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¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 1.380 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cuentos de las altas horas. (Homenaje y crónica de casi un año)

G. Gómez


Poemas, El autor usa a veces el seudonimo M.H.F Arap



 

Casi el principio.

 

- ¿Tú me quieres, amor?

Y, como en un juego -¿un juego?-, tomaste mi mano.

 

- ¿Tú me quieres amor? Y, como al azar -¿un azar?-, tus ojos me amaban.

 

La noche, después de dos o tres vueltas en su aguja grande, recaló en las redes de un bolero.

 

Apagué la luz suficiente para sólo (solo) poder mirar tus ojos.

 

Nos quedamos, poco a poco, en una isla de silencio y miradas.

-Allí mismo, a nuestro lado, una montaña de humanos ni siquiera estaba-

 

Y por fin, la música, únicamente nuestra, dijo por ti y por mí, todas las palabras.

 

Como a cámara lenta, fue la primera vez, mis labios encontraron tus labios.

Tu boca fue jugosa y fresca.

 

Sentados.

Con la huella de tus dedos, fue la primera vez, encontrando cordilleras en los surcos de mis manos.

 

Como a cámara lenta, fue la primera vez, mis ojos encontraron tus ojos.

 

- ¿Tú me quieres, amor?

 

Como a cámara lenta, tu cuerpo, fue la primera vez, se enredó en mis brazos.

 

Las caricias vinieron pronto a tus suspiros de amor.

 

Y al final, la noche, que poco a poco se acababa, fue más larga que la música.

 




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Licencia limitada
11 págs. / 19 minutos / 59 visitas.

Publicado el 21 de noviembre de 2021 por G. Gómez.

El Canto del Cisne

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


I

Tan notables fueron los primeros exámenes de derecho rendidos por Juanillo Simplón, que él, su padre, su madre, su tía, su abuelita y su padrino, todos de común acuerdo y sin la menor discrepancia, resolvieron que era un futuro hombre de genio.

Juanillo Simplón sabía—¿quién no lo sabe?—que cada futuro hombre de genio demuestra desde chiquito sus geniales aptitudes, y que el mejor modo de demostrarlas es escribir modernísima prosa poética y no menos moderna poesía prosaica. Pues optó por la prosa poética, decidido a componer un «cuento-poema» tan nuevo y hermoso, que ni él mismo debía entenderlo. Buscó en voluminosos diccionarios las palabras más raras y altisonantes, sudó tinta por todos sus poros, y al cabo de diez días de rudo trabajo puso punto final a su obra, titulándola «La princesa Belisa.»

Con el precioso manuscrito en el bolsillo, salió a consultar a su amigo Juan del Laurel. Juan del Laurel, estudiante de derecho nominalmente y por accidente, era de profesión «un joven de talento». Bastaba mirarlo para comprenderlo así, pues llevaba los signos de su profesión en su indumentaria y sus modales...


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 54 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Polea Loca

Horacio Quiroga


Cuento


En una época en que yo tuve veleidades de ser empleado nacional, oí hablar de un hombre que durante los dos años que desempeñó un puesto público no contestó una sola nota.

—He aquí un hombre superior —me dije—. Merece que vaya a verlo.

Porque debo confesar que el proceder habitual y forzoso de contestar cuanta nota se recibe es uno de los inconvenientes más grandes que hallaba yo a mi aspiración. El delicado mecanismo de la administración nacional —nadie lo ignora— requiere que toda nota que se nos hace el honor de dirigir, sea fatal y pacientemente contestada. Una sola comunicación puesta de lado, la más insignificante de todas, trastorna hasta lo más hondo de sus dientes el engranaje de la máquina nacional. Desde las notas del presidente de la República a las de un oscuro cabo de policía, todas exigen respuesta en igual grado, todas encarnan igual nobleza administrativa, todas tienen igual austera trascendencia.

Es, pues, por esto que, convencido y orgulloso, como buen ciudadano, de la importancia de esas funciones, no me atrevía francamente a jurar que todas las notas que yo recibiera serían contestadas. Y he aquí que me aseguraban que un hombre, vivo aún, había permanecido dos años en la Administración Nacional, sin contestar —ni enviar, desde luego— ninguna nota…

Fui, por consiguiente, a verlo, en el fondo de la república. Era un hombre de edad avanzada, español, de mucha cultura, pues esta intelectualidad inesperada al pie de un quebracho, en una fogata de siringal o en un aduar del Sahara, es una de las tantas sorpresas del trópico.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 136 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Hop-Frog

Edgar Allan Poe


Cuento


No he conocido nunca persona que tuviese más buen humor ni que se sintiese más inclinao á las cuchufle­tas que este buen rey. No vivía sino para embromar. Contar una buena historia del género bufo y contarla bien era el camino más seguro para llegar á su favor. He aquí porqué sus siete ministros eran todos perso­nas bien conocidas por su carácter bromista. Todos estaban cortados conforme al real patrón: vasta cor­pulencia, adiposidad é inim¡Lable aptitud para la bufo­nería. Que las gentes engordan dando bromoss, ó que hay algo en la grasa que predispone á la broma, es cuestión que nunca he podido resolver; pero es lo cierto que un bromista flaco es un rara avis in terris.

En cuanto á los refinamientos, ó sombras del inge­nio, como los llamaba él mismo, el rey se cuidaba poco de ellos. Sentía una admiración especial por la amplitud en la broma ó gracia, y hasta á veces toleraba que fuese un poco larga, pero las delicadezas le molestaban. Hubiera preferido él Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire, y en general le agradaban mucho más las bufonadas en acción que las bromas ó las burlas de palabra.

En la época en que ocurre nuestra historia los bufones de profesión no habían pasado de moda por completo en la corte. Algunas de las grandes poten­cias continentales tenían aún sus bufones; eran éstos seres desdichados y contrahechos, adornados con el gorro de cascabeles ó caperuza y que debían estar siempre dispuestos á lanzar frases agudas á cambio de las migajas que caían de la mesa real.

Nuestro rey naturalmente tenía su bufón. El hecho es que sentía la necesidad de algo que se pareciese á la locura, aunque sólo fuese para contrabalancear la pesada sabiduría de los siete sabios que le servían de ministros — sin contarle á él.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 343 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Simún

Horacio Quiroga


Cuento


En vez de lo que deseaba, me dieron un empleo en el Ministerio de Agricultura. Fui nombrado inspector de las estaciones meteorológicas en los países limítrofes.

Estas estaciones, a cargo del gobierno argentino, aunque ubicadas en territorio extranjero, desempeñan un papel muy importante en el estudio del régimen climatológico. Su inconveniente estriba en que de las tres observaciones normales a hacer en el día, el encargado suele efectuar únicamente dos, y muchas veces, ninguna. Llena luego las observaciones en blanco con temperaturas y presiones de pálpito. Y esto explica por qué en dos estaciones en territorio nacional, a tres leguas distantes, mientras una marcó durante un mes las oscilaciones naturales de una primavera tornadiza, la otra oficina acusó obstinadamente, y para todo el mes, una misma presión atmosférica y una constante dirección del viento.

El caso no es común, claro está, pero por poco que el observador se distraiga cazando mariposas, las observaciones de pálpito son una constante amenaza para las estadísticas de meteorología.

Yo había a mi vez cazado muchas mariposas mientras tuve a mi cargo una estación y por esto acaso el Ministerio halló en mí méritos para vigilar oficinas cuyo mecanismo tan bien conocía. Fui especialmente encomendado de informar sobre una estación instalada en territorio brasileño, al norte del Iguazú. La estación había sido creada un año antes, a pedido de una empresa de maderas. El obraje marchaba bien, según informes suministrados al gobierno; pero era un misterio lo que pasaba en la estación. Para aclararlo fui enviado yo, cazador de mariposas meteorológicas, y quiero creer que por el mismo criterio con que los gobiernos sofocan una vasta huelga, nombrando ministro precisamente a un huelguista.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 179 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cañuela y Petaca

Baldomero Lillo


Cuento


Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?


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11 págs. / 19 minutos / 250 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Ángel de lo Singular

Edgar Allan Poe


Cuento


Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino y liqueur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente un periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de «casas de alquiler», la de «perros perdidos» y las dos de «esposas y aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado 

Este infolio de cuatro páginas, feliz obra
Que ni siquiera los poetas critican,

cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:


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11 págs. / 19 minutos / 540 visitas.

Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Incidente del Puente del Búho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja.


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11 págs. / 19 minutos / 291 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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