Oigan, dijo Mathieu de Eudolín, las chochas me recuerdan una siniestra anécdota de la guerra.
Ustedes conocen la finca que tengo, en los alrededores de Cormeil, y saben que cuando los prusianos vinieron, vivía en ella.
Tenía entonces por vecina á una especie de loca á quien los repetidos
golpes de la desgracia habían extraviado la razón. En otros tiempos, y
en un mes, había perdido á su padre, á su marido y á un hijo pequeño.
Cuando la muerte entra en una casa, casi siempre vuelve al poco tiempo, como si conociese la puerta.
La pobre mujer, abrumada por el pesar, se metió en la cama y estuvo
delirando por espacio de seis semanas. Luego, una especie de tranquila
lasitud sucedió á esta violenta crisis, y quedó sin movimiento, comiendo
apenas, y sólo moviendo los ojos. Cada vez que intentaban hacerla
levantar, chillaba como si fuesen á matarla, y por esto la dejaban en la
cama sacándola de entre las sábanas nada más que el tiempo preciso para
lavarla y sacudir el colchón.
Á su lado estaba una criada vieja que de tiempo en tiempo le daba de
beber y la obligaba á comer un poco de carne fría. ¿Qué pasaba en el
interior de aquella alma desesperada? Nadie lo supo nunca porque no
habló más. ¿Pensaba en sus muertos? ¿Soñaba tristemente sin que sus
recuerdos se precisasen ó su aniquilado pensamiento se había quedado
inmóvil como el agua estancada?
Por espacio de quince años permaneció inerte y encerrada en sí misma.
Vino la guerra, y, en los primeros días de diciembre, los prusianos llegaron á Cormeil.
Lo recuerdo como si hubiese ocurrido ayer. Hasta la piedras se
helaban, y yo estaba en una butaca, inmovilizado por la gota, cuando á
mis oídos llegó el pesado ritmo de sus pasos. Desde mi ventana les vi
pasar.
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