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Los Dos Compañeros de Viaje

Hermanos Grimm


Cuento infantil


Las montañas no se encuentran nunca, pero los hombres se encuentran, y con mucha frecuencia los buenos con los malos. Un zapatero y un sastre se encontraron frente a frente en sus viajes o correrías por su país. El sastre era un hombre bajito, muy alegre y de muy buen humor. Vio venir hacia él al zapatero, y conociendo su oficio por el paquete que llevaba debajo del brazo, se puso a cantar una canción burlesca:

Procura que tus puntadas
queden bien aseguradas;
poco a poco estira el hilo
porque no queden en vilo.

Pero el zapatero, que no entendía de chanzas, puso una cara como si hubiera bebido vinagre: parecía que iba a saltar encima del sastre. Por fortuna, nuestro hombre le dijo, riendo y presentándole su calabaza:

—Vamos, eso era una broma; echa un trago para apagar la bilis.

El zapatero bebió un trago, y el aire de su rostro cambió un poco en la apariencia. Devolvió la calabaza al sastre, diciéndole:

—No me he querido negar a vuestra invitación: he bebido por la sed presente y por la sed futura. ¿Queréis que viajemos juntos?

—Con mucho gusto, dijo el sastre, siempre que vayamos a alguna gran ciudad, donde no falte trabajo.

—Esa es mi intención, dijo el zapatero; en los lugares pequeños no hay nada que hacer: las gentes van con los pies descalzos.

Y comenzaron a caminar juntos a pie, como los perros del rey.

Ambos tenían más tiempo que perder que dinero que gastar. En todas las ciudades donde entraban, visitaban a los maestros de sus oficios, y, como el sastrecillo era un muchacho muy guapo y de muy buen humor, le daban trabajo con mucho gusto, y aún a veces la hija del maestro le daba además algún que otro apretón de manos por detrás de la puerta. Cuando volvía a reunirse con su compañero, su bolsa era siempre la más repleta. Entonces el zapatero, gruñendo siempre, se ponía aún más feo, refunfuñando por lo bajo:


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Publicado el 23 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Duelo en Francia

Arthur Conan Doyle


Cuento


En uno de los innumerables códigos legales que existen en Francia, hay una cláusula cuyo propósito es impedir, o por lo menos regular, la práctica del duelo, según la cual es ilegal batirse en duelo por cualquier causa cuyo valor económico sea inferior a dos peniques y medio. Esta limitación, por más modesta que parezca, era por lo visto demasiado drástica para los gustos de los caballeros a los que debería aplicarse, y en la larga lista de combates singulares del pasado encontramos muchos cuyo origen, si lo evaluáramos, no alcanzaría el elevado importe antes mencionado. La mezcla de numerosas naciones, a cual más fogosa, que componen el pueblo francés —galos, armoricanos, francos, borgoñones, normandos, godos— ha producido una raza dotada al parecer de un espíritu combativo más desarrollado que cualquier otra nación europea. A pesar de las incesantes guerras que forman la historia de Francia, en ningún momento se han interrumpido los combates y venganzas privados, a modo de un largo arroyo sangriento que atraviesa todas las épocas, más estrecho o más ancho según los siglos, y que alcanza a veces las proporciones de una auténtica inundación, como si el país hubiera sido víctima de una repentina epidemia de locura homicida. Acontecimientos recientes han mostrado que esta tendencia nacional no se ha debilitado ni mucho menos, y que lo más probable es que el duelo, cuando haya sido erradicado de todos los demás países europeos, subsista todavía en ese pueblo galante cuya preocupación por el honor les hace a veces descuidar la inteligencia.


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Publicado el 23 de enero de 2018 por Edu Robsy.

Un Marino

José María de Pereda


Cuento


Marino, como ustedes saben muy bien, significa genéricamente, hombre que se dedica á la navegación, que profesa la náutica, empleado en la marina, etc., etc.

Pero «un marino» en Santander, hasta hace muy pocos años, hasta que llegó á la clásica tierra de los garbanzos ese airecillo que aclimató la crinolina en Bezana y la cerveza en San Román, significaba otra cosa más concreta y determinada. «Un marino» significaba, precisamente, un joven de veinte á treinta años, con patillas á la catalana, tostado de rostro, cargado de espaldas, de andar tardo y oscilante, como buque entre dos mares, con chaquetón pardo abotonado, gorra azul con galón de oro y botón de ancla, corbata de seda negra al desgaire, botas de agua, mucha greña, y cada puño como una mandarria.

«Un marino» no era capitán, ni contramaestre, ni simplemente marinero; era, por precisión, tercero, ó examinado de segundo, ó, á lo sumo, piloto en efectividad.

Cuando estudiaba en el Instituto, no se había embarcado jamás, y, sin embargo, ya era tostado de color y cargado de hombros, y se balanceaba al andar…; en fin, ya olía á brea y alquitrán. Cualquiera diría que, como destinado á la mar, estaba construído de macho de trinquete ó de piezas de cuaderna, y no de carne y hueso como nosotros.

Entonces se llamaba náutico, y se largaba cada piña que derrengaba.

La clase de filosofía que contaba con un par de estos alumnos que sacase la cara por ella, ya se creía capaz de hacer frente á la pandilla de Cuco, el del muelle de las Naos, ó al rebaño de mozos más aguerridos de Monte.

Correrla entre nosotros, equivalía á pasar las horas de la cátedra jugando á paso en el Prado de Viñas, ó pescando luciatos en el Paredón, ó acometiendo alguna empresa inocente en el Alta.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 41 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Chucro

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


I

Casi diariamente desaparecía alguna res vacuna o lanar de las haciendas esparcidas sobre la orilla del Paraná, cinco o seis leguas al sur de la ciudad del Rosario.

Por muchas diligencias que hiciera la policía del departamento, no pudo darse con los ladrones que se apropiaran de las reses, sin dejar siquiera el cuero. La imaginación popular explicó entonces las diarias desapariciones por causas o fuerzas sobrenaturales. Decíase que en las islas vecinas vivía una especie de ogro insaciable. Este ogro atravesaba todas las noches el río a nado, apoderábase de una res cualquiera, y se la devoraba viva, ¡se la tragaba íntegra!... Y lo peor del caso era que, cuando no encontraba reses sino «cristianos», tragábase lo mismo a los «cristianos». De otro modo no podría explicarse la súbita desaparición de dos o tres peones que vigilaran nocturnamente en los campos ribereños la hacienda, por orden de sus dueños. Hasta una mujer, «Pepa la Gallega», la cocinera del estanciero don Lucas, habíase también esfumado una noche, como llevada por el diablo...

El diablo debía andar sin duda metido en el asunto. Sería el padrino o el compadre del ogro...

Y como tenía padrino, tenía también el ogro su nombre propio. Llamábasele «el Chucro», sin que nadie supiese quiénes, cuándo y cómo lo bautizaran.

De todos los robos del Chucro ninguno consternó más que el de Pepa la Gallega. Su marido y sus hijos ayudados por los gendarmes, buscáronla sin descanso, hasta en las islas más próximas a la costa. No se la halló ni viva ni muerta, y diósela por muerta.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 50 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Alquimista

H.P. Lovecraft


Cuento


Allá en lo alto, coronando la cimera cubierta de hierba de un montículo hinchado cuyos lados están arbolados cerca de la base con los árboles nudosos de la selva primitiva, está el viejo château de mis ancestros. Por siglos su alta crestería ha fruncido el ceño al salvaje y escarpado campo circundante, sirviendo como hogar y fortaleza para la casa orgullosa cuyo linaje honrado es más viejo incluso que los muros llenos de musgo del castillo. Estos torreones antiguos, manchadas por las tormentas durante generaciones y desmoronadas bajo la lenta pero poderosa presión del tiempo, formaron en las épocas del feudalismo una de las fortalezas más temidas y formidables de toda Francia. Desde sus matacánes y petriles, y sobre sus cresterías, barones, condes e incluso reyes habían sido desafiados, pero nunca sus amplios pasillos resonaron al paso del invasor.

Pero desde esos gloriosos años todo ha cambiado. Una pobreza poco por encima de la miseria extrema, junto al orgullo de un nombre que prohíbe su alivio por las actividades de la vida comercial, han impedido que los vástagos de nuestro linaje mantengan sus propiedades en su esplendor prístino; y la piedras desprendidas de los muros, la maleza de los parques, el foso seco y polvoriento, los patios mal pavimentados y las torres derrumbadas afuera, así como los suelos hundidos, los boiseries comidos por gusanos, y los tapices descoloridos adentro. Todos cuentan un sombrío cuento de grandeza caída. A medida que pasaban las edades, primero una, y luego otra de las cuatro grandes torres se dejaron en ruinas, hasta que al final una sola torre albergó a los descendientes tristemente reducidos de que una vez fueron los poderosos señores de la finca.


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Dominio público
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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Fuerza Omega

Leopoldo Lugones


Cuento


No éramos sino tres amigos. Los dos de la confidencia, en cuyo par me contaba, y el descubridor de la espantosa fuerza que, sin embargo del secreto, preocupaba ya á la gente.

El sencillo sabio ante quien nos hallábamos, no procedía de ninguna academia y estaba asaz distante de la celebridad. Había pasado la vida concertando al azar de la pobreza pequeños inventos industriales, desde tintas baratas y molinillos de café, hasta máquinas controladoras para boletos de tranvía.

Nunca quiso patentar sus descubrimientos, muy ingeniosos algunos, vendiéndolos por poco menos que nada á comerciantes de segundo orden. Presintiéndose quizá algo de genial, que disimulaba con modestia casi fosca, tenía el más profundo desdén por aquellos pequeños triunfos. Si se le hablaba de ellos, concomíase con displicencia ó sonreía con amargura.

—Eso es para comer, decía sencillamente.

Me había hecho su amigo por la casualidad de cierta conversación en que se trató de ciencias ocultas; pues mereciendo el tema la aflictiva piedad del público, aquéllos á quienes interesa suelen disimular su predilección, no hablando de ella sino con sus semejantes.

Fué precisamente lo que pasó, y mi despreocupación por el qué dirán debió de agradar á aquel desdeñoso, pues desde entonces intimamos. Nuestras pláticas sobre el asunto favorito, fueron largas. Mi amigo se inspiraba al tratarlo, con aquel silencioso ardor que caracterizaba su entusiasmo y que sólo se traslucía en el brillo de sus ojos.

Todavía le veo pasearse por su cuarto, recio, casi cuadrado, con su carota pálida y lampiña, sus ojos pardos de mirada tan singular, sus manos callosas de gañán y de químico á la vez.


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Dominio público
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Publicado el 16 de julio de 2021 por Edu Robsy.

Malvavisco

Baldomero Lillo


Cuento


¡Cómo me burlé yo siempre de aquel palurdo! Del simplísimo Malvavisco como le llamábamos los campesinos. Su verdadero nombre era Benito. Vaquero de un fundo colindante, tuvo un día la desgracia de que al enlazar un novillo a la carrera, enroscárasele en el dedo del corazón, de la mano derecha, un espiral de lazo que le arrancó las dos primeras falanges. Enconada la herida, estuvo a punto de perder la mano y aun el brazo, salvándose de este peligro gracias a una cierta infusión de malvavisco. A fuerza de ensalzar la bondad y excelencia de la maravillosa planta, y de repetir incansablemente su nombre, quedóle éste por apodo.

Desde un principio, y en cuanto trabamos conocimiento, fuimos grandes amigos, pues Malvavisco era un gran cazador a quien acompañé varias veces en sus excursiones cinegéticas. Mas, un día mi malhadada inclinación a la broma me privó de este agradable pasatiempo. Como esta aventura metió gran ruido en ambos fundos, quiero relatarla aquí detalladamente.

Nos encontrábamos, una mañana, en un extenso y arenoso sembrado de pequeños matorrales cazando torcazas. Los resultados eran casi nulos, pues las aves mostrábanse desconfiadas, costando gran trabajo aproximárseles. Varias veces había pedido a Malvavisco me prestase Bocanegra, su famosa escopeta, para tentar fortuna disparando un tirito por mi cuenta. Pero se había negado a ello tercamente, lo cual me tenía de pésimo humor y dispuesto a cualquiera diablura. La ocasión de vengarme de su egoísta proceder llegó de improviso. En el momento en que tras un disparo soltó el cazador la escopeta para correr en pos de la torcaza herida, me acerqué cauteloso a Bocanegra y vacié en el cañón un puñado de arena, huyendo en seguida a todo correr por entre la maleza.


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Dominio público
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Publicado el 19 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.

Los Baños del Sardinero

José María de Pereda


Cuento


—¿Y en qué coche vamos?

—En el primero que encontremos en la Plaza Nueva.

—Ahí tiene usted tres... cuatro...

—Todos ellos son peores; pero vamos a tomar aquél que se está ocupando ya, porque será el primero que salga. Iremos en la delantera, si a usted le parece.

—Perfectamente: con eso veré mejor el paisaje. A mí me gusta mucho la campiña de aquí. Además, ya sabe usted que no he visto aún la mar, porque me guardo esa sorpresa para hoy: quiero verla de sopetón, como si dijéramos... ¡Oiga! ¿Sabe usted que son de rechupete estas dos madamitas que van en el interior? ¡Caracoles, y qué bien les cae el sombrerito ladeado!... Pues mire usted la señora que está en el rincón de mi derecha: ocupa ella sola medio coche... y parece joven y muy bonita; digo, si el velo del demonio del gorro que lleva puesto no me engaña.

—Que todo podrá ser.

—¿Le parece a usted?

—Lo que a mí me parece es que está usted muy animado para ser tan tempranito.

—¡Qué quiere usted, hombre! Viene uno de aquel demonches de Campos donde todo se ve de un color, y ese malo, y parece que aquí se ensancha el corazón entre tanto verde, y, sobre todo, entre tanta gracia como Dios echó encima de estas criaturas... ¡Zape! qué mal movimiento tiene este coche... ¡Buenas casas son éstas!... ¡digo, pues es nuevo todo el barrio!... Una iglesia en construcción...

—Por construida pasa hoy.

—Hará poco que se empezó.

—Muy poco, unos trece años.

—¡Anda! ¿pues y eso? Escasearía el dinero.

—No, señor: con lo que han costado esas paredes se hubiera hecho una catedral en cualquier otro pueblo.

—Pues no lo comprendo.

—Ni yo tampoco.

—¡Qué repecho tan penoso!... y se llama «Calle de Motezuma». ¡Y qué fea es la condenada de la calle!... ¡Hola!, ya estamos en el camino real... Me parece que aquello es la plaza de toros, ¿eh?


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cosa del Tejado

Robert E. Howard


Cuento


Avanzan pesadamente a través de la noche
Con su paso elefantino;
Tiemblo atemorizado
Y me acurruco en la cama.
Elevan alas colosales
Sobre los tejados a dos aguas
Que retumban bajo las pisadas
De sus pezuñas mastodónticas.

Justin Geoffrey: Lo que procede del País Antiguo
 

Empezaré diciendo que me sorprendió la llamada de Tussmann. Nunca habíamos sido amigos íntimos; sus instintos mercenarios me repelían; y desde nuestra amarga polémica de tres años antes, cuando intentó desacreditar mi Pruebas de la cultura Nahua en el Yucatán, que había sido el resultado de años de cuidadosa investigación, nuestras relaciones habían sido cualquier cosa menos cordiales. Sin embargo, le recibí y sus modales me parecieron apremiantes y bruscos, pero más bien distraídos, como si su disgusto hacia mí hubiera sido dejado de lado por alguna pasión obsesiva que se hubiera adueñado de él.

Pronto expuso la razón que le había traído ante mí. Deseaba que le prestara ayuda para obtener un ejemplar de la primera edición de los Cultos Sin Nombre de Von Junzt, la edición conocida como el Libro Negro, no por su color, sino por sus oscuros contenidos. Igual me podría haber pedido la traducción griega original del Necronomicon. Aunque desde mi regreso del Yucatán había dedicado prácticamente todo mi tiempo a mi vocación de coleccionismo de libros, no había tropezado con nada que indicase que el volumen de la edición de Dusseldorf siguiera estando disponible.


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11 págs. / 20 minutos / 114 visitas.

Publicado el 13 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Historia de una Vida Documentada y Trunca

Abraham Valdelomar


Cuento


Cómo se suicidó Garatúa

–¡Azar!, gritó la voz cavernosa del chino. Y su garra, tirante y ávida, enflaquecida por el opio y ciertos pecados orgánicos, echóse sobre el puñado de monedas. Allí, en la pomposa compañía de libras, soles, medios soles y billetes, fueron anónimos, casi vergonzantes, las dos últimas pesetas de Gerónimo.

Él no tuvo gesto alguno de indignación. Aceptaba serenamente la fuerza del Destino. Más que a probar fortuna, había ido a jugar para constatar su mala estrella. Era lo único que no había hecho en su vida: jugar. Iba a suicidarse y no quería realizar esta disposición desesperada sin haber buscado todos los caminos. Él había adulado -método eficacísimo-; él había sido desde inspector de colegio hasta cronista de periódico; había debido; había convidado; había sido orador político en las plazuelas y los clubs; había tenido amigos en todas partes, y sin embargo todo ello había tenido una sola coronación: el fracaso. Se suicidaba después de haber tocado todas las puertas. Antes de haber arrojado sus dos pesetas sobre el tapete, al presentarse ante Dios, con la venia del portero barbudo, Dios podría haber tenido que increparle, pero ahora cuando él se presentase ante el Gran Arquitecto, éste le preguntaría:

–¿Por qué te has suicidado?

–Porque todo me salía mal.

–¿Pero por qué no jugaste? Si hubieras jugado...

Pero ahora el del triángulo y la paloma no podría objetar. Gerónimo quería tener la satisfacción de verlo perplejo. Porque, ¿qué le podría decir Dios?


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11 págs. / 20 minutos / 188 visitas.

Publicado el 12 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

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