Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y
los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los
pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la
orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían
con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un
collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían
pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose,
como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del
río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos
pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga
que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin
excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de
cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul
colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul
amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de
polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban
vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como
serpentinas.
Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen
ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos
estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían
sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de
las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de
ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los
flamencos se morían de envidia.
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