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Una Interviú con Prometeo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El amigo Esteve era un amigo intermitente. A temporadas asistía con puntualidad a la cervecería donde nos reuníamos a tomar café algunos literatos con más o menos letras. De pronto se eclipsaba, y no parecía por aquel centro científico de murmuración en tres o cuatro meses.

Se hacían supuestos graves o ridículos, pero siempre temerarios, entre nosotros. Unos decían que le tenía secuestrado su patrona y amarrado a una argolla sobre un felpudo; otros aseguraban que andaba por las tabernas de los barrios bajos conspirando contra las instituciones vigentes; otros, en fin, afirmaban que había empeñado toda su ropa y se veía obligado a guardar cama desde hacía cuarenta y dos días.

Cuando menos lo pensábamos aparecía nuestro Esteve a la hora del café con su eterna sonrisa y su cigarro de diez céntimos, casi tan eterno, en la boca. Y todos le recibíamos con alegría cordial y algazara. «¡Bravo, Esteve!» «¡Siéntate aquí, Esteve!» «No; aquí, a mi lado; tengo que contarte.» «Pues yo quiero que él me cuente.»

Porque era el amigo Esteve famoso charlatán y compañero amenísimo. No he conocido otro hombre de imaginación más pintoresca ni embustero más consecuente. Era tal el calor de su fantasía, que fundía todas las verdades y las convertía en mentiras, o acaso en verdades más altas y perfectas, ya que, según afirman los últimos filósofos, el mundo es una pura representación de nuestra mente.

Sin embargo, había entre nosotros un sujeto que maldecía de aquellas mentiras pintorescas y nutría en el fondo de su corazón un odio bárbaro por tan amable embustero. Pero este sujeto era un lobo disfrazado de cordero. Desempeñaba el cargo de tenedor de libros en una casa de comercio, y había sido traído a nuestro círculo por un poeta que le debía algunas pesetas y halló medio de aplacar sus iras recreándole con la dulce y amena murmuración de una tertulia literaria.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Baile en Triana

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


¡Ay, señor mío! (respondió la Rufina María): si son de Nigromancia me pierdo por ellas, que nací en TRIANA, y sé echar las habas, y andar el cedazo, y tengo otros primores mejores.

(El Diablo Cojuelo, Tranco 8)


En Andalucía no hay baile sin el movimiento de los brazos, sin el donaire y provocaciones picantes de todo el cuerpo, sin la ágil soltura del talle, sin los quiebros de cintura, y sin lo vivo y ardiente del compás, haciendo contraste con los dormidos y remansos de los cernidos, desmayos y suspensiones. El batir de los pies, sus primores, sus campanelas, sus juegos, giros y demás menudencias, es como accesorio al baile andaluz, y no forman, como en la danza, la parte principal. La Gallarda, el Bran de Inglaterra, la Pavana, la Haya, y otras danzas antiguas españolas, fundaban sólo su vistosidad y realce en la primera soltura y batir de los pies, y en el aire y galanía del pasear la persona.


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Publicado el 20 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Yaguaí

Horacio Quiroga


Cuento


Ahora bien, no podía ser sino allí. Yaguaí olfateó la piedra—un sólido bloque de mineral de hierro—y dió una cautelosa vuelta en torno. Bajo el sol a mediodía de Misiones, el aire vibraba sobre el negro peñasco, fenómeno éste que no seducía al fox-terrier. Allí abajo, sin embargo, estaba la lagartija. Giró nuevamente alrededor, resopló en un intersticio, y, para honor de la raza, rascó un instante el bloque ardiente. Hecho lo cual regresó con paso perezoso, que no impedía un sistemático olfateo a ambos lados.

Entró en el comedor, echándose entre el aparador y la pared, fresco refugio que él consideraba como suyo, a pesar de tener en su contra la opinión de toda la casa. Pero el sombrío rincón, admirable cuando a la depresión de la atmósfera acompaña la falta de aire, tornábase imposible en un día de viento norte. Era éste un flamante conocimiento del fox-terrier, en quien luchaba aún la herencia del país templado—Buenos Aires, patria de sus abuelos y suya—donde sucede precisamente lo contrario. Salió, por lo tanto, afuera, y se sentó bajo un naranjo, en pleno viento de fuego, pero que facilitaba inmensamente la respiración. Y como los perros transpiran muy poco, Yaguaí apreciaba cuanto es debido el viento evaporizador sobre la lengua danzante puesta a su paso.

El termómetro alcanzaba en ese momento a 40°. Pero los fox-terriers de buena cuna son singularmente falaces en cuanto a promesas de quietud se refiera. Bajo aquel mediodía de fuego, sobre la meseta volcánica que la roja arena tornaba aún más calcinante, había lagartijas.

Con la boca ahora cerrada, Yaguaí transpuso el tejido de alambre y se halló en pleno campo de caza. Desde septiembre no había logrado otra ocupación a las siestas bravas. Esta vez rastreó cuatro de las pocas que quedaban ya, cazó tres, perdió una, y se fué entonces a bañar.


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Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Ilusión y Realidad

Soledad Acosta de Samper


Cuento


I saw two beings in the hues of youth
standing upon a gentle hill,
green and of mild declivity.

BYRON

I

… El camino serpenteaba por entre dos potreros, en cuyos verdes prados pacían las mansas vacas con sus terneros, emblema de la fecundidad campestre, y los hatos de estúpidas yeguas precedidas por asnos orgullosos y tiranos, imagen de muchos asnos humanos. De trecho en trecho el camino recibía la sombra de algunos árboles de guácimo, de caucho o de cámbulos, entonces vestidos de hermosas flores rojas, los cuales, como muchos ingenios, apenas dan flores sin perfume en su juventud, permaneciendo el resto de su vida erguidos pero estériles. La cerca que separaba el camino de los potreros, de piedra en partes y de guadua en otras, la cubrían espinosos cactus, y otros parásitos de tierra templada, los cuales so pretexto de apoyarla la deterioraban, según suele acontecer con las protecciones humanas.

Dos jóvenes, casi niños, paseaban a caballo por este camino que conducía al inmediato pueblo, cuyo campanario se alzaba, bien que no mucho, sobre la techumbre de las casas. Al llegar a una puerta de madera que impedía el paso, los dos estudiantes la abrieron ruidosamente y detuvieron sus cabalgaduras para mirar hacia una casa de teja que dominaba el camino a alguna distancia. Al ver salir al corredor que circundaba la casa a dos jóvenes que se recostaron sobre la baranda, los estudiantes se dijeron algo, continuaron su paseo despacio, y pasando por delante de ellas las saludaron.

—Tenías razón —dijo una de las señoritas—, son los paseantes de todas las tardes.

—¡Adiós señores! —exclamó la otra contestando el saludo. Era una niña de quince años, cuya fisonomía lánguida y dulce llamaba la atención por un no sé qué de romántico y sentimental.


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10 págs. / 19 minutos / 96 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Después del Baile

León Tolstói


Cuento


—Usted sostiene que un hombre no puede comprender por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, que todo es resultado del ambiente y que éste absorbe al ser humano. Yo creo, en cambio, que todo depende de las circunstancias. Me refiero a mí mismo.

Así habló el respetable Iván Vasilevich, después de una conversación en que habíamos sostenido que, para perfeccionarse, es necesario, ante todo, cambiar las condiciones del ambiente en que se vive. En realidad, nadie había dicho que uno mismo no puede comprender lo que está bien y lo que está mal; pero Iván Vasilevich tenía costumbre de contestar a las ideas que se le ocurrían y, con ese motivo, relatar episodios de su propia vida. A menudo, se apasionaba tanto, que llegaba a olvidar por qué había empezado el relato. Solía hablar con gran velocidad. Así lo hizo también estaba vez.

—Hablaré de mí mismo. Si mi vida ha tomado este rumbo no es por el ambiente, sino por algo muy distinto.

—¿Por qué? —preguntamos.

—Es una historia muy larga. Para comprenderla habría que contar muchas cosas.

—Pues, cuéntelas.

Iván Vasilevich movió la cabeza, sumiéndose en reflexiones.

—Mi vida entera ha cambiado por una noche, o mejor dicho, por un amanecer.

—¿Qué le ocurrió?


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Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Robla

José María de Pereda


Cuento


De maldita de Dios la cosa sirvieran los contratos de compraventa, si al tiempo de consumarlos no llevaran más requisitos que el mutuo convenio de los contratantes y el ante mí del tabelión más competente del juzgado.

Y cuidado, señores legistas, con atribuirme la pretensión de poner en duda la legalidad de las fórmulas que sobre el particular se vengan usando desde la fecha de las Pandectas.

¡Líbreme de ello Dios! Voy separándome del centro civilizado donde la ley se halla en toda su pomposidad, y estoy refiriéndome á los incultos moradores del campo, entre los cuales, sin dejar de acatarse el vigente código en todo lo que vale, aún se rinde culto reverente á la tradición, la cual constituye para ellos un derecho tan sagrado como el que más se funde en cuantas leyes se vengan haciendo desde la fabla de don Alonso el Sabio.

Desengáñese la previsora jurisprudencia: sin un requisito que les sea peculiar, estos paisanos no dan por terminado ningún negocio, aunque para cumplir con la ley le amortajen en más testimonios y sellos que hay en un archivo de hipotecas. Pasar un objeto de las manos de Juan á las de Pedro sin cierta solemnidad sui géneris, valdría tanto como para la conciencia de un cristiano viejo un buen creyente sin bautizar, símil en que, sin duda alguna se fundaron los académicos de mi lugar para llamar á dicha ceremonia mojar el asunto.


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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En el Nombre del Padre...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A principios de este mismo siglo, que ya se acerca a su fin, algo después que echamos al invasor con cajas destempladas, y un poco antes que se afianzase, a costa de mucha sangre y disturbios, el hoy desacreditado sistema constitucional, había en la entonces pacífica Marineda cierto tenducho de zapatero, muy concurrido de lechuguinos y oficialidad, por razones que el lector malicioso no tendrá el trabajo de sospechar, pues se las diremos inmediatamente...

Llamábase el maestro de obra prima Santiago Elviña, y sería la más gentil persona del mundo si no adoleciese de dos o tres faltillas que, sin desgraciarle del todo, un tantico le afeaban. Eran sus ojos expresivos y rasgados; pero en el uno, por desdicha, tenía una nube espesa y blanca que le impedía ver; y su tez fuera de raso, a no haberla puesto como una espumadera las viruelas infames. El cabello (que en sus niñeces es fama lo poseyó Santiago muy crespo y gracioso) había volado, quedando sólo un cerquillo muy semejante al que luce San Pedro en los retablos de iglesia. Y aun con todas estas malas partes ostentaría el zapatero presencia muy gallarda, a no habérsele quedado la pierna izquierda obra de una pulgada más corta que la derecha y estar el pie correspondiente a la pata encogida algo metido hacia adentro y zopo. Hasta se asegura que de este defecto se originó la vocación zapateril de Santiago, puesto que necesitaba calzado especial, con doble suela de corcho, y por deseo de calzarse bien dio en aprender a calzar a los demás con igual perfección y maestría.


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Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Prisioneros

Guy de Maupassant


Cuento


En el bosque sólo se oía el ligero murmullo de la nieve cayendo sobre los árboles. Caía desde el mediodía, una nievecita menuda que empolvaba las ramas con una espuma helada, que arrojaba sobre las hojas secas de la espesura un leve techo de plata, tendía sobre los caminos una inmensa alfombra muelle y blanca, y espesaba el silencio ilimitado de aquel océano de árboles.

Ante la puerta de la casa forestal, una joven, con los brazos desnudos, cortaba leña a hachazos sobre una piedra. Era alta, esbelta y fuerte, una hija de los bosques, hija y esposa de guardas forestales.

Una voz gritó desde el interior de la casa:

—Estamos solas esta noche, Berthine, habría que entrar. Llega la noche y quizás hay prusianos y lobos merodeando.

La leñadora respondió hendiendo un tronco a grandes golpes que erguían su pecho a cada movimiento para alzar los brazos.

—Ya acabé, madre. Ya voy, ya voy, no hay miedo; es aún de día.

Después recogió haces y leños y los apiló junto a la chimenea, volvió a salir para cerrar los postigos, enormes postigos de roble macizo, y al regresar, por fin, corrió los pesados cerrojos de la puerta.

Su madre, una vieja arrugada a la que la edad había vuelto temerosa, hilaba junto al fuego.

—No me gusta —dijo— cuando padre está fuera. Dos mujeres no es gran cosa.

La joven respondió:

—¡Oh! Yo podría matar a un lobo, y hasta a un prusiano.

E indicaba con la mirada un gran revólver colgado sobre el lar.

Su hombre había sido incorporado al ejército al comienzo de la invasión prusiana, y las dos mujeres se habían quedado solas con el padre, el viejo guarda Nicolas Pichon, apodado Zancos, que se había negado obstinadamente a abandonar su casa para recogerse en la ciudad.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Pino

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Allá lejos en el bosque había un pino: ¡qué pequeño y qué bonito era! Tenía un buen sitio donde crecer y todo el aire y la luz que quería, y estaba además acompañado por otros camaradas mayores que él, tantos pinos como abetos. ¡Pero se empeñaba en crecer con tan apasionada prisa!

No prestaba la menor atención al sol ni a la dulzura del aire, ni ponía interés en los niños campesinos que pasaban charlando por el sendero cuando salían a recoger frutillas.

A veces llegaban con una canasta llena, o con unas cuantas ensartadas en una caña, y se sentaban a su lado.

—¡Mira qué arbolito tan lindo! —decían—. Pero al arbolito no le gustaba nada oírles hablar así.

Al año siguiente se alargó hasta echar un nuevo nudo, y un año después, otro más alto aún. Ya se sabe que, tratándose de pinos, siempre es posible conocer su edad por el número de nudos que tienen.

—¡Oh, si pudiera ser tan alto como los demás árboles! —suspiraba—. Entonces podría extender mis ramas todo alrededor y miraría el vasto mundo desde mi copa. Los pájaros vendrían a hacer sus nidos en mis ramas y, siempre que soplase el viento, podría cabecear tan majestuosamente como los otros.

No lo contentaban los pájaros ni el sol, ni las rosadas nubes que, mañana y tarde, cruzaban navegando allá en lo alto.

Cuando venía el invierno y la resplandeciente blancura de la nieve se esparcía por todas partes, era frecuente que algún conejo se acercase dando rápidos brincos y saltase justamente por encima del pinito. ¡Oh, qué humillante era aquello!... Pero pasaron dos inviernos, y al tercero había crecido tanto, que los conejos se vieron forzados a rodearlo. "Sí, crecer, crecer, hacerse alto y mayor; esto es lo importante", pensaba.


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Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Viaje

Katherine Mansfield


Cuento


El barco de Picton salía a las once y media. Hacía una noche muy hermosa, templada, estrellada, y sólo cuando se apearon del taxi y empezaron a bajar por el muelle viejo que se adentraba en el puerto, una débil brisa que soplaba del mar jugueteó con el sombrero de Fenella, y tuvo que sostenerlo con la mano para que no le volase. En el muelle viejo todo estaba oscuro, muy oscuro; los cobertizos de la lana, los carromatos para el transporte del ganado, las grúas que se erguían muy alto, la locomotora bajita y rechoncha, todo parecía tallado en la solidez de la oscuridad. Acá y acullá un hato redondo de madera parecía el tallo de una enorme seta negra; más lejos una linterna, amedrentada de lanzar su luz tímida y zozobrante por toda aquella oscuridad, quemaba apaciblemente, como si sólo se diese luz a sí misma.

El padre de Fenella les llevaba con pasos rápidos y nerviosos. Tras él, su abuela se afanaba bajo el crujiente capote negro; iban tan aprisa que de vez en cuando tenía que dar unos saltitos absolutamente ridículos para seguirles el paso. Además del equipaje atado como una salchicha, Fenella también llevaba, cogido con fuerza, el paraguas de la abuela, cuya empuñadura, que era una cabeza de cisne, le iba dando unos agudos golpecitos en el hombro, como si también quisiera que se apresurase… Hombres con gorras caladas hasta las cejas y el cuello de los chaquetones vuelto hacia arriba pasaban con paso vacilante; unas pocas mujeres muy tapadas se escabullían presurosas; y un niñito muy pequeño, que sólo mostraba las piernecitas y los bracitos negros saliendo de una manta blanca de lana, mientras iba pasando violentamente de los brazos de su padre a los de su madre; parecía una mosca diminuta caída en la nata.


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10 págs. / 19 minutos / 941 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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