(A las tantas de la tarde del día veinticuatro o día de Nochebuena.
Por las calles húmedas viene y va la gente. "Esta noche es Nochebuena y
mañana Navidad". "Dame la bota, María, que me voy a emborrachar". "Y al
Niño recién nacido los pañales le han robado". Esta gente es, según su
piel, blanca, sonrosada y atezada. Según su vestido, gris, negra, verde,
ocre, marrón y azul. Según su pelo, negra, dorada, roja y marrón. Y,
así, todos los colores acaban por cernerse sobre cada persona, según sus
ojos, sus uñas, sus ilusiones y sus miserias).
Por estas calles sin cielo (porque el cielo amenaza lluvia y ruina de
alegrías) los amigos catalogan escaparates y jovencitas; aspiran con
glotonería el olor a refrito que sube de las bodegas y que revolotea en
torno a los bares; hablan de Navidades ya desvanecidas donde hubo
aventuras, trasnochos vinosos y canciones que tiritaban en el alba fría.
A esos amigos me acerco precisamente. Mañana tal vez necesitarán
tisanas para despejar las ideas, pero hoy, en mitad de la tarde que
termina, están lúcidos y poseen todos los rincones de sus ilustres
cabezas.
—Encuesta Pública: ¿Qué es la Navidad? —pregunto.
—Págate un vino y tendrás respuestas.
(Así pues, bajamos al calorcillo de una bodega y nos instalamos en
mitad de ese tufo a gente, de los humos conjugados del aceite y del
tabaco, y nos ponemos a beber a tragos cortos, que es como se bebe de
verdad).
—La Navidad —me dice Miguel— es un pretexto.
—¿Para qué?
(Miguel abre los brazos como un viejo Cristo velazqueño).
—Para todo. Para bebe, como ahora nosotros. Para gastar. Para cantar. Para hacer regalos. Para alegrarse. Para vender...
(Vicente interviene sonriéndose para adentro).
—Hay una teoría: que se celebra el nacimiento de un Dios, del Dios Hijo. Pero sólo es una teoría.
—¿Por qué? —vuelo a preguntar.
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