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Dagón

H.P. Lovecraft


Cuento


Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea —aunque no del todo— de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.


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6 págs. / 12 minutos / 373 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Noche Triste

Rafael Delgado


Cuento


(1819)

Al Sr. Lic. D. Victoriano Salado Alvarez

I

Era el Sr. don Francisco de Hevia, Coronel del Regimiento de Castilla, un militar por extremo pundonoroso, valiente y ameritado, tan quisquilloso en las cosas del servicio, que pasaba por uno de los jefes más exigentes y terribles de cuantos sostenían en Nueva España los derechos de la corona de Carlos V.

Nunca risa placentera alegró aquel su rostro moreno, donde parecían unidos en simpático maridaje el ardor impetuoso del morisco y la férrea energía del castellano.

Distinguíale, por desgracia, altivo y colérico carácter, del cual se contaban horrores tamaños, y tales que a ellos atribuían muchos el que no hubiera alcanzado grados mayores en los Reales Ejércitos. Ni en formación ceñía espada —según fama—, por expresa prohibición de S. M. a causa de haber matado a un recluta, cierto día de parada en un arrebato de ira.

Era tan aseado que, al decir de sus asistentes, tenía tantas mudas de ropa blanca como días el año, y jamás, ni aun estando en guerra, se le vió en los vestidos la más leve mancha.

Cristiano viejo y rancio —como buen castellano— aunque un si es no es maleado por aquel liberalismo regalista, declamador y ardiente de la Junta de Aranjuez, que por boca de Quintana, y en proclamas escritas, a juicio de Capmany, en «estilo anfibio con vocabulario francés», desahogó sus opiniones histórico-políticas, nuestro Coronel, andaba muy extraviado en lo que loca a fueros eclesiásticos, no embargante lo cual cumplía casi de diario con sus deberes religiosos, como si le hubiesen estado prescriptos y ampliamente precisados en la Ordenanza.


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 88 visitas.

Publicado el 1 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Sorelita

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


—Tengo su palabra de usted, Sorela; me ha jurado usted no atentar á su vida durante un mes. ¿No es esto?

—Lo he prometido y lo cumpliré.

—Y yo le prometo á usted que antes de treinta días las cosas habrán variado y que será usted dichoso.

—Señora, agradezco la compasión que á usted inspiran esas palabras; pero la dicha no ha existido ni puede existir para mi.

—¿Para qué quiere usted que viva?—prosiguió.—Teresa no puede amarme jamás. ¡Yo soy un monstruo, un fenómeno; yo soy un bicho raro parecido al hombre!... Y ella, ella es un conjunto de perfecciones; es más que una mujer, es una divinidad, es el mayor recreo de los ojos entre todas las maravillas de la creación. Usted sola compite y puede competir con Teresa; sólo usted ha dividido la opinión de Madrid en dos campos. Y si usted la iguala en hermosura, la supera en el corazón. Yo tendría esperanza si estuviese enamorado de usted; podría usted corresponderme por piedad; pero Teresa es de mármol, señora; ¡es como el faro altivo y deslumbrador que difunde sus rayos por el mar, insensible al gemido del náufrago!... Esa mujer sólo es fácil á la vanidad, sólo ama lo que brilla, sólo se sacrifica por la moda... Ha tenido amantes... Si, los ha tenido, lo sé, nadie lo ignora; pero el mismo: elegantes; reyes del día, gracias á un desafío, á un cotillón, á un caballo, á unos amores con otra estrella rutilante... ¿Dentro de treinta días? ¡Jamás, jamás! ¡No me amará nunca!

Su interlocutora se sonrió.

—¡Nunca!—prosiguió Sorela recogiendo con avidez esta sonrisa.—Dentro de treinta días, ¿habrá cambiado esta figura que parece un signo interrogativo; esta cabeza mal cubierta de lacios cabellos, estos ojillos escondidos bajo cejas peludas de Mefistófeles, esta boca inmensa de labios cárdenos, cuyas más graciosas sonrisas son espantables muecas?


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 31 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Perdición de Dermod

Robert E. Howard


Cuento


Si tu corazón se marchita en tu interior y una opaca cortina oscura de aflicción se interpone entre tu cerebro y tus ojos, haciendo que la luz del sol llegue pálida y leprosa a tu mente… ve a la ciudad de Galway del condado del mismo nombre, en la provincia de Connaught, en el país de Irlanda.

En la gris Ciudad de las Tribus, como así la llaman, pervive un hechizo reconfortante y ensoñador que actúa como un encantamiento; si corre por tus venas la sangre de Galway, no importa desde cuán lejos llegues, tu pesar se desvanecerá lentamente como si fuera un mal sueño, dejando tan sólo un dulce recuerdo similar al perfume de una rosa marchita. Hay una neblina de vetustez flotando sobre la antiquísima ciudad que se mezcla con la melancolía y le hace a uno olvidar. También puedes dirigirte a las colinas azules de Connaught y saborear el penetrante sabor de la sal en el viento que llega del Atlántico; entonces la vida se torna más débil y lejana, con todas sus punzantes alegrías y amargas penas, y no parece más real que las sombras que proyectan las nubes al pasar.

Llegué a Galway como una bestia herida que se arrastra hasta su madriguera en las colinas. La ciudad de mis ancestros se alzaba ante mis ojos por primera vez, pero no me pareció extraña o desconocida.

Tuve la sensación de regresar al hogar y, cada nuevo día que pasaba allí, la tierra de mi nacimiento me parecía más y más lejana, y la tierra de mis antepasados más y más próxima.

Llegué a Galway con el corazón roto. Mi hermana gemela, a la que amaba más que a nadie, había muerto. Su marcha fue rápida e inesperada, para mayor agonía, ya que tenía la impresión de que tan sólo unos segundos antes reía junto a mí con viva sonrisa y brillantes ojos grises irlandeses, y al instante siguiente la hierba ya crecía sobre ella. ¡Oh, Señor, toma mi alma, tu Hijo no es el único que ha sufrido la crucifixión!


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6 págs. / 12 minutos / 53 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Cigarra y la Hormiga

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Reverbera en las blancas fachadas el sol de las primeras horas de la tarde. Procuramos, en nuestros paseos por la plaza de un pequeño pueblo valenciano, no salirnos de las islas de sombra que trazan los plátanos sobre la tierra rojiza y ardiente.

Silencio de sueño, calma profunda de siesta veraniega. Los únicos que vivimos en este ambiente exuberante de luz somos mi amigo y yo, que conversamos bajo los árboles de la plaza, los niños que ganguean á gritos sus lecciones en la escuela próxima, siguiendo el venerable método morisco, y los enjambres de insectos que aletean, zumban y trepan en torno de los plátanos.

Calla de pronto el coro escolar, y por las ventanas abiertas llega hasta nosotros la voz de un niño, el más aplicado tal vez, que recita una fábula: La cigarra y la hormiga.

Como el griterío de una muchedumbre alborotada que contesta á ultrajantes alusiones, suena el chín-chín de numerosas cigarras moviendo sus cimbalillos entre las cortinas del follaje.

Mi amigo el naturalista se indigna mientras la voz infantil va desarrollando la acción de la conocida fábula, la cigarra imprevisora y alegre que canta sin pensar en el porvenir, y cuando llega el invierno, transida de frío y vacilante de hambre, va en busca de la hormiga para implorar un préstamo. El animal ordenado y económico, que tiene en torno los sacos llenos de cosecha y se prepara á invernar en opípara abundancia, no quiere oír la súplica de la bohemia y añade á su negativa la burla cruel: «¿No has pasado cantando el verano mientras yo trabajaba? Pues bien; ahora, baila.»


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 145 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Normando

Guy de Maupassant


Cuento


Acabábamos de dejar a Ruán y marchábamos a trote largo por la carretera de Jumiéges. El coche avanzaba ligero, cruzando praderas; al empezar a subir la cuesta de Cantaleu, el caballo se puso al paso.

Se descubre desde allí uno de los espléndidos panoramas del mundo. A nuestras espaldas, Ruán, la ciudad de las iglesias y de las torres góticas, cinceladas con minuciosidad de figurillas de marfil; delante, Saint—Sever, el barrio de las fábricas, que yergue al cielo sus mil chimeneas humeantes frente por frente de las mil torrecillas sagradas de la vieja ciudad. Aquí, la flecha de la catedral, cúspide de la más elevada de los monumentos humanos, y allá, la "bomba de Fuego", de "El Rayo", su rival, tan gigantesca como ella, y que sobrepasa en un metro a la más alta de las pirámides de Egipto.

Frente a nosotros se alargaba el Sena, ondulante, salpicado de islas, costeado a la derecha por blancas escarpas que corona un bosque, y a la izquierda por praderas anchísimas, que también limitan un bosque, allá al fondo, muy lejos.

De trecho en trecho, grandes barcos anclados a lo largo de las riberas del ancho río. Tres enormes vapores desfilaban uno tras otro rumbo al Havre; y un rosario de embarcaciones, formado por un buque de tres palos, dos goletas y un bergantín, subía río arriba, hacia Ruán, arrastrado por un pequeño remolcador que despedía una humareda negra.

Mi acompañante, natural de la región, no se molestaba siquiera en mirar tan extraordinario paisaje; se limitaba a sonreír; parecía estar gozando de antemano con otra cosa. Y de pronto exclamó:

—Va usted a ver en seguida una cosa curiosa: la capilla de San Mateo. Eso sí que es gloria pura, amigo mío.

Lo miré con sorpresa, y él siguió diciendo:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

P. P. y W.

Silverio Lanza


Cuento


Durante mi vida no se ha cesado de criticar mi boda con Matea. Es de advertir que ésta fué mi sirvienta antes de ser mi esposa. Creo llegado el momento de dar algunas explicaciones acerca de este asunto.

En el día tal, del año tantos, me hallaba en la Exposición de Bellas Artes examinando con enojo una figura en mármol que había obtenido el primer premio sin tener cualidad alguna que mereciera tan gran distinción.

Hallábase á mi lado un venerable anciano de barba blanca. Comprendimos ambos, por nuestros respectivos gestos, que pensábamos de igual manera. Entonces empezamos á cruzar algunas palabras.

—Esto es atroz.

—De muy mal gusto.

—Esa cabeza no está en su sitio.

—Pero, además, repare V. que si empezase á andar esta estátua resultaría un Jacob cojo.

—¡Ah! ¿Representa á Jacob?

—Sí, señor.

—Entonces será Jacob después de encogérsele el endón.

—Buena ocurrencia.

—¿Usted es aficionado?

—Sí, señor.

—¿Acaso será esta su carrera?

—También es cierto.

—¿Es indiscreción preguntar á V. su nombre?

—No, señor. Me llamo Fulano de Tal.

—¡Hola! ¿Es V. el autor de la magnífica estátua que guarda el duque de Cuál?

—¿Lágrimas amargas?

—Esa.

—Sí, señor.

—Me felicito de este encuentro.

—Usted no debe ser del arte. Yo le conocería á usted.

—Soy un aficionado.

Seguimos hablando de esta manera, y salimos juntos de la Exposición. Él me invitó á subir á su coche, pero yo me negué resueltamente. Recordé lo mezquino de mi traje, y por no parecer su criado no quise figurarme su amigo. Entonces el caballero me dió su tarjeta y me suplicó le visitase. Se lo prometí así y nos despedimos.

El cartoncito decía: «Primitivo Dios.—Ventas del Espíritu-Santo.»


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Publicado el 30 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

La Muerte Violeta

Gustav Meyrink


Cuento


El tibetano calló.

Su desmedrada figura permaneció todavía algún tiempo de pie, erguida e inmóvil, y luego desapareció en la jungla.

Sir Roger Thornton miraba fijamente la hoguera. Si no fuera un penitente, un sannyasin, aquel tibetano que, además, iba en peregrinación a Benarés, no hubiera creído ni una sola de sus palabras. Pero un sannyasin no miente ni puede ser engañado. ¡Y luego aquellas contradicciones pérfidas y crueles en el rostro del asiático! ¿O sería que se dejó engañar por el resplandor de la hoguera que tan extrañamente se reflejaba en los ojos mongoles?

Los tibetanos odian a los europeos y guardan celosamente sus mágicos secretos, con los que esperan aniquilar un día a los orgullosos extranjeros cuando llegue la hora. Sea como fuere, Sir Roger Thornton desea comprobar con sus propios ojos si, efectivamente, existen fuerzas ocultas en ese pueblo extraño. Pero necesita compañeros, hombres valerosos cuya voluntad no se quiebre ante los horrores de un mundo diferente. El inglés pasa revista a sus compañeros... Aquel afgano sería el único entre los asiáticos para ser tomado en cuenta. Es intrépido como una fiera, pero supersticioso. Así pues, solo queda su criado europeo.


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Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Viejo y La Niña

Arturo Robsy


Cuento


Para María José y Gerardo


"Son otros tiempos donde el tiempo no parece no importar". — Oliverio Quintana.


El turismo siempre es una pobre solución a los problemas porque éstos se enquistan ardientemente bajo la piel y esperan con paciencia la hora ésa en que nos quedamos solos en la habitación del hotel o cuando, adormecidos, levantamos las fronteras entre actualidad y pasado.

En este sentido El Viejo era profundamente desgraciado a pesar de su máquina fotográfica colgada del hombro apaciblemente, a pesar de su sombrerito de palma, a pesar de sus brillantes pantalones veraniegos, a pesar de sus playeras blancas bien ajustadas a los pies y a pesar de sus paseos por ciudad y playa en busca de extraños opios que le descansasen.

Corrían los días de julio, cuando las orillas del mar empiezan a alcanzar su punto de saturación y el cielo es un espejuelo azul de aguas tranquilas e insípidas. El Viejo había venido a la Ciudad con su inevitable máquina fotográfica, con sus brillantes pantalones de verano y sus blancas playeras bien ajustadas.

Las ciudades tienen algo de cruel; algo de soledad mal compartida y peor respetada; algo de malsana curiosidad donde la gente busca a sus vecinos sólo para encontrar ejemplos de estolidez o apatía mayores que propias. Las ciudades tiene enormes bocas de asfalto que todo lo devoran, y no hay que dejarse engañar si vemos tal parterre de verde intento o tal macizo de flores coloreadas: sigue siendo La Ciudad y, por lo tanto, una Amenaza para corazones y sesos.


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Publicado el 25 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Las Joyas

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Lantín la conoció en una reunión que hubo en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.

Era hija de un recaudador de contribuciones de provincia muerto años atrás, y había ido a París con su madre, la cual frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio, con la esperanza de casarla.

Dos mujeres pobres y honradas, amables y tranquilas. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta, como la soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su hermosura plácida ofrecía un encanto angelical de pudor, y la imperceptible sonrisa, que no se borraba de sus labios, parecía un reflejo de su alma.

Todo el mundo cantaba sus alabanzas; cuantos la conocieron repetían sin cesar: "Dichoso el que se la lleve; no podría encontrar cosa mejor".

Lantín, entonces oficial primero de negociado en el Ministerio del Interior, con tres mil quinientos francos anuales de sueldo, la pidió por esposa y se casó con ella.

Fue verdaderamente feliz. Su mujer administraba la casa con tan prudente economía, que aparentaba vivir hasta con lujo. Le prodigó a su marido todo género de atenciones, delicadezas y mimos: era tan grande su encanto, que a los seis años de haberla conocido, él la quería más aún que al principio.

Solamente le desagradaba que se aficionase con exceso al teatro y a las joyas falsas.

Sus amigas, algunas mujeres de modestos empleados, le regalaban con frecuencia localidades para ver obras aplaudidas y hasta para algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, al cual fatigaban horriblemente, después de un día de trabajo. Por fin, para librarse de trasnochar, le rogó que fuera con alguna señora conocida, que pudiese acompañarla cuando acabase la función. Ella tardó mucho en ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido; pero, al fin, se decidió a complacerlo, y él se alegró muchísimo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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