I
Por hábito de muchos años, Ventura Melgarejo era siempre el primero levantado en su casa. Todas las mañanas, indefectiblemente, “ponía los huesos de punta” rato antes de que asomara el sol en el oriente.
En chancletas y en mangas de camisa, fuese verano o fuese invierno, salía al patio, dirigiéndose al barril del agua para efectuar una somera ablución: luego al galponcito, donde sin llamar a nadie, sin incomodar a nadie, hacía fuego, ponía la “pava” junto a las brasas, ensartaba en el asador el churrasco y se sentaba en su banquito de ceibo, pulido por el uso, preparando el cimarrón.
Picaba el tabaco en cuerda: liaba en chala un grueso cigarrillo; y “pitando” y cimarroneando, esperaba que estuviese a punto el churrasco del desayuno.
Terminado éste, iba a inspeccionar en la caballeriza sus parejeros, que nunca bajaban de dos, y a racionarlos. Después visitaba las jaulas de los gallos de riña. observándolos uno por uno, con la mayor prolijidad.
Cuando, ya con el sol afuera, se levantaban los peones, y sus hijos, él había terminado la labor matutina; y mientras los recién venidos tomaban sus mates y comían sus churrascos, Ventura, orgulloso de su superioridad de patrón y de gaucho, testificada por su madrugón, ensillaba uno de los parejeros y con el otro de tiro salía al campo, a pasearlos lenta, concienzudamente.
Al regreso, él mismo los acomodaba en la caballeriza, él mismo les servía la ración de maíz y alfalfa, y, dando prueba de un celo excepcional, —mientras los parejeros comían, iba él a ocuparse de los gallos. En las cosas serias, no admitía la intervención de nadie, no tenía confianza en nadie.
Hecho eso, podía almorzar a gusto, dormir tranquilamente su siesta y ensillar después para ir a la pulpería a distraerse jugando unas partiditas de truco.
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