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La Plenitud de la Vida

Edith Wharton


Cuento


1

Había estado recostada durante horas, sumida en un plácido sopor no muy diferente de la dulce molicie que nos embarga en la quietud de un mediodía estival, cuando el calor parece haber acallado incluso a los pájaros y a los insectos. Mullidamente tumbada sobre flecos de hierba, dirige la mirada hacia lo alto, por encima de la uniforme techumbre que conforman las hojas de los arces, hacia el vasto cielo, despejado e impávido.

De cuando en cuando, a intervalos progresivamente crecientes, la atravesaba una punzada de dolor, como un fucilazo surcando ese mismo cielo de verano. Resultaba, sin embargo, demasiado fugaz para conseguir sacarla de su estupor, ese estupor delicioso y abisal en el que iba cayendo cada vez más profundamente sin oponer el menor conato de resistencia, el más mínimo esfuerzo por aferrarse a los recesivos bordes de la consciencia.

La resistencia y el esfuerzo tuvieron sus momentos de plenitud, pero ahora habían cesado por completo. Su mente, hostigada desde hacía tiempo por imágenes grotescas, por fragmentarias visiones de la vida que llevaba últimamente, por aflictivos versos, por recurrentes representaciones de cuadros contemplados alguna vez, por las difusas impresiones que en ella habían dejado ríos, torres y cúpulas en el transcurso de viajes casi olvidados… Su mente apenas reaccionaba ya a unas escasas y primarias sensaciones de incoloro bienestar, de vaga satisfacción al recordar que le había dado el trago definitivo a aquella medicina fatal… y que no volvería a escuchar el chasquido de las botas de su marido (aquellas horrendas botas), que nadie la molestaría más con cuestiones relativas a la cena del día siguiente o a los encargos pendientes en la tienda de ultramarinos.


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14 págs. / 24 minutos / 118 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Botella de Perrier

Edith Wharton


Cuento


Dos días de traqueteo por endiabladas rutas en un cochecillo voluntarioso pero renqueante y otros dos a lomos de una montura alquilada de temperamento poco sociable habían llevado al joven Medford, de la Escuela Americana de Arqueología de Atenas, a cuestionarse el motivo por el que su excéntrico amigo inglés, Henry Almodham, habría elegido vivir en el desierto.

Ahora lo comprendía.

Justo en ese momento se encontraba apoyado sobre el pretil de la cornisa de la antigua edificación, entre fortaleza cristiana y palacio árabe, que había sido el pretexto esgrimido por Almodham. O uno de ellos. Abajo, en un patio interior y a medida que descendía el sol, empezaba a levantarse un vientecillo que, con su repiqueteo como de lluvia, se abría paso entre el palmeral llevando frescor a los peregrinos del desierto. Una vieja higuera, enorme y exuberante, se contorsionaba sobre un blanco aljibe, succionando vida de la que parecía ser la única fuente de humedad entre aquellos muros. Más allá, a uno y otro lado, se extendía el misterio de las arenas, doradas como promesas, lívidas como amenazas, según las cubriese o descubriese el sol.

El joven Medford, cansado del viaje desde la costa y abrumado por aquella primera e íntima impresión de la omnipresencia del desierto, sintió un súbito estremecimiento y se apartó de la baranda. Indudablemente era un refugio privilegiado para un erudito misógino. Pero uno había de ser, por fuerza, ambas cosas.

«Echemos un vistazo a la casa», se dijo Medford a sí mismo, como si le urgiese tomar contacto con algo realizado por la mano del hombre para recuperar la sensación de seguridad.


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32 págs. / 56 minutos / 108 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Veredicto

Edith Wharton


Cuento


Siempre pensé que, aunque buen tipo, Jack Gisburn era un genio mediocre, por lo que no me sorprendió enterarme de que había abandonado la pintura en la cima de su gloria, que se había casado con una viuda rica y se había establecido en la Riviera. (A mi entender, Roma o Florencia habrían sido más idóneas).

«La cima de su gloria…», así lo expresaban las mujeres. Me parecía estar oyendo a la señora de Gideon Thwing, su última modelo en Chicago, deplorando su inexplicable abdicación. «Indudablemente mi retrato se revalorizará, pero yo no pienso en eso, señor Rickham… En lo único que puedo pensar es en la pérdida que supone para el Arrrrte». En labios de la señora Thwing la palabra multiplicaba sus erres como si se reflejaran sobre un infinito paisaje de espejos. Y no eran exclusivamente señoras Thwing quienes lamentaban tamaña pérdida. ¿Acaso no se había detenido junto a mí, ante las Bailarinas bajo la luna, de Gisburn, durante la última exposición en la Galería Grafton, la sofisticada Hermia Croft para comentar con los ojos arrasados de lágrimas que «ya no volveremos a ver algo así»?


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12 págs. / 22 minutos / 78 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Mejor Hombre

Edith Wharton


Cuento


1

Había caído la tarde. Sólo el haz de luz proyectado por la lámpara del escritorio del gobernador Mornway rescataba de la oscuridad reinante su imponente corpulencia mientras se hallaba recostado en una cómoda butaca en la actitud relajada que solía adoptar a esa hora.

Cuando el gobernador de Midsylvania descansaba, lo hacía a conciencia. Cinco minutos antes había estado inclinado sobre la mesa de su oficina, como un Atlas con el peso del Estado sobre sus hombros. Ahora, concluidas sus horas de trabajo, ofrecía el aspecto de quien ha pasado el día holgazaneando a placer y se dispone a terminarlo disfrutando de una buena cena. Su indolencia atenuaba la crónica agitación de su hermana, la señora Nimick, la cual, fuera del círculo de luz de la lámpara, quedaba sumida en la acogedora penumbra de la chimenea. De vez en cuando, llamas con inquisitivos destellos iluminaban su rostro.

Por lo general la presencia de la señora Nimick no invitaba al descanso, pero la serenidad del gobernador no era de las que se perturban fácilmente. Se comportaba con el aplomo de quien sabe que hay un mosquito en la habitación pero se encuentra a salvo con el mosquitero echado por encima de la cabeza. Su calma se reflejó en el tono con el que, reclinándose hacia atrás para sonreírle a su hermana, comentó:

—Ya sabes que no voy a concertar ninguna cita esta semana.

Era el día posterior a la gran victoria reformista que, por segunda vez, había colocado a John Mornway al frente del Estado, un triunfo que hacía parecer insignificante la tremenda batalla de su primera elección. Ahora se arrellanaba en su asiento con la sensación de imperturbable placidez que sobreviene tras un esfuerzo recompensado.

La señora Nimick farfulló una disculpa:

—No entiendo… He visto en los periódicos de la mañana que se había elegido al fiscal general.


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30 págs. / 53 minutos / 71 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Un Cobarde

Edith Wharton


Cuento


1

—Mi hija Irene —comentó la señora Carstyle haciendo rimar el nombre con «tureen»— no ha gozado de oportunidades sociales, pero si el señor Carstyle hubiese optado… —Se interrumpió para mirar alusivamente el raído sofá que se encontraba frente a la chimenea como si se tratara del propio señor Carstyle. Vibart se alegró de que no fuese el caso.

La señora Carstyle era una de esas mujeres que vulgarizan lo elegante. Se refería invariablemente a su marido como «el señor Carstyle», y aunque sólo tenía una hija se cuidaba mucho de designar siempre a la joven por su nombre. Durante el almuerzo se había explayado a gusto sobre la necesidad de una mayor altura de miras en lo relativo a influencias y aspiraciones, alternando la conversación con sus excusas por el cordero reseco y fingiendo sorprenderse de que la criada (desconcertada a su vez) se hubiese olvidado de servir el café y los licores, «como siempre».


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20 págs. / 36 minutos / 86 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Tercera Parte

Edith Wharton


Cuento


1

¿No se ha sentido nunca inquieto ante la alta fachada con persianas echadas de una vieja casa italiana? ¿Esa impávida máscara, uniforme, muda y engañosa como el semblante de un cura tras el cual continúan zumbando los secretos escuchados en el confesionario? Hay casas que proclaman la actividad que albergan; son la clara y expresiva cutícula de una vida que fluye próxima a la superficie. Pero el palacio en su callejón o la villa oculta entre cipreses en su colina resultan impenetrables como la muerte. Los ventanales asemejan ojos ciegos, y el portón, una boca cerrada. En el interior tal vez podría brillar el sol, oler a fragantes arrayanes… O podría percibirse algún latido de vida recorriendo las arterias de la colosal estructura. O una soledad mortal en cuyo seno se hospedan los murciélagos, entre las desencajadas piedras, donde las llaves se oxidan en las cerraduras de puertas sin franquear…

2

Desde la galería con sus desvaídos frescos, mirando hacia la avenida flanqueada por una escalera de sombras de ciprés, divisé el escudo ducal y los desportillados jarrones de la verja. El mediodía caía de plano sobre los jardines, sobre las fuentes, sobre los pórticos y las grutas. Al pie de la terraza, donde un liquen color cromo había tapizado la balaustrada como si se tratase de laminae de oro, se sucedían los viñedos inclinándose hacia el fértil valle encajado entre montañas. Las lomas más bajas aparecían salpicadas de blancas aldeas, como estrellas cubriendo de lentejuelas una noche de verano. Y algo más allá, cadenas de azulados montes, livianos contra el cielo de gasa. El aire de agosto era débil, pero ligero y vivificante en contraste con la enrarecida atmósfera de las estancias por las que me habían conducido. Sentí su frescor y acogí agradecida el calor del sol.

—Los aposentos de la duquesa están al otro lado —dijo el anciano.


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27 págs. / 47 minutos / 48 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Por Culpa de los Dólares

Joseph Conrad


Cuento


Capítulo I

Mientras pasábamos el rato cerca de la orilla, como hacen los marineros ociosos en tierra (era en la explanada frente a la comandancia de un importante puerto de Oriente), un hombre vino hacia nosotros desde la fachada principal de las oficinas, dirigiéndose oblicuamente a los escalones de desembarque. Atrajo mi atención porque entre el movimiento de gente con trajes de dril blanco en la acera por la que él andaba, su ropa, la túnica y el pantalón habituales, hechos de franela gris clara, le hacía destacar.

Tuve tiempo de observarlo. Era rechoncho, pero no grotesco. Su cara era redonda y suave, su tez muy clara. Cuando se acercó más distinguí un pequeño bigote que las muchas canas hacían más claro. Y tenía, para ser un hombre rechoncho, una buena barbilla. Al pasar a nuestro lado intercambió saludos con el amigo con el que me encontraba y sonrió.

Mi amigo era Hollis, el tipo que había corrido muchas aventuras y había conocido gente tan singular en esa zona del (más o menos) maravilloso Oriente en sus días de juventud. Dijo: «Ése es un buen hombre. No quiero decir bueno en el sentido de listo o habilidoso en su oficio. Quiero decir un hombre realmente bueno».

Me giré inmediatamente para mirar al fenómeno. El «hombre realmente bueno» tenía una espalda muy ancha. Lo vi haciendo señas a un sampán para que se acercara a su lado, subir en él y partir en dirección a un grupo de barcos de vapor de la zona anclados cerca de la costa.

Dije: «Es un marino, ¿verdad?».


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 42 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Situación Límite

Joseph Conrad


Novela


1

Aunque hacía ya mucho que el vapor Sofala había virado hacia la costa, la baja y húmeda franja de tierra seguía pareciendo una simple mancha obscura al otro lado de una franja de resplandor. Los rayos del sol caían con violencia sobre la mar calma, como si se estrellasen sobre superficie diamantina produciendo una polvareda de centellas, un vapor de luz deslumbradora que cegaba la vista y agobiaba el cerebro con su trémulo brillo.

El capitán Whalley no contemplaba nada de esto. Cuando el fiel serang se había acercado al amplio sillón de bambú que llenaba cumplidamente para informarle en voz baja de que había que cambiar el rumbo, se había levantado enseguida y había permanecido en pie, mirando al frente, mientras la proa del buque giraba un cuarto de círculo. No había dicho palabra, ni siquiera para ordenar al timonel que mantuviese el rumbo. Era el serang, un viejo malayo muy despierto, de piel muy obscura, el que había musitado la orden al hombre del timón. Y entonces el capitán Whalley se había sentado de nuevo lentamente en el sillón del puente para clavar la mirada en la cubierta que tenía bajo los pies.


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165 págs. / 4 horas, 49 minutos / 85 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Falk, un Recuerdo

Novela corta


Joseph Conrad


En un pequeño mesón frente a la costa, a menos de cincuenta kilómetros de Londres y a más de treinta de ese pantano peligroso y poco profundo al que los guardacostas han bautizado con el ampuloso nombre de «océano alemán», nos encontrábamos cenando un grupo de hombres relacionados con el mar de una manera u otra. Al otro lado de los grandes ventanales se veía el Támesis en una perspectiva despejada hacia el tramo bajo de Hope Reach y, como la comida era repugnante, el festín sólo se podía disfrutar con los ojos.

La conversación estaba impregnada de cierto sabor a agua salada, que para muchos de nosotros había sido la única agua que habíamos conocido en la vida. Quien haya probado alguna vez el sabor amargo del océano, llevará para siempre su gusto en la boca; pero algunos de ellos, malcriados por la vida en tierra firme, se quejaban del hambre. Era imposible tragar un bocado de aquella porquería, todo exudaba de hecho cierto olor extraño a humedad. El comedor de madera se erigía sobre el barro de la orilla como una choza lacustre: los tablones del suelo parecían podridos, un camarero viejo y decrépito se tambaleaba patéticamente de un lado a otro ante el aparador prehistórico y carcomido, mientras comíamos en unos desportillados platos que muy bien podrían haber sido desenterrados de la cocina de un yacimiento arqueológico. Los filetes parecían recordar épocas aún más remotas. Hacían pensar a la fuerza en la noche de los tiempos, cuando el hombre primitivo, con su limitada conciencia, comenzó a tantear sus primeras nociones culinarias chamuscando trozos de carne al fuego de la leña junto a sus camaradas para después, atiborrado y alegre, sentarse sobre los huesos roídos y ponerse a contar historias sencillas sobre su experiencia, historias de hambre y caza, ¡y tal vez hasta de mujeres!


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Dominio público
100 págs. / 2 horas, 55 minutos / 226 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Un Guiño de la Fortuna

Joseph Conrad


Novela corta


Cada vez que salía el sol me encontraba mirándolo de frente. El barco se deslizaba con suavidad sobre un mar en calma y, después de sesenta días de travesía, estaba deseando llegar a mi destino: una hermosa y fértil isla tropical. Sus habitantes más entusiastas la llamaban «La perla del océano», de modo que muy bien podemos llamarla también nosotros «la Perla». Un nombre apropiado, una perla que destila toda su dulzura sobre el mundo.

Lo último no es más que una manera velada de decir que allí se cultiva una caña de azúcar de primera calidad. La población de la Perla vive en realidad de la caña. Se podría decir que allí el pan de cada de día es el azúcar. Yo iba hacia allí en busca de un cargamento y con la esperanza de que la última cosecha hubiese sido buena para que el cargamento fuera lo más voluminoso posible.

Mi segundo de a bordo, el señor Burns, fue el primero que avistó tierra, y yo me quedé extasiado desde el primer segundo frente a aquella imagen azul y pinacular, de una transparencia fascinante sobre el azul del cielo, una especie de emanación natural de la isla que se alzaba para saludarme en la distancia. A unas sesenta millas de la costa, la visión de la Perla es un fenómeno muy particular. Yo no pude evitar preguntarme, medio en broma, medio en serio, si acaso lo que aguardaba en aquella isla iba a ser tan maravilloso como aquella visión ensoñada que tan pocos marinos han tenido el privilegio de contemplar.


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88 págs. / 2 horas, 35 minutos / 61 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

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