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La Invernada de los Animales

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Un toro que pasaba por un bosque se encontró con un cordero.

—¿Adónde vas, Cordero? —le preguntó.

—Busco un refugio para resguardarme del frío en el invierno que se aproxima —contestó el Cordero.

—Pues vamos juntos en su busca.

Continuaron andando los dos y se encontraron con un cerdo.

—¿Adónde vas, Cerdo? —preguntó el Toro.

—Busco un refugio para el crudo invierno —contestó el Cerdo.

—Pues ven con nosotros.

Siguieron andando los tres y a poco se les acercó un ganso.

—¿Adónde vas, Ganso? —le preguntó el Toro.

—Voy buscando un refugio para el invierno —contestó el Ganso.

—Pues síguenos.

Y el ganso continuó con ellos. Anduvieron un ratito y tropezaron con un gallo.

—¿Adónde vas, Gallo? —le preguntó el Toro.

—Busco un refugio para invernar —contestó el Gallo.

—Pues todos buscamos lo mismo. Síguenos —repuso el Toro.

Y juntos los cinco siguieron el camino, hablando entre sí.

—¿Qué haremos? El invierno está empezando y ya se sienten los primeros fríos. ¿Dónde encontraremos un albergue para todos?

Entonces el Toro les propuso:

—Mi parecer es que hay que construir una cabaña, porque si no, es seguro que nos helaremos en la primera noche fría. Si trabajamos todos, pronto la veremos hecha.

Pero el Cordero repuso:

—Yo tengo un abrigo muy calentito. ¡Miren qué lana! Podré invernar sin necesidad de cabaña.

El Cerdo dijo a su vez:

—A mí el frío no me preocupa; me esconderé entre la tierra y no necesitaré otro refugio.

El Ganso dijo:

—Pues yo me sentaré entre las ramas de un abeto, un ala me servirá de cama y la otra de manta, y no habrá frío capaz de molestarme; no necesito, pues, trabajar en la cabaña.

El Gallo exclamó:


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3 págs. / 5 minutos / 113 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Jauría

Émile Zola


Novela


Prólogo

En la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio, La jauría es la nota del oro y de la carne. El artista que llevo dentro se negaba a dejar en la sombra este resplandor de los excesos de la vida que iluminó todo el reino con una luz sospechosa de lugar de perdición. Un punto de la Historia que he emprendido habría quedado a oscuras.

He querido mostrar el agotamiento prematuro de una raza que vivió demasiado deprisa y que desembocó en el hombre-mujer de las sociedades podridas; la especulación furiosa de una época, encarnada en un temperamento sin escrúpulos, propenso a las aventuras; el desequilibrio nervioso de una mujer en quien un ambiente de lujo y de vergüenza centuplica los apetitos nativos. Y con estas tres monstruosidades sociales, he tratado de escribir una obra de arte y de ciencia que fuera al mismo tiempo una de las páginas más extrañas de nuestras costumbres.

Si me creo en el deber de explicar La jauría, esta pintura auténtica del derrumbamiento de una sociedad, es porque su aspecto literario y científico ha sido tan mal comprendido en el periódico donde intenté dar esta novela, que me ha sido preciso interrumpir la publicación y dejar el experimento a medias.

ÉMILE ZOLA

París, 15 de noviembre de 1871

Capítulo 1

A la vuelta, entre la aglomeración de carruajes que regresaban por la orilla del lago, la calesa tuvo que marchar al paso. En cierto momento el atasco fue tal que incluso debió detenerse.


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Protegido por copyright
338 págs. / 9 horas, 52 minutos / 198 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Madre

Rafael Barrett


Cuento


Una larga noche de invierno. Y la mujer gritaba sin cesar, retorciendo su cuerpo flaco, mordiendo las sábanas sucias. Una vieja vecina de buhardilla se obstinaba en hacerla tragar de un vino espeso y azul. La llama del quinqué moría lentamente.

El papel de los muros, podrido por el agua, se despegaba en grandes harapos, que oscilaban al soplo nocturno.

Junto a la ventana dormía la máquina de coser, con la labor prendida aún entre los dientes. La luz se extinguió, y la mujer, bajo los dedos temblorosos de la vieja, siguió gritando en la sombra.

Parió de madrugada. Ahora un extraño y hondo bienestar la invadía.

Las lágrimas caían dulcemente de sus ojos entornados. Estaba sola con su hijo. Porque aquel paquetito de carne blanda y cálida, pegado a su piel, era su hijo…

Amanecía. Un fulgor lívido vino a manchar la miserable estancia. Afuera, la tristeza del viento y de la lluvia.

La mujer miró al niño, que lanzaba su gemido nuevo y abría y acercaba la boca, la roja boca ancha, ventosa, sedienta de vida y de dolor, Y entonces la madre sintió una inmensa ternura subir a su garganta. En vez de dar el seno a su hijo, le dió las manos, sus secas manos de obrera; agarró el cuello frágil, y apretó. Apretó generosamente, amorosamente, implacablemente. Apretó hasta el fin.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 200 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Mancha de Sangre

Norberto Torcal


Cuento


Al Dr. D. Juan B. Castro, de Caracas.


Por segunda vez desde que el sol arrojaba sus rayos de luego sobre la inmensidad desierta del planeta, la envidia babía armado el brazo criminal del bombre contra la inocencia, y de la tierra silenciosa elevábase al cielo demandando venganza el clamor de la sangre inocente derramada.

Samaí, el soberbio é irascible Samaí, el de la larga é hirsuta cabellera, el que cubría sus carnes con pieles ensangrentadas de tigres y leones por su propia inano muertos en franca y formidable lucha allá en el fondo de las selvas vírgenes ó en medio de los desiertos abrasados, acababa de matar á su hermano, el dulce y sencillo Nisraim, y sus manos, salpicadas de sangre, brillaban como circundadas de fuego bajo los vivos resplandores de las primeras estrellas, que en las profundidades del firmamento azul comenzaban á parpadear con centelleos que daban á la noche claridades de aurora risueña y diáfana.

Lleno de espanto al notar el color rojo de sus manos, y sin atreverse á entrar en la tienda de su padre con la mancha acusadora del crimen, Samaí echó á correr por bosques y llanuras sin camino, bajo el silencio solemne de la noche luminosa, en busca de la fuente cuyas refrigerantes y cristalinas aguas habían apagado muchas veces su sed y limpiado sus manos sangrientas con los despojos palpitantes de las fieras.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 65 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Muerta

Guy de Maupassant


Cuento


¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé.

Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé.

Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. Qué nos dijimos? Ya no lo sé: ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!

No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras. «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.

Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo sé. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!


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Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 686 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer de Palo

Alejandro Larrubiera


Cuento


La Fama, que muchas veces trompetea á tontas y á locas, pregonaba que no había en la patria del Cid mortal tan venturoso como el mesonero de Pedrules, Juan Otáñez, marido de la mujer más gentil, graciosa y encantadora que hubo de verse metida en el rudo tráfago de hospedar la variada y pintoresca muchedumbre de viandantes que hacían su camino por tierra de Castilla.

Por hombre dichoso teníase á Otáñez; su mesón era uno de los más frecuentados en muchas leguas á la redonda; en su gaveta escondíanse prudentemente, para evitar deslumbres de ojos y malos pensamientos, algunos centenares de áureos redondelitos sellados con la efigie del señor rey D. Felipe III; ningún marido más afortunado, por ser Maricruz, su mujer, dechado de gracias y perfecciones pertinentes al cuerpo, y de aquellas, más preciadas y perennales, del alma.

Pero, la felicidad es fruto que nadie saborea con entera placidez: al envidiado y envidiable Otáñez amargábale el dulzor de sus venturas el acíbar de los celos, que era el mesonero sobrado receloso, sin duda por el natural temor que en los varones avisados y prudentes pone un excesivo y continuado bienestar.


* * *


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 58 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Mujer de Treinta Años

Honoré de Balzac


Novela


Dedicado a Louis Boulanger, pintor.

I. Primeras faltas

A principios del mes de abril del año 1813 hubo un domingo cuya mañana prometía uno de aquellos hermosos días en los que los parisienses ven por primera vez en el año sus pavimentos libres de barro y su cielo sin nubes. Antes del mediodía, un cabriolé desembocaba en la calle de Rivoli por la de Castiglione y se detuvo detrás de varios carruajes estacionados junto a la verja recién abierta en medio de la terraza de los Feuillants. El conductor de aquel rápido vehículo era un hombre de aspecto enfermizo y preocupado; unos cabellos entrecanos cubrían apenas su cráneo amarillento y lo envejecían prematuramente; echó las riendas al lacayo que, montado a caballo, seguía a su cabriolé, y apeóse para tomar en brazos a una joven cuya elegancia y hermosura llamó la atención de los desocupados que paseaban en aquellos momentos por la terraza. La joven se dejó coger complaciente por el talle cuando estuvo de pie al borde del vehículo, y rodeó con sus brazos el cuello de su guía, el cual la depositó encima de la acera sin haber arrugado la guarnición de su vestido de reps verde. Un amante no habría desplegado tantos cuidados. El desconocido debía ser el padre de aquella niña, la cual, sin darle las gracias, lo cogió familiarmente del brazo y lo llevó bruscamente hacia el jardín. El anciano padre observó las miradas asombradas de algunos jóvenes, y la tristeza impresa en su semblante borróse por un instante. Aunque hiciera tiempo que hubiera llegado a la edad en que los hombres deben contentarse con las engañosas alegrías que confiere la vanidad, esbozó una sonrisa.

—Se imaginan que eres mi mujer —dijo al oído de la joven, irguiéndose y caminando con una lentitud que para ella resultaba desesperante.


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Protegido por copyright
216 págs. / 6 horas, 19 minutos / 1.091 visitas.

Publicado el 1 de abril de 2017 por Edu Robsy.

La Niña Lista

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Dos hermanos marchaban juntos por el mismo camino. Uno de ellos era pobre y montaba una yegua; el otro, que era rico, iba montado sobre un caballo.

Se pararon para pasar la noche en una posada y dejaron sus monturas en el corral. Mientras todos dormían, la yegua del pobre tuvo un potro, que rodó hasta debajo del carro del rico. Por la mañana el rico despertó a su hermano, diciéndole:

—Levántate y mira. Mi carro ha tenido un potro.

El pobre se levantó, y al ver lo ocurrido exclamó:

—Eso no puede ser. ¿Dónde se ha visto que de un carro pueda nacer un potro? El potro es de mi yegua.

El rico le repuso:

—Si lo hubiese parido tu yegua, estaría a su lado y no debajo de mi carro.

Así discutieron largo tiempo y al fin se dirigieron al tribunal. El rico sobornaba a los jueces dándoles dinero, y el pobre se apoyaba solamente en la razón y en la justicia de su causa.

Tanto se enredó el pleito, que llegaron hasta el mismo zar, quien mandó llamar a los dos hermanos y les propuso cuatro enigmas:

—¿Qué es en el mundo lo más fuerte y rápido?

—¿Qué es lo más gordo y nutritivo?

—¿Qué es lo más blando y suave?

—¿Qué es lo más agradable?

Y les dio tres días de plazo para acertar las respuestas, añadiendo:

—El cuarto día vengan a darme la contestación.

El rico reflexionó un poco y, acordándose de su comadre, se dirigió a su casa para pedirle consejo. Ésta le hizo sentar a la mesa, convidándolo a comer, y, entretanto, le preguntó:

—¿Por qué estás tan preocupado, compadre?

—Porque el zar me ha dado para resolver cuatro enigmas un plazo de tres días.

—¿Y qué enigmas son?

—El primero, qué es en el mundo lo más fuerte y rápido.

—¡Vaya un enigma! Mi marido tiene una yegua torda que no hay nada más rápido; sin castigarla con el látigo alcanza a las mismas liebres.


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3 págs. / 6 minutos / 180 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Pesca Bajo el Sol

Arturo Ambrogi


Cuento


En medio del río, el pescador, desnudo como un Discóbolo, arroja la atarraya. La atarraya se eleva por sobre la cabeza del pescador, se despliega totalmente y cae sobre la linfa espejeante, sutil y resplandeciente al sol del medio día, como una desmesurada tela de araña.

Se ve, claramente, cómo se despliega y cómo cae la atarraya sobre la tersa superficie del agua. Y cómo en seguida se sumerge, cómo se encoge, cómo se borra la trama complicada de sus hilos, hasta desaparecer en el fondo, dejando apenas rastro de su paso en una serie de círculos concéntricos que se dilatan y se extienden hasta disolverse. El agua vuelve entonces a cobrar su tersura de moaré.

El pescador espera. Tranquilo, ligeramente resguardado por las anchas faldas de su charra de hiladillo (amarillenta por el efecto de los constantes aguaceros) podría estarse allí clavado por una eternidad, esperando el resultado, en esa misma actitud, inmutable como una deidad indígena de río.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 142 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

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