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Desconsuelo

Ramón Llull


Poesía, Religión


I

Dios: con vuestra virtud abro este Desconsuelo,
y lo hago cantando, por sí así me consuelo,
y porque cuente en él el pecado y entuerto
que hace el hombre con vos, que le juzgaréis muerto.
Y cuanto más consuélome, más se arredra mi pecho,
pues de dolor e ira es mi ánimo puerto,
y mi consuelo para en grave desconsuelo.
Y así en trabajo estoy a la vez que en recreo,
no tengo amigo alguno que me dé algún consuelo,
sino tan solo vos, por quien gran peso llevo,
cayendo y levantándome, y en tan duro estamento
que nada veo ni oigo que pueda darme aliento.

II

Cuando crecí y sentí del mundo vanidad,
empecé a obrar mal y en el pecado a entrar;
olvidando al Glorioso, seguí carnalidad;
mas plugo a Jesucristo, por su grande piedad,
cinco veces en cruz venírseme a mostrar,
para que, recordándole, me fuese a enamorar,
tanto, que procurase poderle predicar
por todo el mundo, y que se dijese verdad,
de su trinidad y que se quiso encarnar;
por lo que fui inspirado con tan gran voluntad
que otra cosa no amé sino al Señor honrar:
de servirle de grado aquí fue el comenzar.

III

Cuando consideré del mundo el estamento,
cuán pocos son cristianos y cuántos hay incrédulos,
en mi ánimo tuve aqueste pensamiento:
de prelados y reyes partiría al encuentro
y de los religiosos, por tal ordenamiento
que pasaje siguiérase y tal predicamento,
que con hierro y madera y veraz argumento,
de nuestra fe se diera tan grande ensalzamiento
que los infieles fuesen a parar en conversos.
Y tratando este asunto treinta años ya llevo
sin poderlo obtener, de lo que harto me duelo,
tanto, que muchas veces llorando languidezco.


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23 págs. / 40 minutos / 243 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Desengaños Amorosos

María de Zayas y Sotomayor


Cuento


Censuras

CENSURA DEL DOCTOR JUAN FRANCISCO GINOVÉS;
Cura de la Iglesia Parroquial de San Pablo de la Ciudad de Zaragoza

Mandóme V. m., como a tan obediente súbdito suyo, reconociera esta Segunda parte del Sarao y entretenimiento honesto, de doña María de Zayas Sotomayor. Y mirado con la atención que debo, después de no hallar en él algo que contradiga a la fe, le veo lleno de ejemplos para reformar costumbres y digno de que se dé a la estampa; que en él, ya que el ocio de las mujeres ha crecido el número a los libros inútiles, la que se ocupare en leerle tendrá ejemplos con que huir los riesgos a que algunas desatentas se precipitan. Así lo siento. De mi posada, 28 de octubre de 1646.

El Doct. Juan Francisco Ginovés,

Cura de San Pablo.

Imprímase.

El doctor Sala, Ofic.

CENSURA DEL DOCTOR JUAN FRANCISCO ANDRÉS,
Cronista del Reino de Aragón

Leí la Segunda parte de las novelas de doña María de Zayas y Sotomayor de orden del ilustre señor don Adrián de Sada y Azcona, doctor en ambos Derechos, del Consejo de Su Majestad y asesor del ilustrísimo señor don Pedro Pablo Zapata Fernández de Heredia y Urrea, caballero Mesnadero, señor de las villas de Trasmoz, la Mata y Castelviejo, del Consejo de Su Majestad, Regente la General Gobernación de Aragón y Presidente en la Real Audiencia, y no hallo que estas diversiones ingeniosas ofendan las regalías y preeminencias de Su Majestad, ni a las buenas costumbres. Y así, se puede conceder la licencia que se pide y suplica para darlas a la estampa, porque este aplauso tiene muy merecido el dueño desta obra. Este es mi parecer. En Zaragoza, 11 de noviembre de 1646.

El Doct. Juan Francisco Andrés.

Imprimatur.

Sada, Assessor.


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435 págs. / 12 horas, 42 minutos / 899 visitas.

Publicado el 26 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Después

Edith Wharton


Cuento


I

—Sí; hay uno, por supuesto; pero no sabréis que lo es.

La aseveración, lanzada alegremente seis meses antes en un radiante jardín de junio, volvió a Mary Boyne con una nueva dimensión de su significado, en la oscuridad de diciembre, mientras esperaba a que trajesen las lámparas a la biblioteca.

Estas palabras las había pronunciado su amiga Alida Stair, cuando tomaba el té en su jardín de Pangbourne, refiriéndose a la misma casa cuyo «elemento» principal era la biblioteca en cuestión. A su llegada a Inglaterra, Mary Boyne y su marido, buscando un rincón apartado en uno de los condados del sur o el sureste, habían confiado esta misión a Alida Stair, quien lo había resuelto perfectamente; aunque no sin que antes hubiesen rechazado, casi caprichosamente, varias sugerencias prácticas y prudentes que les brindó: «Bueno, está Lyng, en Dorsetshire. Pertenece a los primos de Hugo, y podéis conseguirla por un precio de ganga».

Las razones que dio por las que podían comprarla tan barata —estar lejos de la estación, no tener luz eléctrica ni instalación de agua caliente y demás necesidades vulgares—, eran exactamente las que concurrían a favor para una pareja de románticos americanos que buscaban perversamente aquellas gangas que se asociaban, en su tradición, con la inusitada gracia arquitectónica.

—Jamás creeré que vivo en una casa vieja, a menos que sea completamente incómoda —había insistido en broma Ned Boyne, el más extravagante de los dos—; el más pequeño indicio de comodidad me haría pensar que la había comprado en una exposición, con las piezas numeradas y vueltas a montar.


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37 págs. / 1 hora, 4 minutos / 172 visitas.

Publicado el 28 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Después de las Carreras

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Cuando Berta puso en el mármol de la mesa sus horquillas de plata y sus pendientes de rubíes, el reloj de bronce, superado por la imagen de Galatea dormida entre las rosas, dio con su agudo timbre doce campanadas. Berta dejó que sus trenzas de rubio veneciano le besaran, temblando, la cintura, y apagó con su aliento la bujía, para no verse desvestida en el espejo. Después, pisando con sus pies desnudos los nomeolvides de la alfombra, se dirigió al angosto lecho de madera color de rosa, y, tras una brevísima oración, se recostó sobre las blancas colchas que olían a holanda nueva y a violeta. En la caliente alcoba se escuchaban, nada más, los pasos sigilosos de los duendes que querían ver a Berta adormecida y el tic-tac de la péndola incansable, enamorada eternamente de las horas. Berta cerró los ojos, pero no dormía. Por su imaginación cruzaban a escape los caballos del hipódromo. ¡Qué hermosa es la vida! Una casa cubierta de tapices y rodeada por un cinturón de camelias blancas en los corredores; abajo, los coches cuyo barniz luciente hiere el sol, y cuyo interior, acolchonado y tibio, trasciende a piel de Rusia y cabritilla; los caballos que piafan en las amplias caballerizas y las hermosas hojas de los plátanos, erguidos en tibores japoneses; arriba, un cielo azul de raso nuevo, mucha luz, y las notas de los pájaros subiendo, como almas de cristal por el ámbar fluido de la atmósfera; adentro, el padre de cabellos blancos que no encuentra jamás bastantes perlas ni bastantes blondas para el armario de su hija; la madre que vela a su cabecera cuando enferma, y que quisiera rodearla de algodones, como si fuese de porcelana quebradiza; los niños que travesean desnudos en su cuna, y el espejo claro que sonríe sobre el mármol del tocador.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 340 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Día Campesino

Gabriel Miró


Cuento


«Y aver alegría
Syn pesar nunca cuede,
Commo syn noche día
Jamás aver non puede».

(El Rabbi Don Sem Tob, Proverbios morales)


Se olía y aspiraba en la mañana una templada miel. Ya tenían los almendros hoja nueva y almendrucos con pelusa de nido; la piel gris de las rígidas higueras se abría, y el grueso pámpano reventaba; y lo más nudoso y negro de las cepas abuelas se alborozaba con sus netezuelos los brotes. Eran rojas las tierras, y así semejaban más calientes. El río, estrecho y centelleante de sol, aparentaba dar de su fondo fuego de oro y era limpia espada que traspasaba la rambla con dichosas heridas de frescura. Venía el agua somera, sin ruido y apenas estremecida por los cantos y guijas de la madre. Estaban rubias y mullidas las márgenes de tamarindos arbusteños; y en lo postrero de la vista, las aguas espaciadas hacían una tranquila y pálida laguna. De dentro, los tamarindos, ya árboles, asomaban sus cimas anchas y doradas como el trigo en las eras o islas románticas; y enteramente lo copiaban las aguas.

Cerca del río tronaba un viejo molino harinero. Delante del portal había un alto álamo de trémula blancura; y en aquellos campos primaverales el árbol grande y blanco parecía arrancado de un paisaje de nieve.

Vinieron de la ciudad a esta ribera dos amigos. Entonces descansaban, sumergiéndose en el dichoso gremio de la dulzura matinal de primavera. De lo alto del aire o de lo hondo de la tierra pasaba a instantes la templanza un estremecimiento, un aleteo rápido y leve de frío, pero frío de invierno, huido, ya lejos.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 53 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Diálogos y Palabras

Ricardo Güiraldes


Cuento


Una cocina de peones: fogón de campana, paredes negreadas de humo, piso de ladrillos, unos cuantos bancos, leña en un rincón.

Dando la espalda al fogón matea un viejo con la pava entre los pies chuecos que se desconfían como jugando a las escondidas.

Entra un muchacho lampiño, con paso seguro y el hilo de un estilo silbándole en los labios.

Pablo Sosa.— Güen día, Don Nemesio.

Don Nemesio.— Hm.

Pablo.— ¿Stá caliente el agua?

Don Nemesio.— M… hm…

Pablo.— ¡Stá güeno!

El muchacho llena un mate en la yerbera, le echa agua cuidadosamente a lo largo de la bombilla, y va hacia la puerta, por donde escupe para afuera los buches de su primer cebadura.

Pablo (Desde la puerta.).— ¿Sabe que está lindo el día pa ensillar y juirse al pueblo? Ganitas me están dando de pedirle la baja al patrón. Mirá qué día de fiesta p'al pobre, arrancar biznaga' e' el monte en día Domingo ¿No será pecar contra de Dios?

Don Nemesio.— ¿M… hm?

Pablo.— ¿No ve la zanja, don? ¡Cuidao no se comprometa con tanta charla!

«Quejarse no es güen cristiano y pa nada sirve. A la suerte amarga yo le juego risa, y en teniendo un güen compañero pa repartir soledades, soy capaz de creerme de baile. ¿Ne así? ¡Vea! Cuando era boyero e muchacho, solía pasarme de vicio entre los maizales, sin necesidá de dir pa las casas. ¡Tenía un cuzquito de zalamero! Con él me floreaba a gusto, porque no sabiendo más que mover la cola, no había caso de que me dijera como mamá: —«Andá buscate un pedazo e galleta, ansina te enllenas bien la boca y asujetas el bolaceo»; ni tampoco de que me sacara como tata, zapateando de apurao, pa cuerpiarle al lonjazo.

«El hombre, amigo, cuando eh' alegre y bien pensao, no tiene por qué hacerse cimarrón y andarle juyendo ala gente. ¿No le parece, don?»

Don Nemesio.— M… hm…


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1 pág. / 2 minutos / 269 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Días de Infancia

Máximo Gorki


Biografía, Autobiografía


Capítulo I

En la penumbra de la estrecha habitación, en el suelo, junto a la ventana, yace mi padre, más largo que nunca y envuelto en un lienzo blanco; los dedos de ambos pies se abren de un modo raro y están engarabitados los de sus manos bondadosas, que descansan pacíficamente sobre el pecho; sus ojos, siempre tan joviales, están tapados por los discos negros de sendas monedas de cobre; su apacible semblante está sombrío, y me dan miedo sus dientes, que asoman como una amenaza.

Mi madre, sólo a medias vestida, con refajo rojo, está arrodillada en el suelo y, con un peine negro, que me solía servir a mí para aserrar cáscaras de melón, peina el cabello blando y largo de mi padre, desde la frente hacia la nuca; entre tanto, no para de hablar entrecortado, con voz hueca y ronca; tiene hinchados los ojos grises, que parecen enteramente derretirse cuando las lágrimas fluyen de ellos en gruesas gotas.

A mí me tiene de la mano mi abuela, una señora regordeta, de cabeza muy grande, en que llaman la atención unos ojos enormes y la nariz de ridícula forma; viste completamente de negro y parece como blandecida; a mí me interesa extraordinariamente aquello. También la abuela llora de un modo peculiar y bonachón, como para hacer compañía a mi madre; al llorar tiembla de pies a cabeza y tira de mí y me empuja hacia mi padre; yo me resisto y me escondo detrás de ella, porque tengo mucho miedo y como una desazón misteriosa.

No había visto nunca llorar a personas mayores, ni comprendía las palabras que repetía cien veces la abuela:

—Despídete de tu padre, que no lo volverás a ver. Se ha muerto, hijo mío, de repente y en la plenitud de la vida.


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256 págs. / 7 horas, 29 minutos / 211 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Días de Lectura

Marcel Proust


Crítica, Ensayo


I

Tal vez no haya días más plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos. Todo lo que al parecer los llenaba para los demás y que nosotros apartábamos como un obstáculo vulgar ante un placer divino: el juego para el cual venía a buscarnos un amigo en medio del pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol molestos que nos hacían levantar los ojos de la página o cambiar de sitio, la merienda que nos habían obligado a llevarnos y que dejábamos en el banco a nuestro lado, sin tocarla, mientras encima de nuestra cabeza el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena para la cual teníamos que regresar y durante la cual sólo pensábamos en subir enseguida para terminar el capítulo interrumpido; todo eso, de lo cual la lectura habría debido impedirnos ver todo lo que no fuese la inoportunidad, la lectura al contrario lo grababa en nosotros como un recuerdo tan dulce (mucho más precioso para nosotros ahora que lo que entonces leíamos con amor) que, si alguna vez hoy volvemos a hojear esos libros de antaño, ya sólo lo hacemos como si fuesen los únicos almanaques que hemos conservado del pasado y con la esperanza de ver reflejados en sus páginas estanques y caserones que han dejado de existir.


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43 págs. / 1 hora, 16 minutos / 316 visitas.

Publicado el 6 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Dies Irae

Leónidas Andréiev


Cuento


Canto primero

I

Esta canción libre, consagrada a los días terribles de justicia y castigo, ha sido compuesta por mí, Jerónimo Pascaña, bandido siciliano, asesino, ladrón, facineroso.

La he compuesto como Dios me ha dado a entender, y he querido cantarla a voz en cuello, como se cantan las buenas canciones. Pero mi carcelero no me lo ha permitido. Mi carcelero tiene las orejas peludas, demasiado estrechas, y sólo las palabras injustas, pérfidas, que saben escurrirse como serpientes, pueden entrar en ellas. Y las palabras de mi canción marchan erguidas, tienen el pecho sólido, la espalda ancha, y, ¡voto a sanes!, desgarran las orejas peludas de mi carcelero.

—¡Si están cerradas sus orejas, busca otra entrada para tu canción, Jerónimo!—me he dicho amistosamente.

He meditado, he cavilado y he dado, a la postre, can una solución, pues Jerónimo no es tonto del todo. Y he aquí lo que he hecho: he tallado mi canción en una piedra, y he prendido fuego en su corazón yerto con mis arranques de cólera. Y cuando la piedra se ha animado y me ha mirado con ojos coléricos, la he cogido suavemente y la he colocado en el borde del muro de mi prisión.

¿Con qué objeto he hecho esto?... Lo he hecho en la esperanza de que no tardará otro temblor de tierra en derribar vuestra ciudad, no dejan de en pie ningún muro, y entonces mi piedra caerá en la cabeza a mi carcelero, y grabará, en sus sesos blandos como la cera, mi canción, como el sello del rey, como un nuevo y colérico mandamiento. Así, con mi canción grabada en los sesos, descenderá mi carcelero a la tumba.

¡Eh, carcelero! No me importa que cierres las orejas: ¡pasaré por tu cráneo!

II

Si para entonces vivo aún, ¡cómo me reiré!; si ya me he muerto, mis huesos danzarán en la sepultura. ¡Será una hermosa tarantela!


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13 págs. / 23 minutos / 44 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Dieta de Amor

Horacio Quiroga


Cuento


Ayer de mañana tropecé en la calle con una muchacha delgada, de vestido un poco más largo que lo regular, y bastante mona, a lo que me pareció. Me volví a mirarla y la seguí con los ojos hasta que dobló la esquina, tan poco preocupada ella por mi plantón como pudiera haberlo estado mi propia madre. Esto es frecuente.

Tenía, sin embargo, aquella figurita delgada un tal aire de modesta prisa en pasar inadvertida, un tan franco desinterés respecto de un badulaque cualquiera que con la cara dada vuelta está esperando que ella se vuelva a su vez, tan cabal indiferencia, en suma, que me encantó, bien que yo fuera el badulaque que la seguía en aquel momento.

Aunque yo tenía qué hacer, la seguí y me detuve en la misma esquina. A la mitad de la cuadra ella cruzó y entró en un zaguán de casa de altos.

La muchacha tenía un traje oscuro y muy tensas las medias. Ahora bien, deseo que me digan si hay una cosa en que se pierda mejor el tiempo que en seguir con la imaginación el cuerpo de una chica muy bien calzada que va trepando una escalera. No sé si ella contaba los escalones; pero juraría que no me equivoqué en un solo número y que llegamos juntos a un tiempo al vestíbulo.

Dejé de verla, pues. Pero yo quería deducir la condición de la chica del aspecto de la casa, y seguí adelante, por la vereda opuesta.

Pues bien, en la pared de la misma casa, y en una gran chapa de bronce, leí:


DOCTOR SWINDENBORG
FÍSICO DIETÉTICO
 

¡Físico dietético! Está bien. Era lo menos que me podía pasar esa mañana. Seguir a una mona chica de traje azul marino, efectuar a su lado una ideal ascensión de escalera, para concluir…


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 256 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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