Bajó de la diligencia en San Miguel de la Guardia del Monte, uno de los pueblos más viejos de nuestra provincia.
Un peón le esperaba con caballo de tiro, como era convenido. Nicanor
preguntó por los de las casas. Todos estaban bien y esperaban al señor
con grandes preparativos de fiesta.
Regocijábase con la promesa de alegres días. En Buenos Aires, la
Facultad absorbía sus ambiciones de estudioso. Poco se daba al placer.
La política, la vida social, los clubs, las disipaciones juveniles eran
cartas abiertas en las cuales leía escasos renglones.
Las vacaciones, en cambio, le impulsaban a desquitarse.
Miró al gaucho, cuyo chiripá chasqueba al viento sin que su fisonomía
exteriorizara placer alguno por su libertad salvaje, y apoyó las
rodillas sobre el cuero lanudo del recado, para sentir más presentes los
movimientos del caballo, bajo cuyos cascos la tierra huía mareadora.
Oyeron, de atrás, aproximarse un galope; alguien los alcanzaba, y los
caballos tranquearon, como obedeciendo a una voluntad superior y
desconocida.
—Buenos días.
—Buenos días.
Llamó la atención de nuestro pueblero el flete, primorosamente
aperado de plata tintiniante, cuyos reflejos intensificaban su pelo ya
lustroso de colorao sangre e toro.
El hombre era un gaucho en su vestir, un patricio en su porte y maneras.
Con facilidad de encuentros camperos, se hizo relación. Sin nombrarse
el recién llegado, preguntó a Nicanor quién era y adónde iba.
—Yo he sido amigo e su padre. Compañero 'e política también.
Y prosiguió afable:
—¿Va a lo de Z...? Es mi camino, y lo acompañaré; así conversaremos para acortar el galope.
—Es un honor que usted me hace.
El peón venía a distancia, respetuosamente. Nicanor le ordenó se
adelantara a anunciar su llegada, y quedaron los nuevos amigos demasiado
interesados en sus diálogos para pensar en el camino.
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