warren Hope, la persona que le conoció primero, y es probable que en conjunto mejor, no alcanzó nunca, en todo aquel tiempo, a averiguar por curiosidad qué.


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Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Los Amigos de los Amigos

Henry James


Cuento


Encuentro, como profetizaste, mucho de interesante, pero poco de utilidad para la cuestión delicada —la posibilidad de publicación. Los diarios de esta mujer son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, claro está, más que a las cosas que oía, a las que veía y sentía. Unas veces escribe sobre sí misma, otras sobre otros, otras sobre la combinación. Lo incluido bajo esta última rúbrica es lo que suele ser más gráfico. Pero, como comprenderás, no siempre lo más gráfico es lo más publicable. La verdad es que es tremendamente indiscreta, o por lo menos tiene todos los materiales que harían falta para que yo lo fuera. Observa como ejemplo este fragmento que te mando después de dividirlo, para tu comodidad, en varios capítulos cortos. Es el contenido de un cuaderno de pocas hojas que he hecho copiar, que tiene el valor de ser más o menos una cosa redonda, una suma inteligible. Es evidente que estas páginas datan de hace bastantes años. He leído con la mayor curiosidad lo que tan circunstanciadamente exponen, y he hecho todo lo posible por digerir el prodigio que dejan deducir. Serían cosas llamativas, ¿no es cierto?, para cualquier lector; pero ¿te imaginas siquiera que yo pusiera semejante documento a la vista del mundo, aunque ella misma, como si quisiera hacerle al mundo ese regalo, no diera a sus amigos nombres ni iniciales? ¿Tienes tú alguna pista sobre su identidad? Le cedo la palabra.


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Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Owen Wingrave

Henry James


Cuento


I

—¡Pero tú estás mal de la cabeza! —clamó Spencer Coyle mientras el joven lívido que tenía enfrente, un poco jadeante, repetía: «Francamente, lo tengo decidido» y «Le aseguro que lo he pensado bien». Los dos estaban pálidos, pero Owen Wingrave sonreía de un modo exasperante para su supervisor, quien aun así distinguía lo bastante para advertir en aquella mueca— era como una irrisión intempestiva —el resultado de un nerviosismo extremo y comprensible.

—No digo que llegar tan lejos no haya sido un error; pero precisamente por eso me parece que no debo dar un paso más —dijo el pobre Owen, esperando mecánicamente, casi humildemente— no quería mostrarse jactancioso, ni de hecho podía jactarse de nada, —y llevando al otro lado de la ventana, a las estúpidas casas de enfrente, el brillo seco de sus ojos.

—No sabes qué disgusto me das. Me has puesto enfermo —y, en efecto, el señor Coyle parecía abatidísimo.

—Lo lamento mucho. Si no se lo he dicho antes ha sido porque temía el efecto que iba a causarle.

—Tenías que habérmelo dicho hace tres meses. ¿Es que no sabes lo que quieres de un día al siguiente? —demandó el hombre mayor.

El joven se contuvo por un momento; luego alegó con voz temblorosa: «Está usted muy enfadado conmigo, y me lo esperaba. Le estoy enormemente reconocido por todo lo que ha hecho por mí, yo haría por usted cualquier cosa a cambio, pero eso no lo puedo hacer, ya sé que todos los demás me van a poner como un trapo. Estoy preparado…, estoy preparado para lo que sea. Eso es lo que me ha llevado cierto tiempo: asegurarme de que lo estaba. Creo que su disgusto es lo que más siento y lo que más lamento. Pero poco a poco se le pasará —remató Owen.


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Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Nuestro Amigo Común

Charles Dickens


Novela


Libro primero. Entre la copa y el labio

Capítulo I. Ojo avizor

En esta época nuestra, aunque no sea necesario precisar el año exacto, un bote de aspecto sucio y poco honorable, con dos figuras en él, flotaba sobre el Támesis, entre el Southwark Bridge, que es de hierro, y el London Bridge, que es de piedra, cuando una tarde de otoño tocaba a su fin.

Las figuras que se veían en el bote eran la de un hombre recio, de pelo desgreñado y entrecano y la cara bronceada por el sol, y la de una muchacha morena de diecinueve o veinte años, que se le parecía lo bastante como para poder identificarla como su hija. La chica remaba, manejando un par de espadillas con suma facilidad; el hombre, con las cuerdas del timón inertes en sus manos, y las manos abandonadas en la pretina, estaba ojo avizor. No llevaba red, ni anzuelo, ni sedal, y no podía ser un pescador; su bote no tenía cojín para pasajero, ni pintura, ni inscripción, ni más accesorio que un oxidado bichero y un rollo de cuerda, y él no podía ser un marinero; su bote era demasiado frágil y demasiado pequeño para dedicarse a labores de reparto, y no podía ser un transporte de mercancía ni de pasajeros; no había indicio de qué podía estar buscando, pero buscaba algo, pues su mirada era de lo más escrutadora. La marea, que había cambiado hacía una hora, ahora iba a la baja, y sus ojos observaban cada remolino y cada fuerte corriente de la amplia extensión de agua a medida que el bote avanzaba ligeramente de proa contra la marea, o le enfrentaba la popa, según él le indicara a su hija con un movimiento de cabeza. Ella observaba la cara del padre con tanta fijeza como él el río. Pero en la intensidad de la muchacha había una nota de temor u horror.


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Publicado el 6 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Tienda de Antigüedades

Charles Dickens


Novela


Al señor don Samuel Rogers

Estimado señor.

Permítame que asocie mis «placeres de la memoria» a este libro dedicándolo a un poeta cuyos escritos (como todo el mundo sabe) rebosan sentimientos generosos y sinceros, y a un hombre cuya vida cotidiana (como no todo el mundo sabe) es igualmente pródiga en simpatía y compasión hacia los más pobres y humildes de su especie.

Su siempre fiel amigo,

Charles Dickens

Prólogo de 1841

Un autor —dice Fielding en su introducción a Tom Jones— no debería compararse con quien ofrece un banquete con fines benéficos, sino con quien regenta una fonda en la que es bien recibida cualquier persona dispuesta a pagar. Quien paga por lo que come puede exigir que se gratifique su paladar, por exquisito y antojadizo que este sea; y si lo ofrecido no le resulta agradable, tendrá derecho a censurar, quejarse y maldecir la comida cuanto se le antoje.

»Para impedir, pues, que los clientes se sientan ofendidos ante semejante decepción, es costumbre entre los hospederos honrados y juiciosos ofrecer una minuta que todos puedan consultar al entrar en la fonda. Enterados, así, de lo que les espera, pueden o bien quedarse y ser obsequiados con lo que se les ofrece o bien marcharse a algún otro lugar más acorde con su gusto».


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Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Raspa Mágica

Charles Dickens


Cuento infantil


Érase una vez un rey que tenía una reina; él era el más viril de los hombres, y ella la más hermosa de las mujeres. La profesión del rey era funcionario. El padre de la reina había sido médico en otra ciudad.

Tenían diecinueve hijos y no paraban de tener más. Diecisiete de los niños cuidaban del bebé; y Alicia, la mayor, cuidaba de todos. Sus edades iban desde los siete años a los siete meses.

Pero sigamos con nuestra historia.

Un día el rey iba camino de la oficina cuando se detuvo en la pescadería para comprar una libra y media de salmón —pero no de la parte de la cola— que la reina (una prudente ama de casa) quería que le enviaran. El Sr. Pickles, el pescadero, dijo:

—Desde luego, señor. ¿Alguna cosa más? Buenos días.

El rey continuó melancólico hacia la oficina, porque faltaba mucho para el día de cobro trimestral y a varios de sus queridos hijos la ropa se les quedaba pequeña. No se había alejado mucho cuando el chico de los recados del Sr. Pickles llegó corriendo en su busca y le dijo:

—Señor, no se ha fijado usted en la anciana dama que estaba en la tienda.

—¿Qué anciana dama? —preguntó el rey— Yo no vi ninguna.

El rey no había visto a la anciana porque, para él, la anciana era invisible, aunque el chico del Sr. Pickles sí la veía. Probablemente porque ensuciaba y salpicaba con el agua, en la que dejaba caer los lenguados con violencia, de tal manera que si la dama no hubiese resultado visible para él, le habría estropeado la ropa.

En ese momento la anciana llegó corriendo. Su vestido era de seda tornasolada de una calidad magnífica, y olía a lavanda seca.

—¿Es usted el rey Watkins I? —preguntó la anciana.

—Me llamo Watkins, sí —respondió el rey.

—Padre, si no me equivoco, de la hermosa princesa Alicia —afirmó la dama.

—Y de otras dieciocho preciosidades más —replicó el rey.


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Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Barnaby Rudge

Charles Dickens


Novela


Prefacio a la edición de 1849

Tras haber expresado el ya fallecido señor Waterton, hace algún tiempo, que los cuervos se estaban extinguiendo poco a poco en Inglaterra, le ofrecí las siguientes palabras acerca de mi experiencia con esas aves.

El cuervo de esta historia esta concebido a partir de dos grandes originales de los que fui, en distintos momentos, orgulloso propietario. El primero estaba en la flor de la juventud cuando fue descubierto en un modesto retiro de Londres por un amigo mío, que me lo dio. Tuvo desde el principio, como dice sir Hugh Evans de Anne Page, «buenas dotes» que mejoró por medio del estudio y la atención de manera ejemplar. Dormía en un establo —generalmente encima de un caballo— y tenía atemorizado a un perro ladrador gracias a su sobrenatural sagacidad; era conocido por poder, gracias a la superioridad de su genio, llevarse la comida del perro ante sus narices con total tranquilidad. Estaba adquiriendo rápidamente conocimientos y virtudes cuando, en una mala hora, su establo fue pintado. Observó a los pintores con atención, vio que manejaban con cuidado la pintura, e inmediatamente deseó poseerla. Cuando se fueron a comer, se comió toda la que habían dejado allí, una libra o dos de plomo blanco, y su juvenil indiscreción le llevó a la muerte.


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Publicado el 7 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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