Como los personajes trazados en mi artículo los conoció íntimamente
la señora de Villalba, vieja, maldiciente y también escritora, me pidió
que se lo leyese antes de entregarlo.
Acomodose la señora en su butaca de grana; abandonó en su regazo la
media que estaba urdiendo; quitose los resplandecientes espejuelos, y
aguardó.
Y yo leí:
...Descansaba llena de luna la noche, y pareció suspirar y
estremecerse como una doncella dormida, volviéndose, desnuda y casta, en
la blancura de su lecho. Y la respiración de la noche, atravesando los
huertos, pasó por las ventanas y aromó al poeta. La aspirada delicia le
distrajo y dejó comenzada la estrofa.
Creando la vida de su fábula, atendiendo el íntimo pulso, los
regocijos y tristezas de sus criaturas, se había olvidado de la «amada»,
de la noche.
La fragancia de rosas, de árboles floridos, de verdores recientes, de
inmensidad, que le había acariciado las sienes y oreado el alma, le
atrajo a la vida que él tomaba para llevarla a los hijos alumbrados en
sus libros, sin apenas gozarla, como pican y traen las aves el sustento a
los pichones, sin quedarse nada para su hambre...
Entonces subió y envolvió al artista toda la grandeza del silencio,
de la soledad, y vivió en sí mismo, pareciéndole que los hijos de su
arte se escondían y callaban bajo las blancas losas de las cuartillas.
La estancia era amplia, abrigada con tapices ya pálidos, nublados por
los años, y los muebles, anchos y propicios a la meditación y bellas
quimeras del maestro. Un grande acero bruñido, traído de un viejo
palacio de Florencia, colgaba como espejo, encima de la mesa de trabajo.
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