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La Posada de las Dos Brujas

Joseph Conrad


Cuento


Este relato, episodio, experiencia —como ustedes quieran llamarlo— fue narrado en la década de los cincuenta del pasado siglo por un hombre que, según su propia confesión, tenía en esa época sesenta años. Sesenta años no es mala edad a menos que la veamos en perspectiva, cuando, sin duda, la mayoría de nosotros la contempla con sentimientos encontrados. Es una edad tranquila; la partida puede darse casi por terminada; y manteniéndonos al margen empezamos a recordar con cierta viveza qué estupendo tipo era uno. He observado que, por un favor de la Providencia, muchas personas a los sesenta años empiezan a tener de sí mismas una idea bastante romántica. Hasta sus fracasos encuentran un encanto singular. Y, desde luego, las esperanzas del futuro son una buena compañía, formas exquisitas, fascinantes si quieren, pero —por así decirlo— desnudas, prontas para ser adornadas a nuestro antojo. Las vestiduras fascinantes son, por fortuna, propiedad del inmutable pasado, que sin ellas estaría acurrucado y tembloroso en las sombras.

Supongo que fue el romanticismo de esa avanzada edad lo que llevó a nuestro hombre a relatar su experiencia para su propia satisfacción o para admiración de la posteridad. No fue por la gloria, porque la experiencia fue de un miedo abominable, terror, como él dice. Ya habrán adivinado ustedes que el relato al que se alude en las primeras líneas fue hecho por escrito.

Ese escrito es el Hallazgo que se menciona en el subtítulo. El título es de mi propia cosecha (no puedo llamarlo invención) y posee el mérito de la veracidad. Es de una posada de lo que vamos a tratar aquí. En cuanto a lo de brujas, es una expresión convencional y tenemos que confiar en nuestro hombre en cuanto a que se ajusta al caso.


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Dominio público
33 págs. / 57 minutos / 722 visitas.

Publicado el 12 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Ángel Guerra

Benito Pérez Galdós


Novela


Primera parte

Capítulo I. Desengañado

I

Precipitemos la narración diciendo que la que abría se llamaba Dulcenombre, y el que entró Ángel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas y... Pero ¿a qué tal prisa? Calma, y dígase ahora tan sólo que Dulcenombre, en cuanto le echó los ojos encima (para que la verdad resplandezca desde el principio, bueno será indicar sin rebozo que era su amante), notó el demudado rostro que aquella mañana se traía, mohín de rabia, mirar atravesado y tempestuoso. Juntos pasaron a la sala, y lo primero que hizo Guerra fue tirar al suelo el ajado sombrero, y mostrar a la joven su mano izquierda mojada de sangre fresca, que por los dedos goteaba.

—Mira como vengo, Dulce... Cosa perdida... ¡Quién se vuelve a fiar de tantísimo cobarde, de tantísimo necio!

El espanto dejó sin habla por un momento a la pobre mujer. Creyó que no sólo la mano, sino el brazo entero del hombre amado, se desprendía del cuerpo, cayendo en tierra como trozo de res desprendido de los garfios de una carnicería.

¡Querido, ay —exclamó al fin—, bien te lo dije!... ¡Para qué te metes en esas danzas?

Dejose caer el herido en el sillón más próximo, lanzando de su, boca, como quien escupe fuerte, una blasfemia desvergonzada y sacrílega, y después revolvió sus ojos por todo el ámbito de la estancia, cual si escuchara su propia exclamación repercutiendo en las paredes y en el techo. Mas no era su apóstrofe lo que oía, sino el zumbido de uno de estos abejones que suelen meterse de noche en las casas, y buscando azorados la salida, tropiezan en las paredes, embisten a testarazos los cristales, y nos atormentan con su murmullo grave y monótono, expresión musical del tedio infinito.

—¿Tienes árnica? —dijo Guerra mirándose la ensangrentada, mano.


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Dominio público
790 págs. / 1 día, -1 horas, 2 minutos / 620 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Velada del Helecho

Gertrudis Gómez de Avellaneda


Cuento, leyenda


Capítulo I

Al tomar la pluma para escribir esta sencilla leyenda de los pasados tiempos no se me oculta la imposibilidad en que me hallo de conservarle toda la magia de su simplicidad, y de prestarle aquel vivo interés con que sería indudablemente acogida por los benévolos lectores (a quienes la dedico), si en vez de presentársela hoy con las comunes formas de la novela, pudiera hacerles su revelación verbal junto al fuego de la chimenea en una fría y prolongada noche de diciembre; pero más que todo, si me fuera dado trasportarlos de un golpe al país en que se verificaron los hechos que voy a referirles, y apropiarme por mi parte el tono, el gesto y las inflexiones de voz con que deben ser realzados en boca de los rústicos habitantes de aquellas montañas. No me arredraré, sin embargo, en vista de las desventajas de mi posición, y la historia cuyo nombre sirve de encabezamiento a estas líneas saldrá de mi pluma tal cual llegó a mis oídos en los acentos de un joven viajero, que tocándome muy de cerca por los vínculos de la sangre, me perdonará sin duda el que me haya decidido a confiársela a la negra prensa, desnuda del encanto con que su expresión la revestía.


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Dominio público
62 págs. / 1 hora, 49 minutos / 327 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Audaz

Benito Pérez Galdós


Novela


Capítulo I. Curioso diálogo entre un fraile y un ateo en el año de 1804

I

El padre Jerónimo de Matamala, uno de los frailes más discretos del convento de franciscanos de Ocaña, hombre de genio festivo y arregladas costumbres, dejó la esculpida y lustrosa silla del coro en el momento en que se acababa el rezo de la tarde, y muy de prisa se dirigió a la portería, donde le aguardaba una persona, que había mostrado grandes deseos de verlo y hablarle.

Poco antes un lego, que desempeñaba en aquella casa oficios nada espirituales, había trabado una viva contienda con el visitante. Empeñábase éste en ver al padre Matamala, contrariando las prescripciones litúrgicas que a aquella hora exigían su presencia en el coro; se esforzaba el lego en probar que tal pretensión era contraria a la letra y espíritu de los sagrados cánones, y oponía la inquebrantable fórmula del terrible non possumos a las súplicas del forastero, el cual, fatigado y con muestras de gran desaliento, se apoyaba en el marco de la puerta. Hablaba con descompuestos ademanes y alterada voz; contestábale el otro con rudeza, orgulloso de ejercer autoridad aunque no pasara de la entrada; y el diálogo iba ya a tomar proporciones de altercado, tal vez la cuestión estaba próxima a descender de las altas regiones de la discusión para expresarse en hechos, cuando apareció fray Jerónimo de Matamala, y abriendo los brazos en presencia del desconocido, exclamó con muestras de alborozo:

—¡Martín, querido Martín, tú por aquí! ¿Cuándo has llegado?... ¿De dónde vienes?

Contestole con frases afectuosas el viajero, y ambos entraron. Al avanzar por el claustro pudo el lego notar que hablaban con mucho calor; que el visitante no había dejado de ser displicente; que continuaba con el mismo aspecto de hastío y desdén, y que el padre Matamala se mostraba en extremo cariñoso y solícito con él.


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Dominio público
383 págs. / 11 horas, 11 minutos / 421 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Luchana

Benito Pérez Galdós


Novela


I

«En mi carta de ayer —decía la señora incógnita con fecha 14 de Agosto— te referí que nuestro buen Hillo me mandó recado al mediodía, recomendándome que no saliese a paseo por el pueblo, ni aun por los jardines, porque corrían voces de que los soldados y clases del Cuarto de la Guardia, los de la Real Provincial y los granaderos de a caballo, andaban soliviantados, y se temía que nos dieran un día de jarana, cuando no de luto y desórdenes sangrientos. Naturalmente, hice todo lo contrario de lo que nuestro sabio Mentor con notoria prudencia me aconsejaba: salí de paseo con dos amigos, señora y caballero, prolongándose la caminata más que de costumbre, y no exagero si te digo que anduvimos cerca de un cuarto de legua por el camino de Balsaín; luego atravesamos todo el pueblo, llegando hasta más allá del Pajarón, y nos volvimos a casita con un si es no es de desconsuelo, pues no vimos turbas sediciosas, ni soldadesca desenfrenada, ni cosa alguna fuera de lo vulgar y corriente. El drama callejero, género histórico en España, que deseábamos ver no sin sobresalto en nuestra viva curiosidad, permanecía entre bastidores, en ensayo tal vez. Sus autores, temerosos de una silba, no se atrevían a mandar alzar el telón.

»Por mi parte, te aseguro que no sentía miedo; mis acompañantes sí: sólo con la idea de que la revolución anunciada no pasase de comedia, se atrevían a presenciarla. Y comedia tenía que ser en la presunción de todos, pues de los jefes, del Comandante general del Real Sitio, Conde de San Román, nada debía temerse, conocida de todo el mundo su adhesión a la Reina y a Istúriz; de los jefes tampoco, que eran lo mejor de cada casa. Las clases y tropa no son capaces de escribir por sí solas una página de la Historia de España, y el día en que la escribieran, ¡ay!, veríamos, a más de la mala gramática de hoy, una ortografía detestable.


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Dominio público
296 págs. / 8 horas, 39 minutos / 357 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Los Ayacuchos

Benito Pérez Galdós


Novela


I

In diebus illis (Octubre de 1841) había en Madrid dos niñas muy monas, tiernas, vivarachas, amables y amadas, huérfanas de padre, de madre poco menos, porque ésta andaba como proscripta en tierras de extranjis, con marido nuevo y nueva prole, y aunque se desvivía por volver, empleando en ello las sutilezas de su despejado entendimiento, no acertaba con las llaves de la puerta de España. Vivía la parejita graciosa en una casa tan grande, que era como un mediano pueblo: no se podía ir de un extremo a otro de ella sin cansarse; y dar la vuelta grande, recorriendo salas por los cuatro costados del edificio, era una viajata en toda regia. Subiendo de los profundos sótanos a los altos desvanes, se podían admirar regiones y costumbres diferentes en capas sobrepuestas, distintos estados de sociedad que encajaban unos sobre otros como las bandejas de un baúl mundo. En la bandeja central, prisioneras en estuches, vivían las dos perlas, apenas visibles en la inmensidad de su albergue.


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Dominio público
236 págs. / 6 horas, 53 minutos / 400 visitas.

Publicado el 17 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Onuphrius

Théophile Gautier


Cuento


Croyoit que nues feussent pailles d’arain, et que vessies feussent lanternes.

Gargantúa, lib. I, cap. XI
 

¡Clin, clin, clin!

No hubo respuesta.

—¿No estará? —dijo la joven.

Tiró por segunda vez del cordón de la campanilla; no se oyó ningún ruido en el apartamento: no había nadie.

—¡Qué extraño!

Se mordió el labio, un rubor de desagrado le pasó de la mejilla a la frente; comenzó a bajar las escaleras una por una, muy despacio, como a disgusto, volviendo la cabeza para ver si se abría la puerta fatídica. Nada.

Al doblar la esquina de la calle, vio a lo lejos a Onuphrius, que caminaba por el lado del sol, con el aspecto más despreocupado del mundo, deteniéndose a cada paso para ver cómo se peleaban los perros y los chiquillos jugaban al castro, leyendo las inscripciones de las paredes, deletreando los carteles, como el hombre que tiene una hora por delante y no siente la necesidad de apresurarse.

Cuando llegó junto a ella, el asombro le hizo abrir desmesuradamente los ojos: no contaba con encontrarla allí.

—¡Cómo! Eres tú… ¿ya? Pero ¿qué hora es?

—¡Ya! La palabra es muy galante. En cuanto a la hora, deberías saberla, y no me corresponde a mí decírtela —contestó en tono serio la muchacha, cogiéndole del brazo—; son las once y media.

—Imposible —repuso Onuphrius—. Acabo de pasar ante Saint-Paul y no eran más que las diez; no hace ni cinco minutos, pondría la mano en el fuego; apuesto cualquier cosa.

—No pongas la mano en ninguna parte y no apuestes, perderías.

Onuphrius no quiso dar su brazo a torcer; como la iglesia sólo estaba a cincuenta pasos, Jacintha, para convencerle, aceptó ir hasta allí con él. Onuphrius estaba triunfante. Llegaron ante el pórtico.

—Y ahora, ¿qué? —le dijo Jacintha.


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34 págs. / 1 hora / 59 visitas.

Publicado el 18 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Retrato de Balzac

Théophile Gautier


Biografía, crítica


I

Hacia 1835 ocupaba yo una habitación compuesta de dos cuartitos, en el callejón del Doyenné, situado más o menos en el sitio que hoy ocupa el pabellón Mollien. Aunque situado en el centro de París, frente a las Tullerías, a dos pasos del Louvre, el lugar era desierto y salvaje, necesitándose en verdad tener sumo empeño en ello para descubrir mi residencia. Sin embargo, una mañana vi traspasar mis umbrales, dando excusas por presentarse a sí mismo, a un joven de maneras distinguidas, de franco e inteligente aspecto. Era Jules Sandeau; venía a buscarme de parte de Balzac para invitarme a colaborar en La crónica de París, un periódico semanal que acaso no haya sido olvidado, pero que no tuvo el éxito pecuniario del que era digno. Me dijo Sandeau que Balzac había leído La señorita de Maupin, la cual a la sazón acababa de aparecer, y había admirado mucho su estilo; que por ese motivo deseaba contar con mi colaboración en el semanario patrocinado y dirigido por él. Se concertó una entrevista para ponernos en contacto, y desde ese día data entre nosotros una amistad que sólo la muerte pudo romper.


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81 págs. / 2 horas, 21 minutos / 151 visitas.

Publicado el 18 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Viaje por Rusia

Théophile Gautier


Viajes


I. El invierno en Rusia

Moscú. Apuntes de viaje

Aunque la vida en San Petersburgo resultaba agradable, nos espoleaba el deseo de ver la verdadera capital rusa, la gran ciudad moscovita, empresa que el ferrocarril hacía fácil.

Estábamos lo bastante aclimatados como para no temer un viaje a veinte grados bajo cero. Habiéndose presentado la ocasión de ir a Moscú en agradable compañía, nos dispusimos afrontar su blanco manto de hielo y nos endosamos la típica ropa de invierno: pelliza de visón, gorro de piel de castor, botas forradas que subían por encima de las rodillas. Un trineo se hizo cargo de nuestro equipaje, otro recibió a nuestra persona debidamente empaquetada y pronto estábamos en la inmensa estación a la espera de la salida del tren, la cual estaba señalada a las doce del día; pero los ferrocarriles rusos no alardean como los nuestros de puntualidad cronométrica. Si algún personaje importante debe formar parte del tren, la locomotora modera su impaciencia algunos minutos, un cuarto de hora si hace falta, para que le dé tiempo a llegar. A los viajeros los acompañan familiares y amigos; y la separación, cuando suena la última campanada, no tiene lugar sin antes un montón de apretones de mano, abrazos y palabras tiernas, a menudo entrecortadas por las lágrimas.

Incluso a veces todo el grupo saca billetes, sube al vagón y acompaña al que se va hasta la próxima estación, para volver en el primer convoy.


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Publicado el 18 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Sylvie: Recuerdos del Valois

Gérard de Nerval


Cuento


I. Noche perdida

Salía de un teatro por cuyos palcos aparecía todas las noches adecuadamente vestido para el galanteo. A veces estaba lleno; otras, vacío. Igual me daba detener la mirada en un patio de butacas sólo poblado por una treintena de voluntariosos aficionados, o en los palcos adornados con sombreros y atavíos anticuados, que formar parte de una sala animada y concurrida, coronada por los floreados tocados, las joyas relucientes y los rostros radiantes que abarrotaban todos sus pisos. Indiferente al espectáculo de la sala, el del escenario apenas lograba retener mi atención excepto cuando, en la segunda o tercera escena de una desabrida obra maestra del momento, una aparición más que conocida iluminaba el espacio vacío y, con un soplo y una palabra, devolvía la vida a los inanimados rostros que me rodeaban.

Me sentía vivir en ella, y ella vivía sólo para mí. Su sonrisa me llenaba de una beatitud infinita; la ondulación de su voz, tan dulce y, sin embargo, tan firmemente timbrada, me hacía vibrar de alegría y de amor. Poseía, a mi juicio, todas las perfecciones; satisfacía toda mi capacidad de entusiasmo: hermosa como el día a la luz de las candilejas que la iluminaban desde abajo; pálida como la noche cuando los focos perdían intensidad y quedaba iluminada desde lo alto por los rayos de la araña del techo y la mostraban más natural, resplandeciendo en la sombra merced a su propia belleza, como las divinas Horas que se recortan, con una estrella en la frente, sobre los fondos oscuros de los frescos de Herculano.


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39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 331 visitas.

Publicado el 18 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

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