Textos más vistos disponibles publicados el 1 de agosto de 2024 | pág. 3

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textos disponibles fecha: 01-08-2024


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Diálogo Madrileño

José Fernández Bremón


Cuento


Joven.—¡Ea! Don Gustavo, no es bueno acurrucarse en el sillón y cavilar: le convido a usted a todo lo que quiera; comeremos en el mejor restaurant; iremos a los toros.

Viejo.—¿En domingo y en tranvía, para ver media corrida y comer luego a la francesa? Gracias.

J.—Perdone usted: olvidaba que no pertenece usted a nuestro tiempo, y sólo le gustaría ir a los toros en lunes y en calesa: comeremos en casa de Botín y le llevaré a la botillería de Pombo.

V.—Es inútil resucitar lo que ha pasado: soy un superviviente de todo lo que amé. No me gusta la literatura de ustedes, ni sus guisos, ni sus juegos: no saben ustedes hacer siquiera chocolate: sus mesas de billar son para niños, y no hay ni una para jugar con taco seco a la española. Madrid no existe ya. Se ha deshecho la tercera parte del Retiro, que empezaba en toda una acera del Prado, desde los jardines que llevan hoy su nombre; media pradera de la Virgen del Puerto ha desaparecido, y en vano busco la montaña del Príncipe Pío, otro sitio de recreo. Hay empeño en entristecer todo lo gratuito, para obligar a que se compre un poco de alegría.

J.—Es que Madrid ensancha, embelleciéndose.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Cirio Pascual

José Fernández Bremón


Cuento


I

La cerería de Pascual López era en 1763 una de las más acreditadas de Madrid: un portal grande conducía de frente al obrador, lleno de operarios de ambos sexos; maestras y oficialas doblaban, torcían los hilos y hacían las presillas de las mechas, que algunos aprendices untaban de cera para endurecerlas, colgándolas después en mazos o alrededor de los arillos; más allá, la cera, hirviendo en ollas de cobre para purificarse, caía en los braseros, y los oficiales, sacando el líquido en cazos puntiagudos, lo vertían a lo largo de las mechas, dándoles a pulso el peso y forma de velas, cirios o hachas; otros aprendices, descolgando esa obra aún imperfecta, la arropaban en camas hechas con sábanas y mantas, llevándola después a los tableros, en donde otros operarios la moldeaban, bruñían y acababan.

La tienda, al lado izquierdo del portal, comunicaba con el taller por una puertecilla, y no tenía más adornos que un ancho mostrador, cajones rotulados y una severa fila de hachas colgadas de escarpias en el fondo. Detrás del mostrador Juanita la cerera enseñaba al sonreír sus dientes blancos y los hoyuelos de sus mejillas sonrosadas, y revolvía su esbelto cuerpecito con los movimientos más estudiados y graciosos. Pascual López, su marido, la miraba de reojo, pálido como sus hachas y muy intranquilo cuando el comprador tenía trazas de galán.

—¡Una cruz para difuntos! —dijo una moza lugareña.

—¿Blanca o amarilla? —respondió la cerera.

—No me han dicho más.

—¿Era el muerto soltero, casado o viudo?

—Es mi señora: la madre de mi amo.

—Entonces le pondrán una cruz amarilla, pero si la quieren de soltera se cambiará por una blanca.

Y Juanita entregó a la moza una de esas cruces de cera que en aquel tiempo se colocaban en las manos de los muertos.

Los parroquianos entraban y salían, oyéndose estas o parecidas frases:


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El Desafío

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Samuel Leví!

—¡Señor!

—Llenadme otra vez de doblas esta arqueta. He perdido todo.

—Si su señoría me permite —dijo Samuel Leví, tesorero mayor del reino, inclinándose delante del que le había dado la orden.

—Seguid jugando, caballeros; no levantarse; que la diversión no se interrumpa.

Y abandonando su sitial el que así hablaba, irguió su alto cuerpo, y al aproximarse a una ventana del alcázar de Sevilla, quedaron a plena luz el blanco rostro, el cabello rubio y la enérgica mirada del rey don Pedro de Castilla, que tendría a la sazón veinticinco o veintiséis años de edad.

—¿Qué ocurre, Samuel?

—Acaba de llegar de Alfaro vuestro ballestero de maza Álvar Martínez.

—¿Trae algo?

—Sí, señor; un saco y una carta.

—¡Juan Diente! —dijo el rey a un ballestero que guardaba la puerta—. Coloca frente a mi sitial el saco y los papeles que ha traído Álvar Martínez.

Y mientras el soldado cumplía su orden, el rey dijo al hebreo:

—Hermoso jacinto tiene vuestro broche; bien se ve que es legítimo.

—Es piedra de poco valor.

—Os la compro.

—De poco valor decía para el vulgo; yo no la cambiaría ni por una de esas espadas jinetas que mandasteis fabricar en Sevilla con puño de oro y piedras. Es un gran recuerdo de familia. Eso en cuanto a vender; pero si vuestra señoría gusta del jacinto, todo lo mío es de mi rey si lo quiere... de balde o a bajo precio.

—Sí; lo quiero.

—¿De balde o a trueque?


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El Diablo de la Guarda

José Fernández Bremón


Cuento


Para brujas, la tía Lechuzona: desde el riñón de Castilla hacía mal de ojo a una criatura de París, por el telégrafo sin hilos; si entraba en la botica, resucitaba las moscas de cantárida hechas polvo; por las noches pelaba la pava con un escarabajo, y se comunicaba por la soga del pozo con los seres subterráneos, y por el humo de la chimenea, siempre activa, subía y bajaba a los nubarrones más obscuros. En Botánica, podía dar lecciones a Linneo, el que empadronó las plantas, porque la bruja conocía las propiedades de los perfumes, de los jugos, y hasta de las buenas o malas sombras que proyectan.

¿Su edad? Estaba en blanco, como la de los títulos que, de puro viejo, no tienen fecha en la Guía; había visto pasar el carro de Tespis, y fue la araña que tapó con su tela la caverna donde se refugió Mahoma, perseguido; su piel era tan fuerte, que no se podía pinchar con el puñal ni rayar con el diamante, y había mudado los colmillos treinta veces.

Era poderosa. Las gallinas de la vecindad ponían de tapadillo los huevos en su cesta; el viento arrojaba en su jardín la mejor fruta de los huertos inmediatos; las hormigas trasladaban grano a grano a la despensa de la bruja lo mejor de las cosechas, y un buitre le llevaba todas las mañanas una ración de carne cruda: sabía cuanto pasaba en la vecindad, porque todos los gatos del pueblo, animales entremetidos y curiosos, iban a confesarse con ella, y por ellos supo que la señora Mónica le había llamado bruja sinvergüenza.

—Y aunque una lo sea —decía para sí—, no debe aguantar que nadie se lo diga.

Y llena de coraje, salió al patio, llegó al brocal del pozo, aplicó la soga a los labios y dijo con energía:

—¡Cuernecín!

—¡Quién llama?

—Soy tu madre.

—No subo por el pozo, que está el agua muy fría.

—Ven, que he preparado una fogata, para que te des en las llamas un baño de placer.


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El Diablo en un Bolsillo

José Fernández Bremón


Cuento


I

Felipe IV era rey nuevo, y la monarquía se había remozado; empezó aboliendo los cuellos encañonados, cortando el cuello a un ministro y prendiendo y desterrando cardenales y virreyes; las revoluciones se hacían entonces desde arriba, porque en España nunca prosperaron las de abajo.

En la Semana Santa de 1623 hacía siete años que pudría Cervantes bajo la tierra; Lope de Vega y Góngora eran dos vigorosos sesentones; Tirso y Quevedo estaban en la plenitud de su edad y su talento, y Calderón era un principiante de veintitrés años, ya famoso. España, llena de esperanzas, se disponía a progresar y caminaba con júbilo hacia el porvenir; pero el progreso, tan útil cuando se marcha hacia la cima, es áspero y cruel cuando se rueda cuesta abajo.

II

—¿Conque es cierto eso de la procesión penitencial? —preguntaba un caballero cincuentón y acicalado a un cortesano que le había detenido en la puerta de la iglesia de San Gil.

—Ciertísimo, don Luis, como que llevé las órdenes yo mismo; sólo se han excusado los carmelitas descalzos de San José.

—¿Y a qué otras religiones se ha invitado?

—A todas las reformadas; asistirán los franciscanos de San Bernardino, y estos gilitos que tenemos al lado; los mercenarios de Santa Bárbara, los agustinos del Prado de Recoletos, los capuchinos del palacio de Lerma y los trinitarios descalzos de la plazuela de Jesús.

—¿Visteis en este convento a fray Tomás de la Virgen?

—No pude ver a ese bendito varón que lleva más de diez años en la cama, y le visitan reyes y señores y dicen que adivina pensamientos.

—Doy fe de ello; figuraos que cuando entré en su celda me dijo con severidad sin conocerme: «Sacad pronto ese demonio que os bulle en la cabeza». Y acertó.

—Pero, don Luis, ¿sois energúmeno?

—¡Psc! Soy poeta y abogado; continuad.


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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Gremio de Verdugos

José Fernández Bremón


Cuento


Se convoca a los ejecutores de la justicia, sus ayudantes y los que aspiren a tan honrosa profesión, para defender los intereses de la clase: sólo podrán hablar los asociados, etc., etc.


El teatro estaba lleno de curiosos atraídos por el anuncio; y como vacaba una plaza de verdugo, los socios inscritos llenaban el salón: había, entre los pretendientes al destino, doctores, arqueólogos, boleros, ex gobernadores, obreros no asociados, cómicos sin contrata, amoladores sin piedra y una señorita.

El presidente invitó a los asociados a esclarecer y dar contestación a la pregunta primera.

¿Qué medios deben adoptarse para honrar la menospreciada profesión de los ejecutores de la justicia?

—Señores —dijo un letrado macilento—: las preocupaciones del vulgo, que han alejado a mis clientes propalando que infundo mal de ojo, han tachado asimismo de vil una función grave del poder judicial. La ley que impone pena de muerte es la manifestación más alta de la soberanía nacional; el tribunal que la aplica ejerce el más tremendo de los ministerios, pero todo sería papel escrito sin el funcionario que lo cumple. En éste reside el poder ejecutivo. El que asume todas las realidades de la ley y la sentencia es el verdugo. Es el sacrificador y el sacerdote de la ley: si otro que él matase al sentenciado a morir, sería culpable de homicidio, porque es el único que tiene el privilegio de retorcer el pescuezo a un rival, acaso a un acreedor, tal vez a su casero. Y con tales atribucines ¿no es venerado de las gentes?

(Murmullos de aprobación.)


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El Pájaro Ciego

José Fernández Bremón


Cuento


A Emilio Luis Ferrari

I

Todos los pajarillos habían volado menos uno: el padre visitaba alguna vez el nido por costumbre, que el matrimonio, indisoluble entre las tórtolas, no obliga, criados los hijos, a otras muchas aves. Sólo la madre persistía en el nido con el más fuerte de los polluelos, a quien no habían retirado su ternura, porque el instinto le advertía que no podía abandonarle: aquel vistoso pajarillo estaba ciego.

La buena madre hubiera deseado desentumecer el cuerpo después de la inacción de la nidada, pero no se atrevía a abandonar a aquel hijo desgraciado expuesto a todos los peligros. Nunca lo perdía de vista al separarse para traerle la comida o murmurar con las vecinas pitorreando entre las ramas. ¡Y cuántas tentaciones ofrecía aquella primavera en los celajes del horizonte, en los nacientes y sabrosos granos de las espigas verdes y las henchidas gusaneras criadas por un invierno de nieves y humedales; en la alegría universal que producía la abundancia, convidando a todos los vivientes a las diversiones y al hartazgo; en lo tupido de las hojas y la altura de las hierbas, la gordura de los pájaros y los gorjeos de las otras madres, orgullosas de sus crías y gozando de su recobrada libertad!

A veces, una bandada que cruzaba rozándola decía alegremente:

—¡Ven a divertirte!

Y la pajarilla ahuecaba las alas para seguir a la comparsa bulliciosa; pero al ver a su hijuelo saltar tímidamente por unas ramas que le había enseñado a medir, y ver aún en el suelo el cascarón que le sirvió de cuna y por donde asomó su piquito sonrosado, plegaba sus alas otra vez, y contemplando aquel cuerpecillo delicado, y su sedoso plumón y sus patitas trasparentes, parecíale que toda la primavera con sus brotes y sus flores y su cielo azul era menos hermosa que aquel hijo imperfecto.


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El Uso y la Academia

José Fernández Bremón


Cuento


I

Aquel día don Lesmes se había despertado académico de la Lengua; es decir, deseoso de lucir debajo de su barba la medalla, apto para definir en lo gramático y con ánimo de colocar en el Diccionario unos vocablos que le habían recomendado sus parientes.

Andaba al caer una vacante por estarse muriendo un académico y ser el médico de toda confianza.

La tardanza de muchos académicos en tomar posesión de su cargo le convenció de que la primera necesidad de un candidato era tener hecho el discurso. ¿Qué podía suceder? ¿No ser electo? El discurso sería aprovechable como folleto o para hacer una zarzuela.

Y tomando la pluma, se decidió a empezarlo, y escribió:

«Señores académicos: No sé cómo explicarme el honor de estar sentado en esta silla; si lo he solicitado, no es porque me creyera digno de ello, sino por tomar vuestras lecciones, oh maestros del idioma, y oír la dulce prosodia con que suenan en vuestros labios las palabras, que tejéis y destrenzáis en la oración correctamente, como figuras de una danza; y aun he de aprender cuando calláis, pues de tal modo encarno en vosotros las Gramática, que vuestros ojos, bocas, narices, gafas y bigotes me parecen signos ortográficos.

»Ahora, señores, cúmpleme enderezar un recuerdo al hombre ilustre que vengo a reemplazar.»

Aquí hubo de interrumpir su discurso para enterarse del estado del enfermo. El parte facultativo quitaba toda esperanza... al candidato; habían desaparecido la calentura y el peligro.


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Exposición de Cabezas

José Fernández Bremón


Cuento


Era un viejecillo ochentón don Caralampio; su cuerpo estaba en continua vibración; y no podíamos figurárnoslo en estado de reposo, habiéndolo visto siempre parpadeando con rapidez y como tiritando; su voz era temblona; su barba, sus quijadas y sus manos temblaban sin cesar. Estábamos en el café, cerca de la vidriera, cuando le vimos llegar con paso trémulo.

—¡Mozo! —dijimos—. La cafetera y el servicio; que ya está aquí don Caralampio.

Y este aviso sirvió para que el viejo no tuviera que esperar; tomó la taza con ansia en sus manos temblorosas, no sin que chocase un rato en el platillo, se la llevó a los labios, y soltó una carcajada.

—¿Podemos saber la causa de ese regocijo? —preguntó mi amigo Pérez.

—Es un efecto del café —respondió alegremente.

—Nosotros lo hemos tomado, y no estamos tan contentos.

—Ustedes tomarán café con leche; una golosina.

—Ninguno de los dos.

—O con azúcar.

—No, sino amargo.

—Pues entonces, lo prueban nada más; para sentir la lucidez de este elixir maravilloso, hay que entregarse a él sin condiciones; tomar cincuenta tazas diarias, por lo menos, como yo.

—¿Y no ha muerto usted de una irritación?

—Sin el café no existiría hace ya tiempo. Este agradable temblorcillo que me mantiene en constante agitación es el espíritu retozón y expansivo del café, con que sustituí el mío propio, cuando mi alma se alejó de mi cuerpo, hará diez años. Soy un cadáver que vibra a fuerza de café. Guárdenme ustedes el secreto o me enterrarán mis herederos.

Pérez y yo nos miramos sorprendidos; porque la palidez y demacración de don Caralampio hacían aquella broma verosímil.


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La Bruja del Mar

José Fernández Bremón


Cuento


I

—¡Qué terrible es el mar! —dije verdaderamente conmovido por el estruendo del oleaje—. Oigo a la vez en esas aguas revueltas, ruido de cascadas, golpear de puertas, disparo de cañones y gemidos de personas.

—¡Silencio! —respondió en voz baja Braulio, uno de los pescadores más valientes de la costa de Cantabria—. Es que se queja la bruja del mar. Vámonos pronto, o te dejo solo.

Entonces le seguí, no sin trabajo, entre las rocas, por lo deprisa que caminaba; ya en casa, hizo cerrar todas las ventanas, hasta las del piso superior, que le tenía yo alquiladas, sin responder a las pregunta que le hice acerca de la bruja, sino en estos términos:

—De día hablaremos; de día, solamente; es hora de dormir y de rezar.

Atranqué la puerta de mi cuarto, y la curiosidad me determinó a abrir, sin ruido, la ventana, pero una fuerza exterior, como la de un brazo tembloroso que pugnase por entrar, me hizo desistir. Cerré con miedo. ¿De qué? De lo que más pone a prueba el valor: de lo desconocido. Tuve vergüenza, pero sólo me atreví a mirar por el opaco vidrio que había en la parte superior de la hoja de madera, por no abrir el pestillo. No me cabía duda; a lo lejos, sobre una peña muy alta, que remataba por los lados en dos picos, vi moverse una sombra humana que caminaba lentamente, y aun me figuré que las olas bramaban con más furia cuando se detenía, como si aumentase su agitación con sus conjuros. Y aquella noche sentí un malestar que no había experimentado desde los terrores nocturnos de la infancia. Que no hay sugestión como la ejercida por las preocupaciones y el miedo de los otros.

II

—Aquí me pareció ver la sombra —dije a Braulio a la mañana siguiente, que era calmosa, clara y alegre—. Reconozco el sitio por estas dos peñas estrechas, que de noche parecen dos cuernos gigantescos.


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